"Uno de los mejores narradores cubanos de la hora presente"
(Juan Bonilla)

Del Blog de Díaz-Pimienta

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Añadido por Alexis Díaz Pimienta el 22 agosto 2013 a las 8:39 pm
Fragmento del libro Teoría de la Improvisación Poética (Alexis Díaz-Pimienta, editorial Scripta Manent, 2013, de próxima aparición).



El panorama actual de la improvisación poética en el mundo no puede ser más halagueño. Cuando en la primera edición de Teoría de la Improvisaciónyo dediqué el libro “a todos los improvisadores del mundo”, y añadía, entusiasta, algo proselitista, “porque el futuro es suyo, es decir, nuestro”, realmente la dedicatoria estaba llena de eso, de entusiasmo y de proselitismo, o, por lo menos, ese “futuro” no parecía tan cercano. Pero ha ocurrido, ha llegado, vertiginosamente. En conferencias y clases he contado que todavía a finales de los años 90, cuando ya Internet era la maquinaria de legitimación más poderosa del mundo (“si no estás en Internet, no existes”), en 1999 si uno escribía en los todopoderosos buscadores de la Red la palabra “oralidad”, las primera páginas (cientos, miles) hablaban de sexo, las segundas (decenas, cientos) de medicina (fármacos de administración oral), y solo luego aparecían, tímidamente, algunos blogs y webs que hablaban sobre la oralidad creativa, el lenguaje oral, el arte oral y sus especificidades. Con la improvisación pasaba lo mismo, pero peor, hasta tal punto que esta “invisibilidad” ha durado toda la primera década del nuevo milenio. Si a finales de los 90 escribías en los buscadores de Internet “improvisación”, lo primero que aparecían eran páginas sobre política, sobre todo para denostar la “improvisación” de los políticos; y luego algunas sobre el jazz y la improvisación musical; actualmente el concepto “improvisación” en todos los aspectos de la vida cotidiana se ha re-valorizado: la improvisación hoy, asociada con la creatividad, la espontaneidad y la capacidad de reacción “cotiza a la alza” en la escala de valores generales de una sociedad conquistada por la velocidad y el ritmo. Sin embargo, aquí también la improvisación poética ha perdido “el turno” con dos nuevas formas artísticas, mucho más jóvenes, pero con mayor pujanza: la improvisación musical y la Improv o Impro Teatral. La improvisación musical ha tenido dos grandes aliadas: la industria de la música, primero, y la academia, después. Ya sea el jazz (surgido en los suburbios de New Orleáns, pero de meteórica aceptación en los circuitos de los grandes teatros y “los cultos de la música”, que no “los músicos cultos”), ya sea el rap y el hip-hop (surgido en los suburbios del Bronx, pero de meteórica aceptación en los circuitos de la industria, no tanto de “los cultos de la música”), ambas formas de improvisación artística han logrado, en menos de un siglo, lo que la improvisación poética tradicional no ha logrado en miles de años: una visibilidad y reconocimientos globales. Puede ser un problema de tiempos, de épocas y estilos de vida: no me imagino a un jazzista improvisando en las montañas de Al-Andalus, decidiendo o evitando con su trompeta batallas militares, enamorando a sultanes árabes y reyes católicos. Pero el caso es que ha ocurrido: en el siglo XX el jazz, y todas sus variantes de improvisación musical ha logrado el aplauso y el respeto del gran público, además de la toga y el birrete académicos; y el hip-hop, en mucho menos tiempo, en pocas décadas, lo mismo. Sin embargo, la improvisación de versos de corte tradicional, de estrofas isométricas con sentido dialógico, un arte existente en casi todas las lenguas y culturas, solo puede hablar de resistencia, supervivencia, y, en las últimas décadas (por fin), de renacimiento. La improvisación musical se mantiene, se desarrollo y ramifica; la Impro teatral (la última en llegar “al baile” pese a sus seculares y prestigiosos antecedentes: la Commedia dell’Arteitaliana, por cierto, tan vincula a la improvisación poética), crece por día, con escuelas, libros, nuevas tendencias, espectáculos, programas televisivos y numerosos blogs, webs, foros de Internet; mientras la improvisación poética va, muchas veces cabizbaja y pidiendo permiso, presentándose, saludando y explicando quién es, soportando incluso que los nuevos públicos reaccionen de dos formas tan equívocas como frecuentes: “¡Ah, pero todavía existe!” (reacción arqueológica, paleoantropológica) o, “Ah, eso es como el hip-hop (reacción, simplemente, analógica). El caso es, la buena noticia es, una vez que se ha puesto en valor la improvisación como un todo (artístico, social, ontológico), en la actualidad la improvisación poética vive su mejor momento de los últimos 150 años (pongamos como limites los finales del siglo XIX, últimos momentos de esplendor de estas artes verbales), y al menos no se siente tan sola (frente a los imperios de la escritura y las artes audiovisuales), sino que tiene dos parientes cercanos, uno muy “prestigioso” (el musical), otro muy vistoso y con menos complejos de superioridad (el teatral), parientes que pueden ayudar a que este primo lejano, y tan cercano a la vez, no se quede desheredado en el reparto de gustos e importancias. Solo falta, a veces, y aunque parezca mentira, presentarlos. Como en la vida misma: en muchos de nuestros países, de nuestras lenguas, esos parientes tan cercanos ni siquiera se conocen. Los repentistas, troveros, payadores, etc., oyen hablar del jazz o de la música aleatoria y creen que no tienen nada que ver con ellos; los actores de Impro teatral oyen hablar de repentismo, payada, trovo, y llaman por teléfono a sus abuelos; y con los jazzistas pasa lo mismo. Alguien tendrá, alguna vez, que ponernos delante el mapa genético de todos, el “genoma emocional”, estético, estilístico de todos, para que nos demos cuenta de que no podemos existir como clanes, que, en todo caso, pertenecemos a la misma tribu: una tribu cuya deidad mayor, cuyo tótem, es la improvisación en sí misma (con palabras, notas musicales o gestos, da lo mismo), y que todos debemos hacer caso, legitimar, la gran frase de Grapelli: “los grandes improvisadores son como sacerdotes: solo piensan en su Dios”.
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Añadido por Alexis Díaz Pimienta el 22 agosto 2013 a las 2:36 pm

Con su primer disco, Alexis Díaz Pimienta (El maestro Pimienta y su Guajira Band) ganó este sábado el Premio Cubadisco 2013 en la categoría Música Folklórica Cubana. Uno de los mayores méritos de este premio es el reconocimiento a un disco de repentismo que, además, fue producido en España.



Foto: Manuel M. Mateo


por Alejandro Ulloa García (Cuba)

“Para mí es uno de los premios más importantes de mi carrera, de mi vida. Es mi primer disco y eso me enorgullece, me alegra y me impulsa a continuar una carrera discográfica.

Lo produjimos en España con músicos cubanos, matanceros, que llevan muchos años viviendo fuera de Cuba pero que siempre han cultivado la música guajira y me contenta haberlos juntado para hacer esto que hacíamos cuando éramos niños.”

Alexis Díaz Pimienta es un repentista, narrador y poeta cubano que desde hace varios años fomenta la décima y la música campesina cubana en importantes escenarios de habla hispana en el mundo como México y España.

“Es un disco de homenajes, no podía ser de otra forma, a mis maestros, a los viejos cultores de este género que nos han legado esta maravilla de música: a Celina González, al Jilguero de Cienfuegos, al Indio Naborí, a mi padre y a mi madre; pero también a Benny Moré, a Silvio Rodríguez.

El disco tiene muchas sorpresas, no es solamente música guajira, sino que la fusionamos con la poesía escrita, con el flamenco…”

En Cuba, este tipo de música es poco producida y difundida por la casas disqueras, a pesar de ser identitaria de la cultura nacional. Pimienta, desde su versatilidad creadora (poesía, narrativa para niños y públicos diferentes, repentismo) apuesta por una mayor inclusión de este género en las producciones musicales nacionales.

“Creo que nunca en esta categoría se había nominado un disco de repentismo –sí agrupaciones y solistas campesinos– y este año hubo dos nominaciones de este tipo.

Espero que pueda abrirse una esperanza, una ventanita de luz para que nuestros sellos discográficos miren con menos “distancia” a un género tan desfavorecido como la música campesina en general y el repentismo en particular.”

Alexis Díaz Pimienta
un Cubadisco se gana
y anuncia para el mañana
más repentismo en tormenta.
La décima bien le sienta
y en homenajes la ha puesto,
cantando firme y enhiesto,
a Celina, a Naborí…
Un primer disco así
pone alegre al más funesto.

Juntó a músicos cubanos
que con él improvisaban
cuando niño y que cantaban
en décimas como hermanos.
Hoy, sujetando en sus manos
el premio a la tradición,
nos cuenta con emoción
en alarde de destrezas
que el disco tiene sorpresas:
es repentismo en fusión.

Y aunque lleva mucha vida
de música improvisada,
un primer disco -en tonadas-
sabe a gloria compartida.
Sus amigos de partida
en España se juntaron
y parece que acertaron
al ponerle melodía
a tanta y buena poesía
que en Cubadisco premiaron.

Una entrevista formal
me pareció un tanto ociosa,
y aunque la adjunte aquí en prosa,
no es el plato principal
pues al fin llegó el final
y Pimienta improvisó.
Una décima me hiló
carente de toda errata,
y a fuer de buena posdata,
esto fue lo que cantó:

“Sería mucho pedir
unas décimas ahora
porque el tiempo me devora
y hoy hay ganas de reír,
y hoy hay ganas existir
más allá de lo que digo,
pero como eres mi amigo
yo te voy a complacer
hasta que empiece a llover
décimas aquí conmigo”


__________________________

El Guajiro Citadino
Músicos:
Alexis Díaz Pimienta. Voz.
Rubén Aguiar. Voz y guitarra.
Ángel Luis Aguiar. Voz y percusión.
Danny Aguiar. Voz, tres y bajo.
Judith Rodés. Voz y percusión menor.
Leonardo Herrera: Piano
Michael Montero: Percusión

Fernando Murga- Voz y laúd. (El Guayabero, Celina González…)
Raúl Rodríguez -Tres Flamenco (Martirio, Son de la Frontera, Kiko Veneno….)
Yaure Muñiz –trompeta (Buena Vista Social Club)

Edita: Stereo (Música Fundamental)
Producción discográfica: Carlos Ferrer
Dirección: Ángel Luis Aguiar
Fotos: Manuel M. Mateo
Diseño: David Sánchez Fernández

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Añadido por Alexis Díaz Pimienta el 21 agosto 2013 a las 9:51 pm
Buscando en ese modernísimo cajón de sastre llamado “Disco duro viejo”, uno se puede encontrar grandes sorpresas. Como este texto. A finales de los años 80, principios de los 90, yo, más que escritor, incluso más que repentista, era un cinéfilo, un voraz consumidor de cine. Cuando llegaba diciembre se paralizaba el mundo y todo giraba alrededor del Festival Internacional de Cine de La Habana. Recuerdo que salía de mi casa en el Caballo Blanco (San Miguel del Padrón), a primerísima hora de la mañana, con una mochila vieja (y en la mochila, un libro, un “pan con algo” y una botella de agua). Entraba al Cine Yara en la primera tanda, y de ahí saltaba al Chaplin, al 23 y 12, al Riviera, al Yara otra vez, al Chaplin de nuevo, hasta que cerraba la jornada en el mítico Payret, en la tanda de las 12 de la noche, cerca de la para de la guagua para volver a mi Caballo Blanco. Y al día siguiente, igual. Pues bien, de aquella época (1991, concretamente) es este texto que acabo de encontrar y comparto con todos. Un homenaje a tres dos de mis pasiones de siempre: el cine, la pintura y la literatura.




RANTÉS, HIJO DE VAN GOGH
(III parte, y final)

¿Crees en los duendes?
No, soy un duende incrédulo.

Mariana Torres



A modo de prefacio


Desde la aparición de la primera parte de este ensayo (“Rantés, hijo de Van Gogh, I”, en Cinema Paradiso, número 5, octubre de 1989, pp. 23–30), muchos lectores han escrito desde Argentina, Cuba, España, México, Holanda e Italia, fundamentalmente, algunos directamente a mí, otros a la redacción de la revista, pero en lugar de aclararse de alguna forma el tema, cada nueva carta –algunas publicadas en números posteriores de la revista, y otras en el Caiman Barbudo y en Cine Cubanolo que han hecho es avivar más la polémica.

Y la segunda parte del ensayo (“Rantés, hijo de Van Gogh, II”, Cinema Paradiso, número 7, marzo de 1990) al parecer lo que ha hecho es oscurecerlo todo más, hasta tal punto que el propio Subiela y el mismísimo Scheiwiller escribieron sendos artículos, sesudos y encontrados, en los que, resumiendo, se me pide “menos especulación metaliteraria” (Subiela) y “mayor número de pruebas” (Scheiwiller).

De todo se ha dicho y escrito en estos años, y yo había jurado no volver sobre el tema. Pero hace unos días, en una larga e inolvidable velada en la sala, siempre acogedora, de Roberto Fernández Retamar, acompañado de ilustres amigos como Silvio Rodríguez y el ecuatoriano José Enrique Adoum, surgió otra vez el tema de mi ensayo, provocado esta vez por el éxito de la nueva película de Subiela: El lado oscuro del corazón.

Confieso que mi primera reacción fue la de siempre, en este último año: malestar interior y sonrisa complaciente para cambiar de tema. Pero quiso el azar que –una de esas mágicas realidades que sólo pasan en una ciudad como La Habana, durante los días que dura su Festival Internacional del Nuevo Cine Latinoamericano–, quiso el azar, decía, que en medio de mi estudiado cuadro de sonrisa complaciente y cambio de tema, entraran por la puerta de la casa de Retamar, el joven crítico Rufo Caballero y el cineasta Tomás Piar, acompañados por el mismísimo Eliseo Subiela.

El cineasta argentino y yo ya nos conocíamos, desde el año anterior: nos había presentado el periodista Rolando Pérez Betancourt durante una recepción que hubo en el Hotel Nacional. Retamar, como siempre, sonriente y con los brazos abiertos, fue a recibir a los visitantes, y, entre ellos, “al rey de Roma” (Subiela). Ante la morbosa curiosidad de todos por aquel, nuestro primer encuentro luego de mis publicaciones, Subiela y yo nos saludamos con efusividad “natural”, por decirlo de alguna manera, y al poco rato, por supuesto, se retomó el tema del ensayo con mayor fuerza. Durante toda la noche (o durante tres cuartas partes de la noche) no se habló de otra cosa que de Rantés, Van Gogh, su hermano Theo, La Santa, Subiela, y mis publicaciones en la revista Cinema Paradiso.

En aquella velada memorable me sentí raramente feliz e infeliz al mismo tiempo, y al otro día –vencida la resaca– decidí poner punto final a las opiniones de tantos colegas, con la prometida última parte de mi ensayo.

En realidad, fue Retamar quien me lo pidió, con la promesa de publicar las tres partes juntas en el próximo número de la revista Casa. La tentación era muy grande. Subiela no había dicho que sí ni que no. Se limitó a pedir un nuevo trago de Habana añejo, y a brindar conmigo. Entonces, al otro día, solo ante la máquina, teclado mediante, pensé: “De todos modos los encontronazos filosóficos son saludables”.

De algo estaba –y estoy– seguro: mis rastreos biográficos durante años habían sido exhaustivos, y en tertulias y entrevistas había sorteado con elegancia todas las acusaciones de herejía que me habían hecho cinéfilos y críticos de arte. Además, cinéfilos y críticos de arte (cine, literatura y plástica) no detendrían su “pimienticidio” aunque yo publicara la tercera parte o callara para siempre. Para mi nueva empresa me daban fuerza y confianza el entusiasmo de Roberto Fernández Retamar, dos o tres sabias reflexiones de Rufo, y la cordialidad perdonavidas del propio Subiela. Entonces, dos meses después de aquella velada comparto con los lectores mis últimas reflexiones al respecto.


Rantes, hijo de Van Gogh (III, y última)


Eliseo Subiela, cineasta argentino


Para empezar, creo que la documentación citada en las dos partes anteriores de este ensayo es suficiente para corroborar que Rantés, el personaje loco-extraterrestre de Eliseo Subiela en Hombre mirando al sudeste, que, según él, está basado en un desconocido loco pueblerino, no es más que el hijo real del pintor holandés Vicent Van Gogh, un hijo al que éste hizo referencia sólo una vez en su vida, en una de sus últimas y malentendidas cartas a su hermano Théo, y que la historia de la pintura contemporánea ni reconoce ni valida.

Para los que me acusan de metafísico, insistiré en que no es un hijo metafísico; para los que me acusan de poeta, repetiré que no es un hijo metafórico. Es, simple y realmente, un hijo, su hijo, cuyo certificado de nacimiento, número de cédula y certificado de defunción son fácilmente rastreables en el Archivo Regional de Auvers. Y no es tampoco –diré para los biógrafos– el presunto y apócrifo Nelis de Groot, que ya fue negado por la historia y por el mismo Vicent, quien llegó a protestar incluso frente al padre católico.

Para nadie es un secreto que el genial pintor holandés se movía en otras dimensiones, llenas de seres imperceptibles y pobladas de rojos y amarillos, colores quemantes y casi nulos en el gris ambiente de Amsterdam. Todos sabemos que Van Gogh ha tenido biógrafos benéficos y otros mal intencionados (excluyamos, por ejemplo, a Giovanni Scheiwiller). Los primeros llevan a primer plano su pobreza, su locura, su oreja, porque es un modo de exaltar su pintura, su genialidad y su desgracia; los segundos hablan más sobre sus altercados con el padre, con los amigos, con las mujeres, y sus discrepancias con Theodoro, el cuerdo y sufragador hermano del artista.

El caso es que Rantés, más allá de evidentes cercanías fisonómicas, aparece nombrado en la citada carta de Van Gogh a su hermano Théo, escrita luego de que el pintor tuviera uno de esos raros ataques de cordura que le duraban semanas, o meses enteros, y en los que vivía sin tocar el pincel, sin hablar con fantasmas. Durante ese oscuro lapso de tiempo, Vincent apenas se comunicó con su hermano, hay indicios fidedignos de que logró vender dos pequeños dibujos y abandonó su domicilio en Arlés (donde albergaba al pintor Gauguin y donde días antes se había cortado la oreja izquierda). Unos meses después reapareció –según testimonio del propio Gauguin y de Dr. Gachet– «normalmente alienado», parodiando el llanto de un niño pequeño y moviendo su rapada cabeza como el más feliz de los hombres.

Al principio, leyendo y releyendo sus cartas a Theo, escritas sobre papel cuadriculado y con caligrafía limpia y ordenada, con buen pulso, supuse que mi hallazgo del nombre de Rantés en la segunda carta, se debía a algún error al transcribir el nombre del antiguo faraón egipcio, Ramsés, pero era poco creíble que el transcriptor (el mismo Van Gogh) se equivocara cambiando a la vez la M por la N y la S por la T; incluso, la incoherencia de citar al famoso faraón dentro de un texto familiar donde se pedía apoyo financiero y anímico, era demasiado evidente. Así que donde decía Rantés, no quería decir Ramsés, sino Rantés, y lo turbio del texto era fácilmente atribuible al estado psíquico de Vicent al escribir, a lo borroso y maltrecho del folio, pero también, en gran medida, a mi ineficacia como lector y traductor (más bien “traducidor”: recordemos, además, que no fue una traducción directa: yo traduje del inglés al español un texto ya traducido del holandés a la lengua de Shakespeare).

La personalidad de Van Gogh es bastante conocida y ya fue expuesta con minuciocidad en la 2da Parte de este ensayo, cronológica, pictórica y humanamente. Nótese, entonces, que el Rantés cinematográfico, filósofo advenedizo que enloquece a un psiquiatra con sus disquisiciones sobre el ser humano, además de su eterna (y ya analizada en la 1ra parte) mirada de huérfano, además de su célebre dirección orquestal de la Oda a la Alegría de Bethoven –un hecho sólo comparable a la vesánica capacidad de un pintor como Vicent– es endeble físicamente, introvertido, huidizo (filosofía del aislamiento) casi misógino (exceptuando a La Santa, por lo que ya explicamos en la 1ra Parte y porque «el olor de una mujer es uno de los agentes descarriadores»); características éstas, sino hereditarias genéticamente, sí sospechosas en el plano social dados los orígenes «oscuros» que alega el personaje.

Creemos que fue muy inteligente por parte de Subiela adueñarse de este desconocido filón biográfico de Van Gogh para armar su película y muy atinado el tratamiento ambivalente y caleidoscópico que le da, desde la misma dedicatoria del filme (A mi padre: ¿pero a cuál: al de él, Subiela, o al de Rantés, Van Gogh?–), hasta los créditos finales donde el recurrente fotograma del aire batiendo el cortinaje de las ventanas vuelve a recordarnos, subliminalmente, el aire blandiendo los trigales de Holanda, vistos desde la carísima ventana de algún cuadro.

Por otra parte, lo que los críticos de cine han visto como un logro del guión, o sea, la incertidumbre médica sobre el origen de Rantés, la confusión lógico-absurda, no es más que la incertidumbre del propio Subiela al descubrir al hijo abandonado de un loco, pero qué loco: el más caro pintor post morten del siglo XX. El cineasta argentino da con el dato, comprueba el dato a través de todo el andamiaje bibliográfico que ya citamos en la 2da Parte, y luego se debate entre si tomar la historia real (Van Gogh–pintor–padre y abandonador) o tomar al recóndito hijo, «sacarlo del tiempo» y lanzar una obra nueva. Nos consta que la primera intención de Subiela no fue fílmica, sino literaria, histórica, casi biográfica. En el filme hay atisbos que así lo corroboran: he ahí la escena en que el doctor Dennys piensa que está frente a un hecho literario, se cree, sin saber por qué, un lector, y se refugia en Moliere, en Bioy Casares; he ahí que «si Rantés hubiera escrito lo que cuenta, fuese un escritor famoso». Subiela piensa en la historia del hijo, el abandonado y desconocido hijo de Vicent Van Gohg, pero… ¿el hijo de un gran pintor es gran pintor acaso? Existió, pero… ¿existió? Van Gogh amó, gestó a una mujer, abandonó a un hijo: ¡Noticia! Pero el hijo nació, vivió, murió en el anonimato: ¿Eso es noticia? Otra incertidumbre. Eliseo Subiela no toma partido, sino que sale a ver el cuadro desde afuera. Piensa: «Van Gogh pasó a la historia por ser Van Gogh, por Los girasoles La Silla, no por ser padre. Es que hasta ahora no era padre. O no lo es todavía.» Y entonces decide que no lo siga siendo. Tenía, había descubierto, eso sí, un gran personaje, con una herencia psicopático–artística digna de una obra maestra –como lo es, en definitiva, su película–, con un origen incierto o más bien camuflable, y con un desenlace lógico, verosímil: el mismo del padre. ¿Qué más da, entonces, sacarlo del planeta, volverlo un oleograma, una imagen proyectada en el espacio, perfecta réplica humana pero que «no siente», como si fuera un cuadro, un dibujo cinético? «Los humanos son robots, prehistoria de los oleogramas», dice Rantés, y asegura que él mismo es «una alucinación» del Dr. Dennys». (Ojo con los términos imagen alucinación: evidentes aristas vangoghianas.) Entonces, ¿qué más da romperle toda analogía racional con los seres humanos –el padre, por supuesto, ya lo había hecho– y lanzar su rostro al mundo sin que lo reconozcan, sin que ni siquiera lo sospechen? Una burla perfecta, un golpe de maestría a biógrafos y estudiosos del genial holandés. Claro que Subiela, como todo buen artista, dejó señales, orificios para que alguien penetrara el secreto (aquí vemos la impronta de Borges, como mismo hemos visto en el personaje de La Santa rasgos de La Maga de Cortázar).

La primera –o quizás no la primera pero sí la más clara–, referencia fílmica al famoso padre de nuestro personaje, ocurre cuando descubren bajo la cama número 7 del hospital una caja llena de recortes «sobre la estupidez humana, crímenes cotidianos» y entre ellos (solapadamente, como al descuido, pese a la unicidad de su carácter) aparece un dibujo infantil. Clarísimo puente: ¡Un dibujo! Nótese que sólo aquí Subiela hace un zoom in –lento, explícito, monosemántico– a los ojos de Rantés, a su mirada huérfana. Como tampoco es aleatorio que el mejor y único amigo de Rantés sea el Dr. Dennys, como mismo el mejor y único amigo de Van Gogh fue el doctor Gachet, que lo trató en Auvers y fue pintado por él en 1890. Otra pista: la escena en que Rantés desmenuza en un grifo del Laboratorio de Patología Cerebral un cerebro humano (buscando momentos de gozo, la primera mujer, qué quedaba de aquel hombre) no es más que la hiperbolización –nótese el primer plano del cuchillo– de la clásica tragedia de Van Gohg y su oreja izquierda: podar oreja, podar cerebro: El cuchillo es la clave (aunque quizás el enlace resulte, dentro del lenguaje elíptico del filme, demasiado ingenuo.) Pero a veces Subiela logra códigos verdaderamente surrealistas, quizá demasiado surrealistas, demasiado Buñuel. He ahí el continuo cambio de zapatos de La Santa –que es, junto a aquello de que «el hombre es la prehistoria de los oleogramas», una de las metáforas más logradas del filme–; he ahí, ¡miradlo bien!, el penúltimo primer plano del rostro de Rantés, un perfecto e inteligente trabajo de luces y sombras para que veamos, casi intuyamos, al Van Gohg de Autorretrato; he ahí también el (ab)uso de rojos y amarillos a pesar de que la historia transcurre en locaciones cerradas y sombrías, uso cromático que no exageraremos si lo achacamos a una reminiscente ambientación de la progénesis. Es infinito el código, fragmentado, concéntrico, dadaísta. El juego de Subiela es para todos, con todos, contra todos. Quizás sólo flaquea –entendiendo como tal que deja un indicio demasiado evidente– en el final, en el desenlace del filme: ¿por qué tenía que morir Rantés, como Van Gogh, por una sobredosis de cordura, incomprendido y solo? Subiela podía, en nuestra opinión, haber buscado otra forma de remedar el desenlace paterno. O tal vez, alejándonos ya un poco de la poética cinematográfica de Subiela, podría haberse valido de la fórmula hollywoodense de las segundas partes, lo que le hubiera dado un toque comercial a un filme que quizás peca de exceso de literaturidad, de tratamiento solemne y elitista. Por ejemplo (y es una mera sugerencia, por supuesto): En una última escena podríamos haber visto a La Santa con mareos, con las piernas tan hinchadas que no le salieran los zapatos, haciendo arcadas y mirando hacia el sudeste para transmitir en el último enlace a su planeta que iba a tener un hijo, un Rantesito, mientras, a golpe de saxofón, pasaran los créditos.



Caballo Blanco, La Habana,
20 DE JUNIO DE 1991,
Alexis Díaz-Pimienta

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Añadido por Alexis Díaz Pimienta el 15 agosto 2013 a las 1:24 pm

“La oralidad, la improvisación poética y el prejuicio literario” es otro fragmento de Teoría de la Improvisación Poética, un libro que verá la luz (¡al fin!) a finales de 2013, en edición ampliada y corregida por su propio autor, Alexis Díaz-Pimienta.



El Indio Naborí (derecha) y Ángel Valiente, dos de los más importantes improvisadores cubanos del siglo XX. Naborí, además, fue un reconocido escitor, Premio Nacional de Literatura en 2005, con más de 30 libros publicados y múltiples premios. Su nombre literario: Jesús Orta Ruiz.


En su Introducción a la poesía oral, Zumthor, además de advertir la tardanza con que los estudiosos se encargaron de los géneros literarios orales, recuerda que “en la mayoría de nuestras sociedades existe una bipolaridad que engendra tensiones entre cultura hegemónica y culturas subalternas” (1991: 23). Y la improvisación, por su carácter oral y popular, es otra de las tantas culturas subalternas de la humanidad, y ha sido, por lo tanto, condenada a formar parte de lo que el propio Zumthor (1991: 26) llama “culturas naufragadas”:

hace ya mucho tiempo que en nuestras sociedades se ha extinguido la pasión por la palabra viva [...] En virtud de un prejuicio ya muy antiguo en nuestras mentes y que determina nuestros gustos, todo producto de las artes del lenguaje se identifica con una escritura; de ahí procede la dificultad que experimentamos para reconocer la validez de lo que no está escrito. Hemos refinado tanto las técnicas de dichas artes, que a nuestra sensibilidad estética le repele la aparente inmediatez del aparato vocal [...]

Este arraigado prejuicio literario contra la oralidad se ha visto reforzado por otro tan antiguo como él, más nocivo aun: el prejuicio cultista contra las artes “populares”. De ahí proceden, según Zumthor, las teorías extremas que, a partir del alemán J. Meier prevalecieron en la enseñanza universitaria durante el primer tercio de nuestro siglo: todo arte “popular” no es más que “cultura naufragada” (Zumthor 1991: 26). Era la misma filosofía de Menéndez y Pelayo cuando afirmaba que los cantos del pueblo no eran buenos, que las artes eran esencialmente aristocráticas (criterio este que en buena parte ya ha sido superado, pero que lastró durante mucho tiempo los conceptos y valoraciones sobre las artes populares en general, no solo sobre la poesía). Ya Margit Frenk nos avisaba en su libro Entre el folklore y la literatura,que “la primera escuela lírica castellana –gallego-castellana– hereda géneros, temas, técnicas de la poesía gallego-portuguesa, pero no quiere saber nada de la cantiga de amigo ni de elementos folclóricos” (Frenk, 1984: 16). Y concluye: “la supresión es consciente, deliberada, y da fe de un soberano desprecio por la poesía rústica”, para enseguida citar lo que pensaba sobre la poesía Juan Alfonso de Baena, publicado en el prólogo de su célebre Cancionero,hacia 1445:

[la poesía es un] arte de tan elevado entendimiento e de tan sotil engeño, que la non puede aprender… salvo omme que sea de muy altas e sotiles invençiones… e tal que aya visto e oýdo e leýdo muchos e diversos libros e escripturas, e sepa de todos lenguajes, e aun que aya cursado cortes de Reyes…, e finalmente que sea noble fydalgo e cortés…

He aquí un retrato fiel del desprecio que sentían los cortesanos de Castilla por la poesía que cantaba el pueblo. Cita Frenk, para reforzar más este desdén, la famosa frase del Marqués de Santillana: “Ínfimos son aquellos que sin ningún orden, regla nin cuento façen estos romances e cantares, de que las gentes de baxa e servil condiciçion se alegran”1. Y se asombra (y entusiasma) Margit Frenk de que por lo menos en dicho pasaje estos cantos populares aparezcan “tratados, a pesar de todo, como poesía […], poesía no literaria: dentro del desdén, un primer reconocimiento” (Frenk, 1985: 17). En esta época, solamente en Italia (exactamente en la corte napolitana de Alfonso V de Aragón) comienzan a ser reconocidos los valores “poéticos” de estos cantares2.

La literatura oral ha sobrevivido a todos los embates de un mundo adaptado y necesitado de la escritura. Incluso su forma más olvidada y desconocida: la improvisación poética. Por eso es necesario sacudirse los prejuicios para analizar y valorar la improvisación en toda su dimensión social, artística y estética. Con esto no tratamos de jerarquizar, otra vez y a la inversa, ambas literaturas; en realidad, intentamos lo contrario: “des-jerarquizarlas”. Tanto la literatura escrita como la oral son necesarias para la cultura del hombre, por lo tanto, una y otra desempeñan un papel importante y merecen un reconocimiento independiente en nuestras sociedades.

Con el paso del tiempo y el desarrollo de la tecnología en función de la cultura (en el caso de la literatura, creación e imposición del lenguaje escrito con sus ventajas de precisión y perdurabilidad, creación de la imprenta, renovación y refinamiento de la mecánica de la escritura: de la pluma a la máquina de escribir, de la máquina de escribir al ordenador); con el tiempo, decía, en nuestras mentes se ha vuelto un tópico insospechado la superioridad de las manifestaciones literarias escritas sobre las orales, un tópico, como casi todos, insostenible. “Resulta inútil pensar en la oralidad de forma negativa señalando sus rasgos en contraste con la escritura”, se queja Zumthor (1991: 27). Y continúa: “Toda oralidad parece más o menos una supervivencia, un resurgir de algo anterior, de un comienzo, de un origen”, y advierte poco después que se confunde absurdamente oralidad con “primitividad”.

Con menos siglos de existencia, la literatura escrita ha creado, instaurado, organizado su “imperio” y ha soterrado y desterrado de las preferencias “civilizadas” a la literatura oral. La palabra escrita ha ceñido su cetro sobre la voz, y a no ser ahora, con el auxilio, útil pero peligroso, de los adelantos tecnológicos, no ha vuelto esta a recuperar su secular poderío, su presencia, para intentar así reconquistar al menos algo de su perdido “espacio acústico” (Zumthor 1991: 28).

Este prejuicio contra la oralidad está en nuestras mentes aún sin saberlo, nos es inoculado desde la infancia, desde la escuela misma, con sus métodos cada vez más gráficos y mecánicos, cada vez más alejados de los juegos retóricos, memorísticos o nemotécnicos, rítmicos o musicales (la academia de la escritura, y no la de la voz; memorización y no “memoria”). El niño moderno olvida las canciones de cuna, las rondas infantiles, los juegos verbales; desde muy temprano sus ejercicios orales se reducen a la repetición fastidiosa de los cantos oídos en la televisión y la radio, cantos muchas veces incomprensibles para su intelecto y que serán olvidados en proporción directa a su crecimiento, dejando apenas un amargo vacío en la memoria.

Pero la improvisación, en nuestro criterio, está presente en la génesis de toda actividad humana, en el momento mismo, primario, de todo acto. Más aún en la actividad estética, y literaria sobre todo. Expliquémonos. El escritor —paradigma del “no-improvisador”— en el momento mismo en que se sienta frente a la hoja en blanco (la temible hoja en blanco, como decía Mallarmé) lo que hace es “improvisar” a golpe de teclas o a mano, un texto, una idea, que luego perfeccionará, tachará, enmendará, o sea, “des-improvisará”. Ese primerísimo texto, esas primeras palabras que empuja hacia afuera, según unos la inspiración y según otros el oficio, ¿no son acaso algo hecho “de repente”, quizá, matizado por una previa preparación (mental, psíquica), pero, sin duda, repentino desde el punto de vista físico, accional? Este planteamiento es tan arriesgado como sutil, pero sabemos que la creación literaria está llena de accidentes repentinos: cuántas veces una errata mejora un texto, o uno de esos actos fallidos tan caros a Freud pone en el camino del escritor (en la hoja) la palabra exacta, impensada, como les ocurre a los poetas repentistas. Junto a los obsesivos seguidores de Flaubert y el martirologio estético, existen —aún sin confesarlo, porque se ha hecho más romántico el trabajo arduo, difícil, cincelado, como si la calidad de un edificio dependiera del tiempo que demore en construirse (y ya sabemos que escribir no es poner ladrillos, como decía Faulkner)—; existen, decía, los autores prolíficos como Víctor Hugo, que escribían lanzando folios hacia atrás y llevándolos luego a la imprenta, apenas corregidos. Y quién no ha oído hablar de la facundia del gran Lope de Vega. Y qué decir de la oratoria, tan antigua como improvisada, aunque de ella sí se encargaron los antiguos —y los no tan antiguos— de revelar algunas de sus técnicas y mecanismos. Es más, en la actualidad, Internet y todo su entramado de foros, chat, redes sociales y microbloguing (fundamentalmente, Twitter y Facebook) han rescatado prácticas de creación poética espontánea, de improvisaciones escriturales, que parecen sacadas del barroco, del post-romanticismo, del vanguardismo europeo de principios del XX: abundan, otra vez, “cadáveres exquisitos” de todo tipo y estrofas isométricas de estructura clásica (décimas y sonetos, pero también, villanelas, cuartetas, serventesios, decimillas, sonetillos, liras, silvas, ovillejos, etc.); y vuelven las creaciones breves como los palíndromos, los calambures, las greguerías, los aforismos. Abducidos por la Web 2.0 repentistas de todo tipo (troveros, decimeros, huapangueros, glosadores, payadores, regueifeiros) comienza, con timidez al principio y con fruición luego, a improvisar sin voz, a golpe de teclado, pantalla mediante, en un viaje inédito de la oralidad a la escritura. Lo curioso de este tipo de improvisaciones internáuticas es que los ejecutantes, cuando son cultores de la oralidad poética, en realidad no escriben sus versos, sino que los “cantan sin sonido”. Es decir, sus registros lingüísticos siguen siendo orales, conservadores de las leyes de inmediatez, espontaneidad y aparente carácter irreflexivo (convertido en ligereza enunciativa) propios de la improvisación in presentia, mientras el ejecutante que no viene de la improvisación oral, usa registros y cánones creativos en los que mezcla (y equilibra) la inmediatez con registros meramente escriturales (sobre todo, puntuación “accidentada”, elíptica, y referencias cultas, también de efecto elíptico). Digamos que a los improvisadores orales cuando chatean o “tuitean” sus versos se les lee en voz alta (e, incluso, se les vislumbra la gesticulación); mientras que al escritor se le lee en voz baja, sin voz ni gestos. De todo esto volveremos a hablar en las últimas páginas de este libro.

Sigamos, entonces, hablando del prejuicio. El prejuicio literario contra la oralidad está en la raíz misma del concepto “literatura”. Para todos nosotros la literatura, por antonomasia, es la escritura con valor estético, reduciéndose la literatura oral (cantada o hablada) a las restringidas y parciales denominaciones de sus distintas manifestaciones: cantos de cuna, chistes, romances, canciones, repentismo…3

Esta delimitación se da en todos los aspectos de nuestra vida cultural: una canción de Joan Manuel Serrat o de Silvio Rodríguez es eso, una canción, nunca un poemaen el concepto literario del término, aunque dicha canción en tanto obra tenga versos que estremezcan y se graben para siempre en la memoria; ni siquiera llega a ser, para muchos, un poema oral, porque este concepto es tan desconocido como la existencia misma de la oralidad como una forma de, llamémosle, “literatura alternativa”.

Si tanto prejuicio pesa sobre estas manifestaciones de poesía oral (las canciones modernas y especialmente la llamada canción de cantautor), formas reivindicadas por las casas discográficas, los mass mediae, incluso, el gusto contemporáneo, qué esperaremos para la improvisación poética, tan olvidada, tan reducida a arqueología cultural desde el desconocimiento y/o la indiferencia de las instituciones.

Entonces, la poesía oral improvisada es, profesor Armistead, más que la Cenicienta, más que la “oveja negra” de la literatura oral: es, por desgracia, el punto de desagüe de todos los prejuicios que han ido sacudiéndose, con el plumero de lo comercial, las otras manifestaciones orales.

Terminaremos citando in extenso, las atinadas reflexiones de Joaquín María Aguirre, en una reseña al libro Indio Naborí y Ángel Valiente. Décimas para la Historia. La controversia del siglo en verso improvisado, de Maximiano Trapero, editado en Las Palmas de Gran Canaria, en 1997. Dice Aguirre (en el Nº 6 de la Revista Espéculo, 2 de septiembre de 1997): 

Acto poético total, la poesía improvisada es la conjunción de palabra, música e interpretación, es ritmo: poético, musical y corporal. Acostumbrados como estamos a concebir la poesía como texto, es decir, como palabra resultante, secreción de procesos y estados anteriores, la poesía improvisada se nos antoja como una suerte de rareza. Sin embargo, así fue su estado natural durante milenios. Nuestra moderna y racional concepción de la poesía separa los procesos de creación, entendidos como de duración variable, íntimos o reservados, alejados de la mirada, del texto en sí y del acto de recepción. [...]

La poesía improvisada -el término mismo parece implicar un demérito frente al trabajo bien pensado-, por el contrario, concentra todos los momentos en uno solo, la performance o interpretación. La poesía no es algo que nos llega, sino un acto al que asistimos. La palabra es acción y acción participativa, además, palabra celebrada. […] En última instancia, la improvisación es consagración de lo constante: la forma. Pero, lejos de los formalismos experimentales modernos, la forma tradicional acoge y favorece la aparición de lo nuevo.
[...]
La belleza de esta poesía debe juzgarse de otra manera. Leyéndola no podemos captar su intensidad, que es la del momento en que se produjo. Por mucho que lo intentemos, no podemos ponernos en aquella situación, no podemos experimentar la sucesión, la sensación de tiempo denso que experimentaron los que asistieron a aquel enfrentamiento. 



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1 La frase del Marqués de Santillana pertenece al célebre Proemio e carta al condestable de Portugal, fechado entre 1445 y 1449.

2 “Y fue justamente en la corte napolitana de Alfonso V de Aragón donde se apreció por primera vez de lleno el valor poético y musical de la poesía popular española y donde se inició un movimiento de apreciación de esa poesía cuyas proporciones e intensidad no han vuelto a tener paralelo en España […] Unos cuantos años después encontraremos ya en pleno auge, en la corte de los Reyes Católicos, la moda poética popularizante” (Frenk, 1985: 17-18).


3 Aunque esta preocupación sea solamente nominal y carezca de mayor importancia, es curioso que ni siquiera exista el recurso metonímico en la nomenclatura crítica de la literatura oral, como sí ocurre, por ejemplo, en la escritura. Cada una de las manifestaciones orales excluye, por diversidad esencial, a las otras, algo que no ocurre —o puede no ocurrir— en la literatura escrita: la poesía puede ser narrativa, como la narrativa puede ser poética, por lo tanto, puede llamársele escritor o literato lo mismo a un narrador que a un poeta, y de este modo, por simple metonimia, referirnos al todo (la literatura), mencionando solo una parte (la poesía o la narrativa). Esto no ocurre en la literatura oral. No existe, de igual modo, en nuestras mentes, un literato oral: existen, por separado, diferentes artistas de esta literatura: cuentero o cuentacuentos, repentista, romancero, cantautor, monologuista, rapero, narrador oral escénico.
ago
12
Añadido por Alexis Díaz Pimienta el 12 agosto 2013 a las 4:16 pm




Ha muerto un grande, un maestro, un gran amigo: Samuel G. Armistead (1927-2013), hispanista, folclorista y medievalista estadounidense. Sam Armisead, como lo llamábamos quienes lo conocimos, fue una de las personas más sabias que he tratado, sabia en el sentido más amplio de la palabra “sabio”. Un erudito entrañable. Durante muchos años fui “su alumno” sin él saberlo. Me leí cuanto ensayo o artículo del profesor Armistead cayó en mis manos, después de descubrir su interés por la improvisación poética y sus magníficos escritos sobre el tema. Había sido, durante décadas, un enjundioso hispanista y romancerista, y fue de los primeros que, tras “descubrir” la improvisación poética, dio el salto, y el carpetazo (casi equivalente a un golpe seco sobre la mesa) para que los académicos miraran con otros ojos a este “arte menor”, tan preterido y pisoteado. Fue Armistead quien dijo por primera vez aquello de que la improvisación era “la Cenicienta”, “la oveja negra” de los estudios sobre oralidad, y quien se encargó, solo con decirlo, de que la situación revirtiese. A él debemos mucho todos los amantes de la poesía en general, y de la improvisada en particular.

Nos conocimos en Belgrado, Rumanía, en un Congreso sobre tradiciones orales e improvisación que organizaron la Universidad de Belgrado y el Instituto Cervantes. Era, creo, el año 2006. Imaginen lo que supuso para mí estrechar la mano y estar largas horas de charla y aprendizaje (siempre aprendizaje) con el gran Sam Armistead. Creo que tuve la misma sensación que me hubiera embargado si me encentro una tarde, en una esquina cualquiera y de improviso, con Quevedo, o Vallejo, o Borges, o Martí, algunos de “mis santos”. Pero Armistead era lo más lejano a un santo o a un divo académico que puedan imaginar. Parecía un abuelete, bonachón y contento. Parecía un abuelete disfrazado de pirata, con su parche legítimo y sus andares de Lobo de Mar, cansado pero sabio. Recuerdo que el grupo de congresistas avanzaba por las calles de Belgrado, y yo me quedaba detrás, con Sam, escoltándolo y escuchándolo, caminando a su ritmo. Siempre éramos los últimos en llegar al autobús. O al comedor. O a la sala de conferencias. Y se reía mucho. Era tan ocurrente que se reía de sus propias ocurrencias y de las de los otros. ¿Qué más puede pedirse? Al menos yo estaba deslumbrado con aquel sabio feliz disfrazado de pirata, que hablaba un español fluido entrecortada por carcajadas tímidas. 

Y lo mejor de todo, lo más grande, fue improvisar delante de él. Improvisar con Armistead delante fue lo más parecido a leer un poema delante de Vallejo o de Borges, o tocar el piano frente a Mozart: una locura hermosa, un acto tan temerario como alucinante. Me acompañaron en aquella aventura mis colegas Yeray Rodríguez y Emiliano Sardiñas, el músico José Luis Martín Teixé y el profesor Maximiano Trapero, como maestro de ceremonias. Había muchas grandes plumas de la investigación literaria entre aquel público, pero, sin duda, las mayores reacciones, risas y aplausos, fueron las de Armistead, feliz de estar viviendo, in situ, uno de los actos de creación poética espontánea que tanto había estudiado. Y nosotros felices. Su felicidad compartida, contagiosa, nos hacía felices. De aquella velada, y del aquel congreso en Belgrado quedaron fotos, textos, alguna grabación sonora. Pero para mí, para muchos, quedó el recuerdo indeleble de haber conocido a un sabio en vida, y de haber comprobado que la inteligencia y la bondad, la inteligencia y la humildad, la sabiduría y el don de gentes no siempre están reñidos.

¡Adiós, maestro! Seguiremos leyéndote.


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SAMUEL G. ARMISTEAD

Se doctoró en la Universidad de Princeton en 1955 en literatura española y filología románica. Enseñó en Princeton, en las Universidades de Pennsylvania, Purdue y la Universidad de California en Los Ángeles (UCLA). Hasta su fallecimiento el 7 de agosto de 2013 fue profesor distinguido de literatura española en la Universidad de California, Davis. Los campos de investigación que le interesaron especialmente incluyen la lírica primitiva, la historiografía medieval, la dialectología hispánica, la épica castellana y el romancero viejo y tradicional. Realizó numerosas encuestas de campo sobre la literatura oral de las comunidades sefardíes de Marruecos y Oriente, además de comunidades en Portugal, Israel, y varios sitios en Estados Unidos. En 1957, inició un proyecto colaborativo para recoger, editar y estudiar, desde una perspectiva comparativa, este cuerpo masivo de literatura oral hispánica. Desde 1975 también realizó investigaciones de campo en las comunidades de habla hispana en Luisiana. Publicó ampliamente sobre su lenguaje y literatura oral. Estudió en especial el Romancero judeoespañol y morisco
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Añadido por Alexis Díaz Pimienta el 9 agosto 2013 a las 2:39 pm

Otro fragmento del libro Teoría de la Improvisación Poética, de Alexis Díaz Pimienta, editado por Scripta Manent, 2013.




Johan Huizinga
Noam Chomsky
Gianni Rodari



Por último, arriesgaremos y compartiremos nuestra “teoría del tobogán”. Como ya hemos dicho, muchas veces el trabajo del improvisador poético, una vez que domina la estrofa y tiene fijados sus moldes (prosodia y estructura) responde más al impulso acústico y al imperativo sintáctico que a la estructuración consciente del poema. Es lo que sucede, por ejemplo, en la improvisación hablada, o en la seguidilla cubana cantada a ritmo acelerado. El poeta, ya “subido” en el ritmo y en la estrofa, se “deja caer” como si estuviera trepado a un tobogán lingüístico, estrófico, se deja caer y se desliza por el texto oral, agarrado con fuerza a sus dos bordes: el rítmico (versos octosílabos y estructura abba.ac.cddc) y el homofónico (rimas consonantes); agarrado con fuerza a estos “limites” (que a la vez le señalan el camino y le evitan salirse del tobogán, caer al vacío) el improvisador deja fluir el pensamiento, “cierra los ojos” y se deja guiar por una estructura fija, predeterminado e inamovible, algo que a la vez funciona como dificultad y garantía, como resorte creativo. Si alguna vez habló Bousoño sobre “belicosidad del lenguaje” he aquí la prueba mayor. La improvisación continua, sin interludios musicales, “casi sin pensar”, no es más que, en términos cinematográficos, un plano secuencia en el que se “ve” sobre el tobogán de la música cómo se deslizan las estrofas, los versos, las palabras, y cómo, apretados, apelotonados encima de ellas, inadvertidos para los oyentes y para el propio poeta, viajan Bousoño (y su “belicosidad del lenguaje”), Zumthor (y su “estilización del impulso sin romperlo”), Chomsky (y sus “estructura profunda y estructura superficial”), Huizinga (y “la poesía como juego”), Rodari (y “la china en el estanque”), Dámaso Alonso (y la “correlación progresiva”), y, por supuesto, Aristóteles, Platón, y hasta los neorretóricos, todos acomodados en el cerebro del improvisador que es lo único que se “ve”, o en su lengua, que es lo único que se “oye”. Aunque parezca infantil, mi “teoría del tobogán” ayuda a explicar muchos de los misterios del repentismo , sobre todo, del repentismo hablado (sin interludios musicales = tiempo de elaboración) y de la seguidilla cantada (impulsada por la música y/o por las palmas del público), y es una teoría que me ha sido muy útil como herramienta pedagógica, insertada como ejercicio dentro del Método Pimienta para la enseñanza de la improvisación. La teoría del tobogán también explica los casos de improvisación “inconsciente” (no automática: nada que ver con las teorías surrealistas de Tzará y compañía), esos hallazgos “accidentales” que a veces sorprenden al propio repentista (aquel “¡tú no sabes lo que dicho!” que me gritaba mi padre cuando yo era un niño). El poeta ya tiene tan asumido, tan incorporado el elemento estructural, que es capaz de “darle las llaves” al cerebro para que entre solo en los dominios de la creación poética. Y lo logra. Es el cerebro, no el poeta (para regocijo de Damasio) quien hace el poema, quien crea la décima, quien busca y encuentra las palabras, las rimas, los argumentos, los recursos literarios, y los embute en un molde perfectamente identificable (en nuestro caso, décimas). Esta es, a mi juicio, la máxima expresión del repentismo, el certificado para ser un mester de improvisación, un rethér epéon repentista: cuando un improvisador es capaz de treparse al tobogán (con música o sin ella) y elaborar equis cantidad de estrofas en el modo “piloto automático”, cuando le damos las llaves al cerebro y él entra solo “en casa” y se sirve los vocablos, las rimas, las ideas que quiere. Por eso la mejor manera de aprender a improvisar es entrenar, practicar, adiestrar el cerebro para que lo haga, para que improvise por ti cuando haga falta: luego a ti solo te queda decidir qué tipo de improvisación querrás hacer: de mayor o menor calidad poética (con recursos que potencien lo lírico), con mayor dramatismo o nivel comunicacional.  

ago
08
Añadido por Alexis Díaz Pimienta el 8 agosto 2013 a las 6:44 pm


Otro fragmento de Teoría de la Improvisación Poética (Tercera Edición. ampliada y corregida). Alexis Díaz-Pimienta (Scripta Manent Ediciones, 2013)


Siempre he pensado que cuando un oyente, sabedor de que el repentista improvisa décimas (estrofas de 10 versos octosílabos, con obligada rima consonante), a la hora de poner un pie forzado busca y rebusca un verso cuya palabra final no tenga rimas perfectas, o cuyas rimas sean escasas y difíciles, solo hace una flagrante demostración de su ignorancia, además de un desconocimiento y un irrespeto total a “las reglas del juego”. Ponerle a un repentista un pie forzado que no tiene rimas es como aguantarle las cuerdas de la guitarra a Paco de Lucía, o Leo Bwower, y pedirles que toquen, que si es verdad que son buenos guitarristas, toquen; es como meterle una mandarina en la trompeta a Dizzy Gillespie y decirle que sople, que si en verdad es tan buen trompetista, haga su solo entonces. No tiene sentido. Pero ocurre. Muchas veces como un juego de mala fe, otra con cierto mala fe disfrazada de juego, de “gracieta”. En general, casi siempre, el repentista ya no tiene que probar nada, no está probando nada, a no ser la incuestionable capacidad para crear estrofas nuevas desde versos a ajenos. Solo juega a eso. ¿Pero a qué juega el ponente? ¿Qué quiere probar? El repentista nunca ha dicho ni pretende demostrar que se sabe y conoce todas las palabras ni todas las rimas del idioma. Solo quiere probar y juega a hacerlo, que es capaz de buscarlas y encontrarlas, ordenarlas en un nuevo discurso. El repentista sabe, conoce (por estudios por por titulación empírica: la más legítima de todas) que hay palabras fénix (sin rimas consonantes), y que debe evitarlas. Y las evita. El ponente que pone un verso con una de estas palabras también lo sabe (la mayoría de las veces: dejemos un margen para el vocablo “accidental”) y al ponerla ejerce de tramposo en un juego cuyas reglas había aceptado de antemano al participar del encuentro con el repentista. Mi pregunta ha sido siempre, visto desde el lado del improvisador: ¿qué busca, qué pretende quien lo hace? ¿Demostrar algo tan baladí, por obvio, como que el repentista no conoce todas las rimas del diccionario? ¿Qué gana un espectador si le mueve la cuerda al funambulista cuándo este cae al suelo? ¿Qué satisfacción puede sentirse? Es muy raro. La gracia, el mérito, lo loable de la improvisación de pies forzados está en todo lo contrario: en la colaboración del ponente con el ejecutante. Es otro caso de cooperación interloctiva, solo que a niveles macroestructurales, estrófícos, no léxicos. Mientras mejor, más hermoso y más poético (o incluso, misterioso) sea un verso impuesto, mejor, más hermoso y poético será el poema resultante improvisado. Así ha sido desde el Siglo de Oro. Los niveles, grados y tipos de dificultad de un pie forzado pueden ser varios, pero el fónico, el fónico-rimal, es el único que desmerece el ejercicio en todos los sentidos. La dificultad puede ser sintáctica, cognitiva, semántica, psicológica, sociológica, psico-sociológica, pero nunca del tipo “vocablo fénix”, del mismo modo que nunca la dificultad del funambulista debe pasar porque le corten o muevan la cuerda floja. También en esto lo que impera, ahora mismo, es el desconocimiento. También falta, y es perentorio, una educación del público. En la medida en que los oyentes seleccionen y dicten mejores pies forzados, se improvisarán décimas de mejor factura, a la altura de lo que exigen las expectativas y las tradiciones. Y este proceso de re-educación comienza en los mismos repentistas, que deberán ser capaces, al menos en cierta etapa, de no temer al tono didáctico, instructivo, que deberá primar, rechazando incluso, sin complejos, aquellos versos chuscos, vacuos, que ya por la rima, ya por el mensaje, estropeen la estética de tal ejercicio creativo. Nadie debe asistir a concierto de jazz con una mandarina; y en caso de llevarla, lo que no debe hacer, nunca, es meterla en la trompeta del ejecutante.