Prólogo del profesor e investigador José Manuel Pedrosa para la edición española de “En un lugar de La Mancha” (mi versión de Don Quijote en Verso”), que saldrá editado en Scripta Manent Ediciones, 2016).
El Don Quijotecervantino y todo su abigarrado y novelesco acompañamiento de personajes y peripecias han sido objeto ya de tantas versiones, inversiones, traducciones, adaptaciones, reescrituras, recreaciones, continuaciones, que quien todavía no se haya sumergido en las páginas de esta que nace ahora podrá albergar la duda de si será oportuna y necesaria alguna más. Y de si estará a la altura de su excelso modelo, y de los hitos mejores de la larguísima e irregular parentela que ha dejado sembrada en las letras (y en el cine, la música, las artes figurativas) universales. La duda, si la hubiera, quedará disipada tan pronto se introduzca el lector en las entrañas de este libro y pueda por sí mismo apreciar que sí que queda a la altura, y que sí desprende el fulgor que toca a muy pocos de los dobles que, desde muy temprano (desde el muy madrugador y malévolo Quijotede Avellaneda) hasta hoy se han ido desglosando del Quijotede Cervantes.
El Don Quijoteque ahora alumbra Alexis Díaz Pimienta es un canto de amor tan fiel al Don Quijote de hace cinco siglos que nos hace sentir no como traición, sino como sutil y gentil contrapunto que ha estado todo ese tiempo madurando, macerando, esperando su momento, el espacio en blanco que sigue a la pausa versal y la traviesa inventiva que destilan sus estrofas. Porque el Don Quijote de Alexis Díaz Pimienta tiene en común con el de Cervantes algo de lo que casi ningún otro de sus avatares se puede preciar: los dos son hijos de ingenios y sensibilidades que vivieron inmersos en culturas esencialmente orales, reminiscencias de mundos que fueron en buena medida sonoros antes de que se desvanecieran, en el camino abajo que va de la voz a la letra, los timbres, tonos y ritmos —y ruidos, gritos y estruendos— que no pueden encontrar reflejo fidedigno en la escritura.
Me explico: uno de los méritos que hacen grande al Quijoteen prosa de Cervantes es que logra imitar el ritmo de la voz oral como muy pocas obras de su tiempo: como los más desenvueltos pasajes dialogados de La Celestina y del Lazarillo, acaso. Y que puede ser percibido —también— como una cadena de paisajes sonoros que cubren desde el tono de confidencia pausada de las frases iniciales —las de “En un lugar de La Mancha…”— hasta los secos golpeteos, agravados por la noche, del capítulo de los batanes, o la barahúnda de gritos plebeyos de la escena de la liberación de los galeotes, o el temblor desvanecido del testamento y la muerte del agotado hidalgo. El Quijotede Cervantes está rebosante de voces, ruidos, armonías (y disonancias) que ocupan a veces el primer plano y que son otras veces fondo apenas intuido, que acaso solo podrá descodificar con precisión quien haya sido testigo alguna vez de algún amanecer en algún pueblo manchego —con sones lejanos de gallos, perros, ventanas y despertares—, o quien se haya reído en alguna ocasión ante algún bullicioso manteo de peleles de los que todavía hoy son tradicionales en algunos carnavales campesinos de La Mancha: Tomelloso, Miguelturra, Calzada de Calatrava…
Cervantes fue hombre de muchas lecturas, pero mucho más lo fue de oído sutil y atento. Y su tiempo fue de unos cuantos libros y de infinitas voces, ruidos y sones. A su Quijotebien se le nota eso: que es una sucesión de conciertos y de desconciertos que pugnan por evadirse de la reclusión silenciosa del libro impreso. De manera que el mudo destilado que ha llegado hasta nosotros solo puede ofrecernos una imagen muy disminuida —y, con todo, genial— de cómo sonaba la época en que él vivió.
Alexis Díaz Pimienta es hombre, como Cervantes, de muchas lecturas. Pero mucho más lo es de oído despierto y de voz música. Y el tiempo y la geografía de los que viene —la Cuba guajira y agreste, en que los niños aprenden primero, de oído, a componer y cantar décimas, y después se enteran de que la décima puede ser puesta, subsidiariamente, por escrito— son, también, celebraciones primarias de la voz, apoteosis sin desmayo de lo sonoro. Experimento intrigante y fascinante el que se nos ofrece aquí: el de poder contrastar, a la vuelta de cinco siglos, cómo dos (in)genios que vienen del mundo y del ritmo de la voz han sido capaces de embutir el sonido que es la madre de todo en la taquigrafía esquemática de lo escrito.
En el Quijoteen verso escrito de Alexis Díaz Pimienta se echa de menos, posiblemente, el son de la guitarra, o el del tres, el laúd o el timple que, de tanto seguirle en un sinnúmero de guateques campesinos cubanos, y en tantas veladas musicales que han tenido por escenario el ancho mundo, se han quedado adheridos a la entraña más profunda de sus versos. En realidad, cualquier instrumento muy bien manejado —hasta un piano— le sentaría bien: el verso, y más el verso de Alexis Díaz Pimienta, pide música. En el Quijote en prosa de Cervantes notamos el hueco, también, del timbre, la entonación, los respiros que debería concederse, cuando disfrutase contándolo a sí mismo o a algún próximo —porque, en el Quijote, la letra era el soporte del narrar—, la voz cansada de su autor. Sueño sobre sueño: ¿qué voces características y qué ruidos y músicas que nunca olvidó habría escuchado por ahí, en su vida dilatada y agitada, Cervantes? ¿Cuáles de ellos habría seleccionado, trasvasado, impuesto con arte de ventriloquía, para sus personajes y peripecias novelescas? ¿A qué inusitados conocidos suyos le habrían robado las voces el don Quijote y el Sancho que él oía hablar en su imaginación? ¿Y de qué manera pronunciaría él las palabras de ellos, en sus lecturas de viva voz?
“El placer de contar historias y el goce de escucharlas” es la etiqueta feliz con que la maestra Margit Frenk, en un libro muy reciente —Don Quijote ¿muere cuerdo? y otras cuestiones cervantinas, 2015— ha resumido el juego poético al que se entrega con pasión la obra maestra cervantina. Al Don Quijote en verso de Alexis Díaz Pimienta que nace ahora, añadiendo a una voz y a una pátina de siglos los tonos y los colores de una invención nueva y desbordante, le cuadran muy bien todas y cada una de esas palabras, menos una. Porque, en este Quijote, el contarse hace cantar.
José Manuel Pedrosa
(Universidad de Salamanca)