"Uno de los mejores narradores cubanos de la hora presente"
(Juan Bonilla)

Del Blog de Díaz-Pimienta

ene
23
Añadido por Alexis Díaz Pimienta el 23 enero 2016 a las 4:10 am
Esta semana (del 18 al 25 de enero de 2016) he regresado a Colombia, a participar en el Carnaval de las Artes de Barranquilla (la hermosa Barranquilla) y aquí me he reencontrado con varios amigos paisas (antioqueños), que me recordaron mi relación de amor con esta ciudad,a partir del ya lejano año 1994. Sobre todo, el cautautor Carlos Alberto Palacios (“Pala”), los trovadores Germán Carvajal y Leonardo Jiménez, aunque también la paisa adoptiva Consuelo Posada Giraldo, profesora y gran amiga. Charlas, risas, poemas, canciones, me recordaron que siempre tengo una cita pendiente con la Ciudad de las Flores, y me obligaron a buscar estos poemas de mi libro Pasajero de tránsito (1996), un emotivo y dolido homenaje a esta ciudad de Antioquia. Espero que los visitantes de mi cuarto lo disfruten.


Con el poeta colombiano Juan Manuel Roca, en Barranquilla
(22 de enero de 2016)


En un café de Medellín


Llegas, te sientas, pides una cerveza,
miras las piernas de la joven que hojea el periódico,
piensas, de pronto, que La Habana es muy triste,
que ni siquiera tiene un sitio donde sentarse así,
a beberse el tiempo, y entonces te das cuenta de las fotos.

En un Café de Medellín, tu rostro.
Reconoces la antigua cicatriz,
el leve parpadeo detenido en el tiempo, reconoces y temes.
Nunca antes habías venido a la ciudad,
pero ahí estás, mirándote.
Fotos de tu vejez y de tu infancia,
fotos de tu vida anterior y de tu vida próxima,
fotos insólitas, llenas de polvo coagulado y llanto seco.
Bebes, miras hacia los lados
(temes, ahora, que alguien más te reconozca).
En un Café de Medellín, tus fotos.
Fotos donde posando frente a ti, sonríes.

Medellín, mayo y 1994

…………….

Las noches de Medellín
                     para Carlos A. Palacios


Tus noches, Medellín, son largas, lentas,
se acuestan muy temprano, duermen solas,
con un viejo ronquido de pistolas
en las calles vacías y violentas.
Tus aceras son camas (como imprentas
abandonadas): viejos, niños, colas
de fantasmas que exigen sangre y «bolas»
a la hora de «fumar» y saldar cuentas.
Qué pena no pasear tus avenidas,
tus bares, tus portales, tus estrellas:
Qué lástima tus fiestas a escondidas.
Qué pérdida de espacio y horas bellas.
Tus noches, Medellín, hablan dormidas,
y en sueños piden vida para ellas.
Medellín, mayo y 1994

………….

La muchacha de los ascensores


Siempre hay una muchacha
que llega al ascensor en el último instante
para que alguien, gentil, detenga con la mano
la puerta automática.
En Madrid, en Bogotá, en la Habana,
en un hostal de Órgiva o en un hotel de Medellín.
Siempre hay una muchacha, y es la misma.
Lo he descubierto casualmente.
Le he dicho: —Ya te esperaba, entra.
Y ella, con disciplina de muchacha atrasada,
se ha acomodado al fondo, donde siempre.
Todos la miran de soslayo, pero luego la olvidan.
Ella nos mira a todos con familiaridad,
con la certeza de hallarnos en el próximo ascensor,
dentro de poco.
Le he dicho: —Ya te esperaba, entra.
Pero ella sabe que la he esperado en todas las ciudades
y que esta escena se repetirá hasta el último edificio.
En Cartagena del Caribe y en Cartagena del Mediterráneo,
en México, en Milán, en La Habana de nuevo.
Sonríe y no me mira.
Ha descubierto que también soy el mismo:
el oportuno dueño de la mano que detiene la puerta.
Sonríe y no me mira. Así está bien.
Si se distrae, puede ocurrir que llegue
antes de tiempo, al próximo ascensor,
en cualquier parte.

Medellín, junio y 1994


…………….

La espera


Una muchacha espera bajo una sombrilla y el amante no llega.
Llovizna sobre la impaciencia de sus ojos sin fondo
y el amante no llega.
Ella lo sabe: es el ritual de los días de lluvia.
En cada esquina de la ciudad una muchacha idéntica,
en posición idéntica, espera a un amante distinto.
Algo sucede. Algo justifica su soledad
y el estoicismo de la lluvia.
El verde y el azul se confabulan,
las arepas, los buses, los cadáveres,
los balones de fútbol, los maniquíes, las frutas…
todos se confabulan para que la muchacha,
aunque llegue el amante,
continúe inmóvil bajo su sombrilla
todas inmóviles bajo sus sombrillas—,
viendo cómo llovizna en Medellín,
cómo llovizna en Medellín, Dios mío…

Medellín, junio y 1994

……………

Visita del petirrojo


Como si el mundo comenzara
bajo este árbol donde está el petirrojo,
y nosotros fuésemos un grabado intemporal sobre la hierba,
mirándonos extáticos como dos colegiales:

Así, el agua de la alberca recita su mansedumbre líquida;
así, los niños corren sobre el césped;
así, el guarda silba su impaciencia monótona;
así, la sombra de los árboles endulza el paladar:
como si el mundo terminase bajo este mismo árbol.

Medellín, junio y 1994

…………….

La coartada


A la hora del crimen, yo estaba sentado a merendar
sobre los ojos de dos niños.
A la hora del crimen,
yo estaba sorbiendo dos miradas
de cuatro o cinco años.
A la hora del crimen,
yo no tuve valor para dejar
un poco de mi jugo.
A la hora del crimen,
miré el reloj, tosí, me arreglé la corbata.
A la hora del crimen,
pagué al mesero y usé la servilleta, normalmente.
A la hora del crimen
los niños continuaban allí, estáticos, mirando el crimen.
A la hora del crimen
me fui pisoteando su sed, su hambre, su inocencia.
A la hora del crimen
y en el lugar del crimen, lo confieso.

Medellín, junio y 1994

……….

La otra violencia
                  a Rafael Ángel Cos y Rafael Buzón


Y todos nos tiramos contra el suelo, sobre la realidad,
porque nadie se creía culpable.
Vendedores de frutas y transeúntes,
muchachas de frágil coquetería,
niños «trabados» con sus propias caries;
todos hundimos la cabeza entre los brazos y el cemento,
imaginamos el agujero en el pecho de otro,
y estrujamos entre los párpados la prensa de mañana.
Sólo la joven que tocaba el violín,
con el estuche abierto como una boca larga,
continuó su plegaria de jazz y desespero.
Se agujereó la música, cayeron a sus pies los pedazos de aire,
se mezclaron arpegios, sangre, lágrimas.
Luego nos levantamos, nos sacudimos sobre la realidad
y nos marchamos con indiferencia
(porque nadie se creía culpable).

Sólo la joven que tocaba el violín
nos miraba, acusándonos.


Medellín, junio y 1994
ene
23
Añadido por Alexis Díaz Pimienta el 23 enero 2016 a las 2:39 am
FOTO TOMADA DE “Cambios en Cuba”:
http://cambiosencuba.blogspot.com.co/2009/02/blog-post.html

en esta ciudad todo el mundo lleva una guitarra al hombro
o una mochila con forma de neumático o un pedazo de mar
y a todos nos parece lógico imprescindible incluso
te sientas en 23 y G y ves pasar
golondrinas y piedras con la misma ropa
flautas y calcetines
pájaros tristes como globos sin aire
en esta ciudad a todo el mundo
le hace falta un padre
o está buscando un padre de recambio
por eso las muchachas se afeitan hasta medio muslo
y los jóvenes cantan viejas canciones que hablan
de sexo sin nombrarlo
en esta ciudad se llora de vicio
se hambrea de vicio
se coleccionan viejas cajetillas de cigarro
y tachuelas de zapatos
comidas por el óxido / sin embargo
los turistas sólo ven nalgas jóvenes
y dentaduras sin cariar
banderitas y arena (demasiado prosaico)
sobre la espalda de un camión
fornican moscas nacionales
que nadie ve ni espanta
sobre la mesa de un burócrata
se masturban guasazas y polillas
en cada comisura del locutor televisivo llueve caca
pero caca de murciélago
caca guiada por el eco
por la gravedad de las palabras / ¡ñooooó!
y todos tan felices
por 23 y G pasan todos felices
son jóvenes y viejos y niños y bebés
y esperma que todavía no ha conocido óvulo
y óvulo tímido / que espera ir a la iglesia
y ombligos en espiral y tobillos esdrújulos
y narices con demasiados orificios
para tan poco oxígeno
son espaldas circulares
y máscaras máscaras máscaras
máscaras máscaras / ¡ñooooó!
que se saludan que se saludan
que se saludan que se saludan
como si no pasara nada
como si fuera necesario
que un poeta escriba
apoyado en la espalda de una monja
necesario y útil / natural
algunos me saludan incluso
hola poeta”
tú como siempre”
no entiendes nada”
¿cómo es que no llevas una guitarra al hombro?”
y se parten de risa / risa estilo Hollywood
risa llena de fisuras
y las fisuras llenas de lágrimas
y las lagrimas llenas de musgo
y el musgo lleno de uñas
y las uñas llenas de recortes de periódicos
y los periódicos llenos de muertos y de buenas noticias
y las buenas noticias llenas de caca
y la caca llena de espejuelos
y los espejuelos llenos de poetas como yo
que se suicidan cada tres segundos / ¡ñooooó!
ahora mismo / ya / otra vez soy cadáver
la gente pasa feliz por 23 y G
y yo soy cadáver / cadáver joven
cadáver bien vestido y con un lápiz en la mano
cadáver lindo / de exposición / de sábado
cadáver de sábado a las cuatro de la tarde
todos me miran y comentan bajito
qué buen cadáver”
les doy envidia
quieren los vivos parecerse a mi cadáver joven
oigo cómo lo dicen
veo que toman notas y me hacen fotos
incluso un turista que está haciendo el amor con una colegiala
saca la cámara y me hace fotos
pedofilia / necrofilia / negrofilia
pedonecronegrofilia
pero a nadie le importa
todos somos felices
a pesar de la escasez
a pesar del miedo
a pesar de los tímpanos sucios
a pesar de los poetas muertos
a pesar de la amenaza de guerra
a pesar de la guerra
felices en 23 y G
en una mesa sucia llena de moscas
que fornican como hombres
como hombres preñados
como hombres preñados
que parirán un miércoles
¡ñoooooooó!
siempre que miro mi reloj es miércoles
para todo el que pasa por 23 y G es miércoles
señores / esto está malo / muy malo
creo que nadie tendrá fuerzas
para cargar una guitarra el jueves próximo

ene
12
Añadido por Alexis Díaz Pimienta el 12 enero 2016 a las 7:43 pm


No quiero pensar, no quiero atormentarme. Sólo mirar, mirar, mirar, sentir por última vez que todo esto me pertenece, que este barrio mierdero y orillero, con mala fama en todo San Miguel del Padrón, es también mío, mi barrio, mi verdadero y definitivo sitio en el mundo. Ando despacio, con la manos en los bolsillos, por la acera, aunque con ganas de caminar por medio de la calle, como El Alcalde, aquel loco famoso en todo San Miguel porque tenía complejo de guagua, y frenaba, arrancaba, tocaba el claxon y doblaba en las esquinas a una velocidad increíble, sus grandes pies descalzos y endurecidos de tanto andar sobre el asfalto, el labio inferior desproporcionado de tanto imitar bocinas y trompetas. Era un hombre alto y fuerte el Alcalde, un negro oscuro como el asfalto que pisaba, con pantalones rotos en el fondillo y siempre remangados, con la camisa parcheada y sin botones, siempre anudada a la altura del ombligo; el Alcalde, el pobre, una guagua humana que acabó sus días bajo las ruedas de otra guagua, una 8, bajo la culpa de un chofer que era nuevo en la ruta y no lo conocía, ignoraba que el Alcalde salía precisamente de la esquina de Otero, que se paraba sobre la acera y calentaba los motores durante tres minutos, tal vez cuatro, para luego accionar el claxon (su bemba salpicando la risa de la gente) y salir chillando gomas. Daba dos o tres respingos en el mismo lugar, a manera de impulso, y arrancaba a la increíble velocidad de sus zancadas locas. El Alcalde doblaba sin sacar la mano ni poner intermitente, como siempre. Pero aquel chofer era nuevo, no lo sabía, era nuevo en la ruta y nadie se lo había dicho. Los huesos y la sangre del Alcalde lo sorprendieron tanto como a nosotros que él no dejara (como era lógico) que la guagua humana pasara primero. Ese fue su final, el desgraciado fin del loco más popular del barrio. Y yo no es que quiera competir con él, pero este es mi barrio igual, me pertenece. Después del accidente me mudé a la mismísima calle Otero, muy cerca de la antigua casa del Alcalde, y durante todos estos años he soñado con un momento así: andar descalzo por mitad del asfalto. Qué sensación, qué gusto. Yo no estiro la bemba para imitar el claxon, yo no doy tres respingos para coger impulso, no no llevo los pantalones rotos ni la camisa remangada, yo no soy una guagua: soy un taxi. Y ahora que siento a mis espaldas el ruido inconfundible de la ruta 8 –mi ruta hasta el fatídico día en que arrollé al Alcalde–, no me voy a quitar, no me voy a quitar, no me voy a quitar, no me voy a quitar, no me voy a quitar, no me voy…





ene
09
Añadido por Alexis Díaz Pimienta el 9 enero 2016 a las 12:36 am
En el ya lejano año 1989 tuve la suerte de ganar en La Habana el Premio Nacional de Cuentos “Ernest Hemingway” con un manojo de cuentos encabezados por “Huitzel y Quetzal”, una historia de amores imposibles. Luego, en 1991, con este mismo cuento y algunos más, obtuve el Premio Nacional “Luis Roguelio Nogueras” y vi, por fin, mi primer libro impreso, en la habanera editorial Extramuros. Han pasado 25 años. Y 35 libros. Y pocos lectores, creo, conocen este cuento que dio título al libro y que fue, de cierto modo, el germen de mi primera novela, Prisionero del agua (Alba, Barcelona, 1998). Así que como regalo de principios de año, en este 2016 que recién estrenamos, nada mejor que “empezar por el principio”. 



Por casualidad, un joven sube a un ómnibus al que nunca había subido. Por casualidad, decide quedarse allí, junto a la puerta, donde descubre a una muchacha que a su vez lo descubre. Por cosas del azar, se vacía un asiento junto a esa muchacha. De manera casual, él, que siempre es tan tímido, se siente donjuanesco. Casualmente, esta noche está solo en su cuarto. Casualmente Maritza no es como otras mujeres. Y por casualidad, empieza a amarla.

La botella vacía delante de Gervasio, que trata, inútilmente, de alzar la cabeza. Maritza anda desnuda por su mente entre tragos de ron y canciones del Benny. Maritza que hace un mes no aparece, que lo dejó plantado aquel domingo, que seguía costándole, pero ahora en Carta Blanca.
El Ali-Bar era una mezcla informe de Maritza y botellas, de Maritza y humo, de Maritza y Maritzas. Benny Moré llegaba, se sentaba a la mesa de Gervasio y cantaba sólo para él, vidaaaa… desde el día en que te vi…, porque el Benny es su socio, no he visto un ser igual, vidaaa…, lo comprende y bebe un trago, dos. Entonces Gervasio le describe a Maritza, comienza a hablar de ella, y el Benny ordena que se detenga la orquesta para seguir bebiendo y enterarse, achicando los ojos saltones y enfatizando una erre alcohólica, ¡brrrrrindemos porrr Marrrritza!
Gervasio tiene movimientos torpes, parece un mal actor sobreactuando la curda. Claro que ella lo ama, ah, si la vieras… con el pelo cayendo así, como al descuido… y los labios… no se parece a nadie… Ma-hip-za… Ma-hip-za…, y le gotea el bigote sobre la barbilla. Luego el Benny lo ayuda a levantarse, lo aupa casi, dejando el bastón sobre la mesa y estrujándose los anchos pantalones con el cuerpo dormido de Gervasio. Los arrastra a los dos (a él, y a Maritza dentro de él), los deja en la puerta de cristal, los ve alejarse, y sin volverse golpea fuerte, a ritmo, su izquierdo zapato de dos tonos sobre el piso, para que entre la orquesta luego del tercer golpe, te he pedidooooo… perdón…

Por curiosidad, una muchacha mira fijamente a los ojos de un desconocido. Por curiosidad, le responde con una sonrisa cuando él le guiña un ojo. Por curiosidad, cuando él parece ajeno, ella mira su cuerpo, su calzado, su ropa. Por curiosidad, le susurra, «Maritza», cuando él pregunta el nombre. Curiosa hasta el tuétano, habla con él, se ríe y le da su teléfono. Por curiosidad, acepta pasear juntos, «a descubrir la noche». Curiosamente, rechaza el primer beso pero empieza el segundo. Por curiosidad, es la primera en desnudarse y la última en vestirse. Y por curiosidad, empieza a odiarlo antes del alba.


Tú no podías estar lejos del lujo, del agua tibia de la ducha, del buen cóctel. Desde que él subió viste sus botas sucias de cemento, su casco blanco, su camisa sudada, pero la esbelta figura te sedujo, la espalda prominente y el bigote cayendo sobre la sonrisa te fueron llevando al brazo de Gervasio, a su cuarto modesto con olor a gas, aunque ya tú sabías al salir del cuarto que la próxima vez –si es que la había– no te verían las paredes descascaradas ni aquel viejo box-spring. no podías traicionar tu ambiente. Desde los quince años tu olor en el Itabo, tu blanca mano en los cristales del Deauville, tu boca húmeda suavizando el inglés o el italiano, dejando a los turistas locos con tu espalda, boquiabiertos con tus senos perfectos, amenazantes, metiéndole los pezones en los bolsillos y sacándole «verdes».
Tú no estás loca para enamorarte. Ya te lo dijo Yindra con su voz mentolada: Oye, el tipo está bueno pero no es para tanto (su mano sobre el picaporte), véndele el cajetín a ese pepillo (sentada ya en el turistaxi), ponte a la viva o te van a levantar a Pietro (el auto doblando por San Lázaro y tú parada detrás de las gafas oscuras, decidida a romper con Gervasio).


Curiosamente, lo odia porque duda que haya hombres tan tontos. Casualmente, la ama porque nunca vio una Venus desnuda. Lo odia porque sabe que él no es de su ambiente. La ama porque abre las piernas como alas. Lo odia porque toda la noche le juró amor eterno. La ama porque nunca vio un incendio tan cerca. Lo odia porque no huele a aire acondicionado. La ama porque es tierna y habla casi cantando. Lo odia porque la ama; la ama porque lo odia; se odiaman porque, curiosamente, no entienden que todo ha sido por casualidad.


Pero el amor es una cosa rara. El hamor, el amol, incluso el bélle amour, siempre tiene algo de gitanería, sortilegio, trampa. Y así descubres que quieres verlo y no, que no quieres verlo y sí, que sientes una piedra en el estómago. El amor no es el placer insípido de pieles anudadas en un lecho, si no, más bien, esa atracción por lo vulgar-divino de Gervasio, por su rudeza táctil, ese sentirte nada entre sus músculos. Contradicción, contradicción. Lo odias. Lo amas. Es el odior, Maritza. ¿Curiosidad casuaI? ¿Casualidad curiosa? Pero tienes que odiarlo, por supuesto. Lo volvió a decir Yindra, con su voz mentolada, esta vez recostada al deskdelComodoro, qué sensual, qué rubia, qué good girla lo criollo: Eso no da nada (tú ya lo sabías), Pietro preguntó por ti, me dio diez dólares para que te llevara (tú no lo dudabas), deja plantado al tipo y vamos al Deauville. Ya te veías, como siempre, en la piscina con una Pilsen fría o un añejo, luego las risotadas en la habitación, el desalojo de la ropa, la furiosa cabalgata en dos idiomas, y tú, al final, peinando vellos rubios sobre el pecho dormido de Pietro. Hazme caso, mi amiga, y tú pensando que Yindra y Gervasio, que Gervasio y Yindra, que Pietro y tú, que Yindra y Pietro, que Gervasio…
Ni llamarse Gervasio es bueno en esto. Ni caminar así, ni hablar tan alto. Ella: gafas Pearsol, pelo con gel, Opium parfumen todo el cuerpo; sabe reír, masticar delante de los otros, no sonar los cubiertos. Ni saber madrugar es bueno en esto. Hay que educar los ojos, como ella, a dormir diez o doce horas. De la cama a la mesa, de la mesa a la calle, de la calle a la cama. Por eso es que Maritza y tú, vinagre/aceite, mucha armonía sexual y todo, perfección del desgaste, pero ella tiene que escapar (no es ella), es ella misma dándose a la fuga (no es ella), es ella misma: su periferia, su cáscara humana.
Luego Yindra no sabe de Maritza. Yindra ni siquiera habla de ella. Te le encaras, le sacudes un brazo, pero ella sigue masticando chicle, mirándote de reojo y diciendo que hace una semana que no la ve. Yindra es velluda y tiene buenas tetas, huele riquísimo, pero no le caes bien, ni te mira, habla como los espías, vigilando. No sabe, no sabe de Maritza. El domingo no sabe; el jueves no la ha visto; el sábado te huye, se te esconde. Llevas diez días viniendo al Deauville. Haces guardia en el lobby, en el muro del malecón, en la esquina de Galiano y Ánimas. Inútil. Yindra –en realidad– no sabe que Maritza también se está escondiendo de ella. Y del italiano. Y de la enfermera que lleva quince días buscándola. Y del equipo médico que analizó su sangre. Yindra lo supo cuatro días después, y por teléfono. La voz de Maritza como acatarrada, gritando, gagueando, llorando de miedo. Yindra rompió el teléfono contra el suelo, se miró los párpados inferiores en el espejo del cosmético, imploró por su madre y se cagó en la madre de Maritza. Era la incertidumbre del contagio. Porque Maritza fue su amiga del alma; porque Maritza bien pudo ser su amante cierta noche de ron y jeroglífico de cuerpos. No le dolía la certeza de su amiga, sino la duda de ella. Y tú, Gervasio, lo supiste casi a los tres meses. Por aquello de que las piedras rodando se encuentran, por aquello de que el mundo es pequeño y gira. No era Maritza oliendo a Channel 5 sino a éter, una Maritza deshojada y nerviosa vista desde lejos, accidentalmente, una tarde de agosto, en Santiago de las Vegas. Y tú habías ido allí a trabajar, no a verla. Pero la vida es así de tramposa. Aunque no sea agradable pinchar en Los Cocos, si hay que hacerlo se hace, y punto, pero no tienen por qué joderlo a uno, ponerle delante de los ojos a una Maritza en bata blanca y ojeras oscuras; hay que arreglar el Hospital del Sidatorio, okey, ¡pero carajo!, tiene que caérsete la mezcla de la mano, no es pa’ menos. Verla, reconocerla, recordar los momentos de pasión mutua y saberse uno depósito de gérmenes, jodido para siempre, condenado. Ya está escrito en los libros que hay que irritarse –quizás llorar, quizás querer matarla–; ya ha sido visto en filmes que hay nerviosismo y miedo y odio, terrible odio a quien se había amado tanto. ¿Y si no te han buscado? ¿Y si te buscan? Como un autómata te acercas a su espalda. Ella, inocente. Ha bajado de peso, está de pie mirando hacia lo lejos. (Esta escena lleva música tensa, claroscuros, lento zoom inde la nuca de ella.) Es verosímil que aún tenga el pelo chorreado sobre los hombros, que aún sean su perfil, su espalda, su perfume. Es verosímil que siga siendo ella, tu Maritza. Lo que es inverosímil es que sientas, aún, deseos de amarla; inconcebible que de pronto la tomes en tus brazos, la beses, no la dejes hablar, la beses, no la dejes huir, la beses, y que luego te entregues a los médicos y a los enfermeros como sí fueras un prófugo, un convicto de algo que ni tú mismo entiendes. Y lloran juntos sin dejar de besarse, y lloran juntos sin mentar la desgracia, y luego tú también tendrás tu historia clínica; y más luego tu horario de visitas, tus chequeos, tus pijamas, tu cama de sábanas perfectas; y un poquito más luego tendrás fecha de boda, luna de miel, cerveza, y el cuerpo de Maritza para siempre, hasta que la muerte los separe.

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(Tomado de Huitzel y Quetzal, Alexis Díaz-Pimienta, Editorial Extramuros, 1991, Premio “Luis Rogelio Nogueras”.)