
Ser mulata, ser joven, ser cubana, y vivir en España, es un fastidio. Todo está bien mientras posas de ingenua, mientras dedicas todo el tiempo a enredar con tus trenzas cuanta sonrisa fácil y galanteo inútil se te atraviesan en la calle; todo está bien mientras, indefinida, te dejas arrastrar por la marea del eurocentrismo, del españolismo aséptico, del vedettismo insular y de los tópicos. Oh, los tópicos. Cuba es un trópico de tópicos. Y ahí estamos nosotras, las cimbreantes mujeres del Caribe, elevadas a la categoría inamovible de diosas del sexo y del baile: no importa que te hayas mantenido virgen hasta cumplir los veinticinco años, todo un récord en Cuba, mucho más en La Habana, y muchísimo más si tenemos en cuenta que estuve becada desde los doce años, con todo lo que significan las palabras Beca, litera, pasillo aéreo, cátedra de Educación Física, surquería de tomate, todo un campo lingüístico que iba estrechándose hasta dejarnos acorraladas entre los sustantivos condón e himen; tampoco importa que no hayas aprendido jamás a bailar nada, que para ti, desde la más temprana adolescencia, constituyeran un verdadero jeroglífico las vueltas del casino, y mucho más las ruedas, tanta coreografía improvisada, tanto eufemismo en la nomenclatura; no, no importa: eres mulata, eres joven, eres cubana, y vives en España, para más desgracia. O no, en España no, en Madrid, que es mucho más que España, en Lavapiés, que es una mezcla de todos los madrides. Entonces tus amigos y tus vecinos y la cuota de desconocidos que te corresponden se encargarán de recordártelo a toda hora: eres un tópico con largas trenzas y piel crepuscular y ojos enormes. Ah, ¿eres cubana?, ponga un poco de salsa, por favor; ah, ¡eres cubana!, pónganos dos mojitos, por favor; ah, ¿eres cubana?, ¿qué pasará cuando se muera Castro?; ah, ¡eres cubana!… Y el cantinero pone a todo volumen un disco de la Estefan, y el anfitrión revuelve los mojitos con palmeras minúsculas, y el futurólogo desconocido insiste, ah, ¿eres cubana?, pero no sabe ya qué preguntar, atragantado con cubalibres y palmas y preguntas barbudas, y Gloria Estefan suda, gira, grita, ríe burlona, contemplando cómo estos nativos de la Hispania son incapaces de coordinar las caderas y las notas musicales, sólo saben girar alrededor de mi cabeza, cada uno pendiendo de una trenza como en un gran carrusel o en un tiovivo aéreo, cada uno repitiendo en un tono distinto, ah, eres cubana, en distintas escalas, ah, eres cubana, con los ojos muy abiertos, ah, eres cubana, hasta que dejan caer sobre mi mesa fotos de sus abuelos, tíos, primos, sobrinos, hermanos, todos con trajes y sombreros antiguos, todos amarillentos, misteriosos, intentando moverse también al ritmo de la música, pero tan incapaces como sus descendientes, unos posando junto a un Chevrolet, otros bebiendo junto al malecón, la mayoría con rostros neocolombinos y sonrisas estoicas, estirando las manos desde la cartulina y gritándome a coro, ah, ¿eres cubana?, abriéndose los trajes, bailemos esta pieza, por favor, aflojándose los nudos de las corbatas, enséñanos, enséñanos, tirando al aire los sombreros, un poquito de salsa, por favor, no importa que te recuerdes a ti misma, envidiosa y roída, con los brazos cruzados, con los ojos cruzados, con las nalgas cruzadas, sentada todo el tiempo en un banco del pasillo central de la Beca, viendo cómo los sucesivos novios se te iban detrás de las negronas y las jabaítas, esas niñas que bullían de ritmo, hechas de puro fuego, émbolos y balines en los fémures, grasa fresca en las rótulas, elásticas las vértebras, oh, qué ajiaco de sudores y dentaduras blancas, qué escándalo de protuberancias glúteas incapaces de frenar el movimiento, y ahí sigues tú, mulata arrítmica, zurda a la música, los oídos cuadrados y los pies triangulares, seria, fingiendo que no hay celo, que no hay envidia y rabia, un novio, dos, tres, cuatro, y todos giran y menean sus pelvis, todos levantan, bajan, doblan y desdoblan sus piernas y sus brazos, sus espinas dorsales, y enloquecen en esa danza demoníaca, ¡dame una!, son medusas vivientes que cambian de pareja al ritmo de la música, ¡llévala al tronco y dame otra!, son pulpos renegridos con camisas azules, pantalones azules, sayas azules, corbatas azules, corazones azules, ¡setenta complicado, dame otra!, son arácnidos locos, llenos de trenzas largas, bigotes indisciplinarios, músculos definidos, ganas de divertirse, ¡la prima, dame dos!, son jóvenes amebas llenas de seudópodos, con libretas de Física y de Astronomía abandonadas en los bancos del pasillo, con libros de Inglés y de Literatura muertos de aburrimiento en sus taquillas, ¡la prima con la hermana, dos con dos!, son cuadros de Picasso en los que sólo hay uñas bien pintadas, tendones tensos, gemelos robustos, pestañas largas y axilas con redondeles de sudor indisimulables, ¡yogur de vaso, dame otra!, son telarañas rítmicas enredando a todos los que estamos despiertos, alumnos, profesores, trabajadores del servicio, ¡yogur de litro, dame otra!, son otra vuelta de un caleidoscopio, cromatismo y catarsis de los deseos más recónditos, alboroto nocturno que nada tiene que ver con nuestra sagrada misión de estudiantes, ¡enchufa y dame la de arriba!, y en cada litro de yogur un nuevo novio se quedaba anclado en una nueva concavidad cimbreante, y tú, tranquila, seria, finges no ver que el sexto novio está llevando al tronco a una rubia ojiverde, ¡dame una!, y ahora le da yogur de litro a una jabá pecosa, ¡dame otra!, y ahora el séptimo Luis te lanza un beso para disimular el roce de su codo con dos tetas aindiadas e incisivas, ¡enchufa y dame la de arriba!, y ahora el octavo Carlos hace un setenta simple con la chiquita nueva, la dentuita y zamba, ¡dos con dos, setenta y dame una!, y tú sigues al margen, en tu banco, imperturbable, viendo cómo al noveno Juan ya no le alcanza un solo tronco para tantas muchachas condenadas. Giran. Todos giran, incontrolablemente. Oh, moderno areíto, tiovivo de los sexos danzantes, aquelarre de sudores agrios pero alegres, exhibición de dientes enormementeblancos, de glúteos glotones, de pezones pesados y pelvis perversas, y tú, jodida, moviendo el pie de un lado para otro, fingiendo un ritmo inexistente, tú, el prototipo de la mulata tropical y cálida, sola en tu banco, sin novio y sin yogur, sin troncos para flagelarte, sin un setenta simple ni una prima, sintiendo sólo los gritos del Coreógrafo, ¡dame una!, ¡dame dos!, ¡dos con dos!, y otro novio al garete.
Y sin baile no hay sexo. Así de claro. Creo que exageraste (dijo el primer psicólogo). Estás equivocada (repitió el segundo). No tienes por qué relacionar una cosa con otra (confirmó el tercero). A mí también me sucedió, pero a la inversa (confesó el Salvaje), y guardó su falo avergonzado y sucio aquella noche del Renacimiento, aquella noche en que estrenaste el sexo, llorosa como un sauce, sangrante y tartamuda, así no, así no, no, no puedo, aún no he bailado ruedas de casino.
El Salvaje se alzó ante mí, desnudo, me acarició el pelo, me hizo la raya al medio con la punta del falo, me colocó el glande sobre una oreja, como un auricular, para que hablara con sus gónadas, luego lo convirtió en termómetro bajo mis axilas, en inhalador para mi nariz nerviosa, en catalejo nervudo para mis ojos, en barra labial para mi boca tímida, todo con parsimonia de salvaje instruido, con paciencia tribal, hasta que el Falo y yo nos hicimos amigos, de pellizquitos y mordiditas cariñosas, serios los tres, pero ya sosegados, cortado el hipo de mi llanto y desecha la ropa de ambos sobre el suelo sin el menor remordimiento, juntos los tres como socios de toda la vida, el Salvaje instruyendo, el Falo serio, y yo secando lágrimas y segregando jugos novedosos.
—¿Es la primera vez? —preguntó el Falo.
—No te pongas tan rígida, que nada pasará si tú no quieres —sentenció el Salvaje.
—Es que yo jamás he hecho el amor con nadie —balbuceé, mirándolos de frente.
—No te preocupes —susurró el Falo, y comenzó a darme golpecitos en el vientre, cariñitos de prepucio circunciso.
Y el triunvirato que formamos continuó conversando, suavemente, sin apuro, el Salvaje analizando las premisas de aquel Renacimiento tardío y melancólico, el Falo, con tono suave, con voz de dominico enronquecido, persuadiendo a otras partes de mi cuerpo, y yo pensando en el destino, en mis veinticinco años de virginidad dancística y sexual, en tanta fiebre y humedad contenidas, sola con mis cavilaciones, mirando al Falo y escuchando al Salvaje.
Yo cerraba los ojos y respiraba con dificultad, rezando para que Máshenka o la brujita de la raíz mágica vinieran en mi auxilio. Tenía veinticinco años, y veinticinco motivos para hacerlo, pero temía que una vez que el oso adivinara que había sólo veinticinco panes, y uno quemado, o a punto de quemarse, no preguntara quién lo quemó, como en el juego; temía que aquel oso devorara hasta la última migaja sin preguntar, y Máshenka callada, temblorosa, sin repetir su letanía redentora, cuidadito oso / no seas goloso / desde aquí arriba / Máshenka te mira, y la brujita de la raíz mágica que no me ha perdonado todavía, y Alfonso, el bello Alfonso, cojeando en silencio, y el chivito extraviado, chivo chivo / chivo bueno / ¿dónde estás / que no te vemos?, nada, nadie viene en mi auxilio, fui yo quien quiso desafiar al Salvaje esta noche y ahora me siento sola y tengo miedo.
—Que sí, que sí, que tengo miedo, pero lo quiero hacer, Salvaje.
—Ábrete más entonces —aconsejaba el Falo, más rosado que nunca, más catecúmeno que antes. Y yo temblaba a mares.
El Falo era enorme y parecía la cabeza de una jicotea. Abrí las piernas. El Falo era recio y parecía una ducha con forma de teléfono. Cerré los ojos. El Falo era grueso y empezó a gaguear, mientras el Salvaje repasaba mis senos con su lengua. Abrí todos los labios.
—Pero no sé bailar —se me escapó de pronto, y el Falo, tembloroso y rollizo, hundió el auricular en mi primer gemido—. Pero no sé bailar —y el Falo hundió el creyón labial en mi primer espasmo—. Pero no sé bailar — y el Falo hundió su catalejo en mi sangre caliente—. Pero no sé bailar —y el Falo reventó el mercurio del termómetro. —Pero no sé bailar, y el Falo usó el teléfono y la ducha, amplificó mis ayes y regó mis entrañas, incontenible el Falo y jadeante el Salvaje, el instructor voyeur, simple testigo de aquel acto tardío pero intenso. El Falo hipaba y observaba la sangre espesa y tibia, blanqueada por su lluvia también tibia y espesa.
—¿Estás bien? —logró decirme.
—Pero no sé bailar —fue lo único que dije.
Fue entonces cuando el Salvaje me confesó que a él le había sucedido lo mismo, pero a la inversa, que no había podido bailar nunca, con nadie, sin tener erecciones, que por haber sido tan precoz sexualmente se había tenido que mantener virgen con respecto al baile, que cuando veía a una mujer moverse al ritmo de la música, de cualquier música, no podía evitar la asociación libidinosa: ellas bailaban sobre el suelo, pero sus caderas giraban sobre un lecho, y sus senos saltaban sobre él, y sus pelvis lo halaban, lo envolvían, lo sacrificaban, abultándole el pantalón escandalosamente.
—Ah, pero ya ves, los tópicos son tópicos, todos me creen un casinero experto y ni siquiera soy un buen amante —hablaba bajito, con pausas breves entre palabra y palabra—. Éste fue tu bautismo, sólo eso; tu iniciación tendrá que ser con otro.
El Salvaje no dejaba de acariciarme el pelo y de mover los párpados nerviosamente.
—Ya aprenderás que nuestra lluvia debe llegar más tarde, no así, en tres segundos, como ahora.
—No te preocupes —tratando yo de hacer, de decir algo.
—Perdóname, pero no puedo remediarlo… —bajó la cabeza, miró al Falo con lástima—: y mi socio tampoco.
Ahora hablaba más bajo, imitando la voz del Falo cuando intentaba persuadirme. El Falo, avergonzado no sabía de qué, había ido también bajando la cabeza y ahora tenía el verdadero aspecto de una jicotea triste, exactamente de una jicotea de dibujos animados después de perder la mítica carrera con el señor Conejo. Le dio risa la asociación de Disney con Freud, el enlace de pueriles eufemismos. El Salvaje la besó en la frente, como un acto final, definitivo. El Falo había terminado de encogerse y ahora parecía un monje viejo y encorvado, con la capucha puesta.
—Pero no sé bailar —se oyó a lo lejos.
Desde entonces, has hecho el amor salvajemente, con furia y desespero, y has mantenido como una fantasía sexual, secreta y única, una gran rueda de casino nudista, sicalíptica y loca: cierras los ojos y ves a todos los varones de la Beca con sus falos enhiestos y rotundos, protagonistas de una rueda de casino enorme en la que el Salvaje es el Coreógrafo y todas las bailadoras son tu copia y están desnudas y van al tronco y reciben yogures de todos los tamaños, un areíto postmoderno, un nuevo tiovivo de sexos danzantes, y tú te mueves, te vuelves, te agachas, te levantas, y todas tus parejas eyaculan en las últimas notas, al mismo tiempo que tu amante real, él desecho de placer, tú a horcajadas y hendida; él feliz, tú anegada en líquidos diversos; él mareado y exhausto, ignorando las vueltas que ha dado, los complicadísimos setenta, las primas, los yogures, las idas al tronco; tú encharcada.
Y así siempre. Desde aquella noche del Renacimiento en que cumpliste veinticinco años.
—Esta noche vas a renacer —había dicho el Salvaje, y tú te deslizaste, decidida, hacia el recuerdo de Boccaccio, y después, temblorosa, hacia la imagen de tu padre, alto y desnudo, con una jicotea entre las piernas, con doble ducha telefónica. Tenías siete años y estabas lejos de intentar explicarte las ruedas de casino; tenías inocencia y no pudor, risita interjectiva y no malicia, padre desnudo y no mulata-blanconaza-estás-buenísima; tenías siete años y no conocías la palabra pene, mucho menos el palabro falo, y muchísimo menos la palabrota, ¡sál-dél-báño-muchácha!, tenías siete años y siete pulsos en un brazo y siete yaquis en la mano derecha y siete lágrimas en uno de los ojos y siete padres con jicotea y ducha, y siete hipos, pero no siete vidas como el gato. Por eso en el momento cumbre del Renacimiento le dijiste al Salvaje que temías que el Falo te mordiera por dentro. Y le dijiste al Falo que temías que el Salvaje te gritara, ¡sál-dél-báño-muchácha!, y el Salvaje te dijo que ibas a renacer, que no temieras, y tú supiste que aquel Renacimiento tendría para siempre siete rostros sudados, siete pelvis rotantes, siete pares de pies, siete pares de manos, siete pares de ojos afiebrados, lo supiste en cuanto el Falo se colocó en tu oído y te dijo que con siete bailadores no se podía hacer la rueda de casino, sí, la octava de la rueda tenías que ser tú, la octava en ir al tronco tenías que ser tú, tenías que ser tú, tenías que ser tú, y lo fuiste. Unos meses más tarde el Salvaje se fue, se empató con una danesa y huyó del país, sin decir nada, sin llamarte a ti ni al resto de los miembros de la rueda, trató de echarle toda la culpa al Falo y se marchó para que el frío nórdico lo alejara de aquellas danzas peligrosas y frustrantes; el Salvaje se perdió para siempre de tu vida, no así de tu memoria. Tú siempre recordaste lo que había dicho al final de la noche, cuando apenas había entrado en ti y ya su lluvia espesa y tibia te encharcaba: tu iniciación tendrá que ser con otro, mujer renacentista.
Al día siguiente te miraste al espejo, mulata-estás-buenísima, y tu imagen sonrió como si fuera otra. Tu imagen y tú se guiñaron un ojo, ella el izquierdo y tú el derecho, se palparon las caderas y se alzaron los senos, mulata-estás-que-partes, te recostaste sobre la cama y tu imagen te imitó, pero del otro lado, mulata-estás-de-madre, y zafaste toda tu ropa como si los dedos del Salvaje colaboraran desde lejos, mulata-estás-hirviendo, y Ella zafó toda su ropa como si el Falo la hubiera persuadido con su voz catecúmena, mulata-estás-riquísima, y comenzaron a solazarse una con otra, sin jicoteas y sin duchas, fueron al tronco juntas, cogieron yogures juntas, se complicaron más de setenta veces, mulata-estás-mojándote, y ya los dedos del Salvaje no hacía falta que colaboraran, y ya la voz del Falo no hacía falta que persuadiera a nadie, y tú temblaste y giraste sobre tus propios goznes, te revolviste, grupa al aire, falanges al abismo, ay de ayes, sudor, miel, casino, y cuando abriste los ojos Ella no estaba, la luna del espejo estaba a oscuras, Ella no estaba y sólo oías una resonancia casi nórdica: tu iniciación tendrá que ser con otro.
Te quedaste mareada, envuelta entre las oes de la última palabra, sola entre la cama y el espejo oscuro, mulata-estás-solísima… Pero ¿y Ella? Ella quedó a merced de aquel descubrimiento: estaba bautizada, pero no iniciada. Entonces se propuso recuperar, a partir de ese instante, todo aquel tiempo de abstinencia y culpabilidades: y aunque nunca logró aquellos movimientos pélvicos de las negronas y las jabaítas que tanto enloquecían a sus novios en la Beca, aunque nunca logró imbricar sus caderas con las notas musicales, al menos deglutió cuanto falo se puso a su alcance y fuera digno de darle continuidad a la obra del Salvaje. La mayoría de los pretendientes pasaron a ser novios, y luego marinovios, todos se convirtieron, para Ella, en voraces instructores, embaucados capataces de aquella mulata febril e inexperta. Es mi Renacimiento (gemía Ella); es tu Renacimiento (confirmaban ellos), todos imbuidos de aquel acto iniciático, fundacional, la génesis del Ay y del No Quiero.
Sus primeros orgasmos eran lentos, de chachachá y bolero, pero sus últimos orgasmos eran huracanados, de merengue y changüí, ¡viva la timba!, y otra vez era el Ay recién creado, y otra vez era el No Quiero tímido, y sonaban “champolas” y solos de trompeta que la transportaban al pasillo central de la Beca, a sus orgasmos múltiples, a sus ruedas de casino lascivas y secretas. Algunos terminaban agotados y no entendían por qué ella se encaprichaba en repetir que no sabía bailar; otros se empecinaban en enseñarla in situ(poniendo en serio peligro la ceremonia de iniciación), pero la mayoría no le hacía caso, obviaba esa letanía tan incoherente con su humedad y sus ardores corporales. Ella bajaba la mirada, tímida, y se despedía silbando alguna pieza clásica. Después llegaba a su cuarto, silenciosa, encendía de nuevo la luz del espejo y te guiñaba un ojo, siempre el ojo contrario al de tu guiño.