Mi novela Maldita danza (Ed. Alba, Barcelona, 2002; Ed. Oriente, Santiago de Cuba, 2004) es una novela protagonizada por la música, el sexo, el lenguaje, los tópicos, la nostalgia, y que se desarrolla entre el madriñeño barrio de Lavapiés y el habanero barrio de La Timba. Una novela que “no se lee, se baila” (según Romualdo Írsula).
“Maldita danza [...] está hábilmente construida a partir de las dicotomías, de conflictos paradojales y sorprendentes [...] se cruzan sin cesar: el sexo vs. la virginidad; el ritmo casino vs la música de concierto; la cultura de barrio vs la refinada educación académica; la Timba habanera vs Lavapiés madrileño. (Orestes Martín, en “Bailar casino con Díaz-Pimienta”, Juventud Rebelde, 2005).
Me encontré con el cartero cuando llegué a la casa, al doblar en la esquina, y casi nos besamos en el choque. Se ruborizó mucho, gagueó, y me dijo que me había dejado correspondencia en el buzón. El cartero era gordito, con ojos muy redondos y una calvicie leve. Me recordaba a Kenzo, el juglar de las paradas. Y el solo hecho de que me recordara a mi amigo poeta, me puso de buen humor, así que permití que conversáramos un poco.
—¿Carta? Qué bueno. ¿De La Habana?
—Creo que sí, de La Habana.
—Ah, qué bien.
—Eres cubana, ¿verdad?
—Sí.
—Lo sabía.
—Bueno, disculpe, pero estoy apurada.
—No, no, discúlpeme usted, si por poco la mato.
—No es para tanto, hombre.
—Hasta luego, señorita.
—Hasta luego… —e iba a decirle “Kenzo”, sin querer, pero me detuve a tiempo. De todos mis amigos en La Timba, al único que he recordado con verdadera devoción en todo este tiempo es a Kenzo, un gordito parecido a éste que escribe poemas sobre los temas más escandalosos, los más difíciles y subversivos, y que es el único del barrio que se cartea conmigo en Lavapiés (además de mis padres y de La, por supuesto). Kenzo es un raro. No pretende reinventar (ni reventar) la literatura de la isla, como muchos otros, como mi ex pretendiente Írsula, un inconforme y malhablado escritorzuelo, lleno de complejos; Kenzo escribe sólo para desahogarse; escribe sonetos a los latones de basura, décimas que elogian la labor social de las putas, quintillas y silvas a las cafeterías sucias y a las guaguas llenas; escribe sin miedo y sin pretensiones, y recita en las paradas de las guaguas porque sabe que allí tiene un público cautivo, en las paradas de 23 y 12, de Coppelia, del Parque de la Fraternidad, del Parque del Quijote, entre las cuatro y las siete de la tarde, en la hora pico. Es genial. Su filosofía antielitista es que si la gente no va a la poesía, la poesía tiene que ir a la gente, “y dejarnos de tanto mojón intelectual, de tanta pose y engominamiento; hay que volver a los tiempos en que el poeta estaba al alcance de todos”.
Todas las tardes Kenzo saca sus manuscritos, se acomoda sobre una piedra o un banco, y comienza a leer en alta voz, despacio, como si el auditorio lo estuviera esperando desde siempre. Y el gentío al principio se repliega, se ríe, piensa que es otro loco más escapado de Mazorra, pero enseguida los gana el tono afable, argentinado, de la lectura, las pausas que hace al pasar cada hoja, la marcialidad con que toma buchitos de agua entre poema y poema, los comentarios introductorios a cada uno. De esta manera, Kenzo, a los pocos minutos, ya tiene a su alrededor toda la cola, en silencio, escuchando un soneto de amor para una tal Mercedes, o unas décimas eróticas para su amiga y vecina la Musicóloga. Y la gente termina sentándose en el suelo, en torno a él, como en una tertulia, y aplauden los poemas que más les gustan, sorprendidos, pero a la vez agradecidos de lo amena que se hace la espera de la guagua oyendo a Kenzo.
—Hay que tomar ejemplo —dice uno.
—Ven mañana de nuevo —dice otro.
—Vuelve todos los días, mijo —grita una señora que jamás en su vida ha entrado en una librería.
Pero no, imposible. Al otro día Kenzo cambia de parada y lee sus textos a otro grupo de rehenes de las guaguas, con la misma ceremonia, una liturgia que recibe desde la burla hasta la admiración, pasando antes por la desconfianza y la incredulidad, incluidos cinco minutos de descanso entre las sesiones de lectura, charlas con los oyentes, gestos de modestia y algún que otro autógrafo (no sabemos si burlón o serio). Incluso, estoy segura, mucha gente ha llegado a perder su guagua para seguir oyendo a Kenzo, para no dejar un poema a medias. A mí al menos me pasó muchas veces. Y en las cartas que le he escrito desde Madrid se lo he dicho:
Querido Kenzo: [...] no sabes cuántas veces en 23 y 12 he dejado que la guagua se vaya para escuchar el final de uno de tus poemas. Y aunque seguramente tú creías que lo hacía para acompañarte, porque soy tu amiga, te confieso que lo hacía enganchada por el ritmo de los versos. Te he dicho muchas veces que tus poemas podrían ser canciones, que deberías dárselos a alguien para que les ponga música [...] Te quiero, Kenzo, una de las cosas que más extraño ahora es no encontrarme jamás a un poeta leyendo sus versos en el Metro [...]
Como ya he dicho, Kenzo no aspira a nada, y esa falta de aspiración es lo que lo hace vulnerable ante colegas y enemigos. Kenzo no tiene libros publicados, ni quiere publicarlos. Regala los poemas a quien se los pide, quema los que no le gustan, o aquellos con los que no consigue emocionar al público. Kenzo es un raro, dicen todos. Kenzo es un monstruo, digo yo, pero un monstruo muy débil, muy bueno, demasiado. Tal vez por eso me daba tanta rabia cuando alguien, desde una guagua, le gritaba loco, poetastro, o alguna otra etiqueta que Kenzo trataba de no oír, concentrado en los textos. Los más condescendientes eran los niños. Y los menos dúctiles los hombres (mientras más jóvenes peor: es como una epidemia). Pero Kenzo tiene el cuero duro, tiene sangre de mártir, aguanta el ronroneo de los motores, los cláxones, los gritos, los silbidos, los insultos, todo con estoicismo, con la misma naturalidad con que recibe los aplausos. Por eso fue tan extraño lo que ocurrió aquella vez, hace ya casi un año, en la parada del rutero 6, calle L, junto al Hotel Colina. Eran casi las tres de la tarde. Yo venía de ver a una amiga en la Universidad y al enfilar por L me encontré a Kenzo rodeado de gente, con su visera deportiva y su cara bonachona, leyendo poemas, recostado a una columna. EL corro era enorme, desordenado; sin embargo, el silencio era profundo. Y por lo que pude ver, y oír, era ya la tercera vez que le pedían a Kenzo que leyera el mismo texto; se lo pedían como le piden a los cantantes de moda la misma canción en cada espectáculo, con aplausos y gritos. Kenzo se ajustaba la visera, y entonces me vio, sonrió, y dijo a todo el mundo que me dedicaba sus Décimas underground, señalándome, porque yo era de su barrio, de La Timba, y porque era una mulata underground, sin saberlo.
Me guiñó un ojo. Todos aplaudieron y yo no podía dar crédito a mis ojos, a mis oídos: Kenzo se estaba convirtiendo en un ídolo, en el gurú poético de las paradas de las guaguas en La Habana. Carraspeó un poco y comenzó a leernos la primera décima, con tono pausado y gesto grave:
Cine Yara. Medianoche.
Huele a cannabis La Habana.
Es larga la caravana
De lycras, largo el derroche
De tuatuajes… (No hay anoche
Ni mañana, sino ahora)
La vista de una Señora
Se estrella contra la espalda
De un ángel púber: su falda
Tan escandalizadora…
Era increíble la actitud de la gente, todos en silencio, moviéndose a su alrededor para acomodarse más cerca sin perder palabra; era más increíble si tenemos en cuenta que ya era la tercera vez que leía el mismo poema. Continuó Kenzo, inmutable, con el tono más pausado todavía:
Esto es 23 y L.
Luces de neón. Mulatas
De cinturas tan baratas
Que no alcanzarlas nos duele.
Un metro cuadrado huele
A fresa y otro a maría.
La Rampa está todavía
Leporina y charlatana,
Machista pero lesbiana,
Dandy pero policía.
Todos estábamos apretujados, inclinados hacia adelante, serios. Y seguía llegando gente de otras paradas, de la piquera de los taxis, de los hoteles, de Coppelia, de la Universidad, gente de todo tipo que se acercaba en silencio y se acomodaba, como podía, alrededor de Kenzo:
El M-6 alborota
Las losas que ilustró Amelia.
David sale de Coppelia
Desnudo y nadie lo nota.
Un extranjero rebota
Sobre una grupa nocturna
Y le gusta, se embadurna
De esa negritud cutánea:
Mixtura mediterránea,
Plesbicito ante esta urna
Cuidada por Afrodita
Y Safo y Anäis Nin,
Ochún, Changó, el Yan y el Yin…
Ahora el extranjero invita
A un trago en El Floridita
Sobándose los bolsillos.
(Siguen pasando pitillos).
Grunge, heavy, reggae, rap, pop.
Semáforo en rojo. Stop.
Bicitaxis y «amarillos».
Los amarillos estaban allí, tablilla en mano, serios, olvidados por primera vez de que los coleros estuvieran ordenados o desordenados, de que los niños bajaran o no bajaran de la acera, del tiempo que tardaban los ruteros.
Marilyn Manson y el Che
En dos pulóveres blancos.
Tres gays riendo en los bancos
Que hay en 23 y G.
Más bicitaxis (Revé
Saltando de sus bocinas).
Travestis en las esquinas,
Y gigolós y emigrantes
Y yumas… (y vigilantes
Esperando sus propinas).
Por más que miraba aquello, no podía creerlo; parecía un acto de hipnosis colectiva. A Kenzo incluso le aumentó el volumen de la voz, no gritaba, sino que su tono y color de voz eran otro, más nítido y brillante.
Todos los taxis van llenos.
«¿Y aA la Casa del Coctel?»
«¿Al Club Scheherezada?» «¿Y el
bar Periquitón?». ¡Qué ajenos
Están estos chicos buenos
a la cruda realidad!
Está toda la ciudad
Tomada por rastafaris
y Gildas y Mata Haris
y Drak Queens. Hay cantidad
de Bob Marley con sus trenzas
de dreadlocks—contemplativos—,
hay frikisinteractivos,
y punksde crestas inmensas
y huele mal (las despensas
y sótanos de La Habana
son campos de marihuana),
huele a semen disecado,
huele a crack adulterado,
huele a sexo en caravana.
Tras esta décima levantó la vista, como los buenos actores cuando intentan transmitir algo muy fuerte, levantó la vista y repasó los rostros, y ya no volvió a mirar los papeles, sino que recitaba de memoria:
No hay muro del Malecón
Ni Parque Central, ni taxis…
Sólo lúbrica sintaxis,
Tibia yuxtaposición
De pieles. Las calles son
Pósteres horizontales.
Las mujeres animales
A punto de desovar.
Los hombres plantas del mar
Con piedras vesiculares.
Se levantó, comenzó a caminar delante de los espectadores que nos replegábamos, abríamos paso para que Kenzo terminara su ejercicio de hipnotismo lírico. Yo pensaba que era yo, que era ilusión mía, que como quería tanto a Kenzo exageraba el efecto que estaba logrando; pero no, los ancianos, los jóvenes, las mujeres, los niños, los extranjeros, todos estábamos atentos y en silencio, embobados por la voz del juglar de las paradas:
&&&Todo es alucinación,
Magia finisecular.
Dejen, niños, de fumar,
Basta ya de beber ron.
¿Tatuajes? ¿perforación
De orejas, labios, ombligos?
Hoy estrenan Sin testigos.
Hoy viene el pollo de dieta.
Hoy dan Visas por libreta.
Hoy bañan a los mendigos.
No hay Coppelia. No hay Habana.
No hay policías azules.
No hay camellos. No hay baúles
Repletos de marihuana.
No está Rodrigo de Triana
Gritando «¡Negra a la vista!»
No hay éxtasis en la pista
Ni Marilyn Manson canta.
La Habana es la Tierra Santa:
Dios es pobre y comunista.
Y comenzaron los aplausos. Nadie se percató de que el rutero 6 ya estaba allí, vacío, hacía rato, de que los últimos pasajeros, el chofer y el cobrador estaban entre nosotros desde hacía tres décimas; todos aplaudíamos, vitoreábamos al juglar de las paradas, al pobre Kenzo que estaba asustadísimo, doblando sus papeles, buscándome, y cuando me encontró nos abrazamos, él me abrazó como si hiciera años que no me viera, yo lo abracé como sólo había abrazado a mis padres y a la viejita La, los domingos antes de salir para la Beca: un abrazo fuerte y largo, intenso, mientras el público aplaudía hasta el delirio.
Por eso fue tan raro lo que sucedió. Todos nos habíamos percatado de que había policías entre el público, pero creíamos que estaban también hipnotizados. Y sí, lo estaban, cómo no, al menos al principio. Pero claro, esta era la tercera vez que oían el poema y el efecto narcótico de la poesía dura poco. Así, mientras Kenzo leía sus décimas por tercera vez, el primer policía hipnotizado se alejó un poco y cuchicheó tres cosas con otro policía que no lo había oído, y este se acercó a oírlo, pero falló, cayó también en la trampa de la sedación recitativa. Entonces el primer policía hipnotizado buscó a otros dos que venían por la acera de enfrente, y les dijo tres cosas, sólo tres, y les prohibió que se acercaran a escucharlo. Estos dos policías, entonces, llegaron cuando Kenzo me abrazaba como un gordito temeroso, lo tocaron por el hombro y le pidieron el poema.
Kenzo se escondió detrás de mí, y les dijo:
—¿Qué poema?
Fíjense en eso: él, que siempre los daba, que los regalaba a todo el mundo, que los «quemaba vivos»… Kenzo puso las manos tras la espalda y no escuchó, no aceptó, no entendió lo que el policía le decía:
—Ese poema, el que has leído tantas veces.
Y yo intervine:
—Pero ¿por qué?.
Y el primer policía respondió:
—No es contigo, muchacha, no te metas.
Lo dijo sin mirarme, con la voz todavía medio dormida por el efecto de las décimas, pero Kenzo repitió:
—¿Qué poema, guardia?
Y al parecer lo de “guardia” no le cayó muy bien al hombre:
—Ese que tienes tras la espalda, no te hagas el gracioso.
Y durante todo este tiempo el público ni se movía ni decía nada, hipnotizado todavía, y entonces Kenzo salió de detrás de mí, con las manos en alto:
—Pero, ¿qué poema? —y movía las manos volteando las palmas y enseñándoselas a los policías y a todos los coleros—. No sé de qué poema están hablando.
Yo no podía creerlo. La masa hipnotizada se iba pasando el texto de mano en mano por detrás de Kenzo, sin proferir palabras, como masones de una logia improvisada, las dos hojas dobladas y torcidas cambiaban de dirección constantemente, mientras los policías cacheaban al juglar de las paradas y le decían bajito:
—Te estás buscando lo que no está pa’ ti, gordito.
Kenzo se dejaba manosear, con las manos en alto, con la cara inmutable, hasta que uno de los amarillos levantó la tablilla, sonó el silbato y dijo:
—¡Los del rutero 6, arriba, que nos vamos! —y el grupo compacto empezó a desplazarse, todos en silencio, fue lo que más me llamó la atención, el silencio, con lo bullangueros que somos los cubanos, con lo que nos gusta la algarabía y el desorden, y en muy pocos minutos los policías quedaron como estatuas solitarias delante de Kenzo y de mí, que nos sentamos en la hierba sin hacerles caso.
Fue impresionante. Se perdió el poema. Pero más impresionante es que a la semana siguiente, cuando Kenzo apareció por la parada del rutero 6, alguien, sin decir nada, puso en sus manos dos papeles estrujados y escritos con tinta azul, y le pidió que, por favor, se los leyera. Kenzo los leyó otra vez, y así continuó su juglaría hipnótica, una historia que me emociona hasta las lágrimas cuando la recuerdo, y que viene a culminar precisamente ahora, cuando abro mi buzón de la calle del Olmo número 33, es decir, el buzón de mi amigo el Catedrático, y encuentro un sobre suyo con el poema dentro, Décimasunderground, dedicado a la Musicóloga.