"Uno de los mejores narradores cubanos de la hora presente"
(Juan Bonilla)

Del Blog de Díaz-Pimienta

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Añadido por Alexis Díaz Pimienta el 18 agosto 2018 a las 5:02 pm


Acabo se encontrar, en mi disco duro, el texto de presentación que escribió y leyó el mexicano Frino (músico, poeta, profesor) en diciembre de 2014 para presentar mi libro Teoría de la improvisación poética en México. Y me ha emocionado volver a leerlo. Espero que ustedes también lo disfruten.


por Frino 
El arte de la improvisación poética  —conocido entre los especialistas como “repentismo”—, se practica hoy a lo largo y lo ancho de América Latina bajo las más diversas formas. Ingrediente indispensable en muchas tradiciones musicales como las “topadas” del huapango arribeño, los “fandangos” jarochos o el punto cubano, el repentismo se sitúa a medio camino entre la poesía y el canto: sus versos no son literatura ni son canción por completo, aunque comparta elementos de ambos mundos. La improvisación poética es un arte oral, más para ser escuchado en vivo que para leerse, y se presenta como un performance efímero e irrepetible. Prestidigitación verbal, los repentistas no revelan nunca los secretos de su arte: por el contrario, a donde van, llevan consigo un halo de misterio y con frecuencia son vistos como seres tocados por un don divino. Un don que no se escoge, sino con el que se nace y que se ejerce así, desde el cotidiano acto del habla. Ante el sorprendido público, más que poetas, los repentistas son magos.

Según las estadísticas, una de cada trece personas en el mundo habla español.[1] En este contexto, el estudio de prácticas culturales como el repentismo no puede ser un asunto menor. Los versos improvisados representan un patrimonio cultural inmaterial que ofrecen materia de estudio no sólo para la etnomusicología o la linguística. Como bien apunta Guillermo Sheridan:

En las canciones, refranes, romances y estribillos se aprecia la fuerza de la lírica integral y genitora que un pueblo convierte en recurso cotidiano de su fe y de su trabajo, de su solaz y de su deseo, de su realidad y de sus sueños, la fuerza de sus percepciones y sus voliciones, la de su humor y su ternura, la de sus principios y sus prejuicios, la de su moral y sus apetitos.[2]

En este sentido, las culturas populares, y muy particularmente las vinculadas con el canto y la palabra, pueden convertirse en el ancla que los pueblos puedan hallar para no verse fácilmente arrastrados por la marea de la globalización. Las tradiciones arraigadas en el idioma proporcionan al hombre una manera de estar con conciencia en el mundo moderno, dotándole de identidad.

            Si algo comparten las distintas regiones del continente latinoamericano, eso es el idioma. Pero en el idioma residen también muchas de nuestras diferencias internas. “Me siento privilegiado de haber nacido en el castellano”, declaraba el recién fallecido poeta Juan Gelman. Porque la patria es la lengua: del Barrio Latino en Manhattan a las calles de Montevideo, el idioma español es un punto de contacto que permite construir y reelaborar las distintas identidades de “los latinoamericanos”. Payadores argentinos y uruguayos, copleros jarochos, poetas y juglares de la Sierra Gorda, repentistas cubanos y freestylers puertorriqueños o freestylers diseminados por el continente, todos pertenecen a tradiciones líricas que comparten el uso de la palabra y la improvisación como fundamento de sus prácticas musicales. Ya sea planteadas como continuidades o como rupturas, estas tradiciones forman parte de un diálogo que inició hace cinco siglos, cuando en nuestro suelo se arraigaron las prácticas líricas y musicales que llegaron con los conquistadores. Junto con los versos alejandrinos, los endecasílabos, las seguidillas, las silvas y las décimas espinelas, llegaron las arpas, las vihuelas y los violines que hoy sobreviven en nuestras músicas tradicionales. Tres siglos bastaron para incubar nuestras propias variantes del idioma. Al cabo de ese tiempo, a la manera de Calibán, hicimos del idioma la magia que nos permitió liberarnos. Vino entonces la emancipación política de los países latinoamericanos y el surgimiento de la corriente estética conocida como modernismo, y América comenzó a trazar su propio derrotero en cuestiones líricas: llegaron López Velarde, Rubén Darío, José Martí y Manuel Gutiérrez Nájera a levantar la voz del continente. Pero fue una voz que se alzó desde la tinta de los periódicos y los libros; la voz culta de la academia y el parnaso. Otra vertiente, menos académica, quedó resguardada en las prácticas musicales de la América recién emancipada. En los cantos campesinos, siguieron vivos los acentos de la lengua en los endecasílabos, las seguidillas, las décimas y los romances. Y entre esas prácticas, en las topadas, las payadas y los fandangos, quedó latente la práctica del repentismo. Sin embargo, después de la conformación de la América moderna, el repentismo fue para el mundo culto sólo objeto de estudio desde fuera, un arte exótico cultivado desde la barbarie del arte popular.

            Fue en diciembre de 1992 que, con el Festival de la Décima organizado en Las Palmas de Gran Canaria, comenzaría a reducirse la brecha entre ambos mundos. Aquel encuentro sería el detonante para que, seis años después, viera la luz la primera edición de “Teoría de la Improvisación Poética”: un libro nuevo en el pleno sentido de la palabra, diría el filólogo Maximiano Trapero. Porque aunque mucho se había escrito sobre las formas estróficas, casi nada se había escrito sobre el arte de la improvisación poética. Existía un hueco tremendo al respecto en los estudios del idioma. Sólo alguien que fuese a la vez practicante del repentismo e investigador tenaz podía encargarse de tal empresa. Ese alguien fue Alexis Díaz Pimienta. Nadie le encomendó la tarea, sino él mismo, en un esfuerzo por comprender su propia historia. Su vida entera, aún en los momentos del ron y el festejo, está volcada sobre la poesía. La mayoría de la gente mide el día por minutos, pero Pimienta no. Pimienta no puede ir a dormir si no ha cumplido con los 500 hexadecasílabos y los 240 endecasílabos que le exige su reloj interno. Él, igual que don Guillermo Velázquez, es un hombre del Siglo de Oro. Mide el mundo en versos.

            Cuarenta y siete años ha tomado a Alexis escribir este libro, es decir, toda su vida. Porque un libro no empieza a escribirse en el momento que se toma el lápiz o se prende la computadora con la decidida convicción de redactarlo. Un libro empieza a escribirse a partir de la experiencia, y la experiencia poética de Alexis inició antes de conocer la cuna. No es éste, por supuesto, su único libro: una decena de Chamaquilis (y otros tantos inéditos) circulan por América y Europa. Novelas, múltiples poemarios y hasta una versión del Quijote en verso se cuentan entre los frutos de este prolífico ciudadano del idioma. Pero “Teoría de la Improvisación Poética” es más que un libro, es la confesión del mago. Porque en este libro, Alexis revela los secretos de su arte. No es un acto de traición al gremio, sino un esfuerzo por reivindicar la oralidad. Las 863 páginas de este libro están encaminadas a hacer del repentismo una disciplina en servicio del crecimiento humano. Porque Alexis sabe que el verdadero protagonista en las topadas, las payadas y los fandangos no son los improvisadores, sino el idioma. Pero no el culterano idioma que bosteza en el diccionario, sino el idioma como palabra que un hombre pronuncia para que otro escuche y responda.

            En este sentido, quiero destacar la entraña rebelde y contestataria de “Teoría de la improvisación poética”. Con Rubén Mendieta y Paty Galván de ediciones Del Lirio, Alexis ha encontrado dos cómplices para armar su propia Sierra Maestra. ¿Qué otra cosa, si no una Revolución, puede significar un libro sobre versificación oral en los tiempos del Twitter y el Whatsapp? Practicar el verso cara a cara, voz a voz, es desafiar a la actual inercia tecnológica y ampliar nuestra capacidad de diálogo. Porque cada décima que se añade al repertorio es un argumento a favor del gran diálogo humano. No me refiero a la charla trivial, sino a ese diálogo que nos construye y sustenta lo que somos. “Ningún hombre es mejor que su conversación”, solía decir mi abuela. Hablemos pues, y escuchemos. 

La décima es tradición

es pasado y es presente

es futuro incandescente

es cerebro y corazón.

Es poema y es canción

es águila y colibrí

es lejanía, es aquí,

siglo veintiuno y dieciocho

es huapango y son jarocho

es Quevedo y Naborí.

Voz de nuestro continente

es porvenir, es memoria,

es proyecto y es historia

es una caricia urgente.

Antropología vigente

vieja posmodernidad

la décima es nuestra edad

es solsticio y luna llena

y estrofa que nos condena

a cantar en libertad.

La décima es nuestra voz

es Martí y Violeta Parra

es teponaztli, es guitarra,

violín, jarana y bongós.

Es el martillo y la oz

es realidad y utopía

poética plusvalía

es respuesta y es pregunta

y las décimas, todas juntas,

son nuestra autobiografía.

La décima es alfabeto

es afrenta y es halago

es la rebelión del mago

revelando su secreto.

Es adobe y es concreto

es calma chicha y tormenta

es oralidad e imprenta

fiesta de amigos cercanos

y un nuevo libro en las manos

de Alexis Díaz Pimienta

Frino

Museo del Estanquillo, México DF.

12 abril de 2014






[1] Según un informe del 2013 del Instituto Cervantes, hay 528 millones de hablantes de español, incluyendo hablantes con competencia limitada, o aprendices de la lengua.

[2] Guillermo Sheridan, Corpus de la antigua lírica popular hispánica (siglos XV a XVII). Homenaje a Margit Frenk. José Amezcua y Evodio Escalante, editores. Universidad Nacional Autónoma de México/ Universidad Autónoma Metropolitana, México, 1989. Pp.77

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Añadido por Alexis Díaz Pimienta el 5 agosto 2018 a las 11:51 am
por Alexis Díaz-Pimienta


Julito Martínez conversando con Canal Oralitura vía telefónica.
Ha fallecido en Cuba Julito Martínez, para mí uno de los más versátiles y carismáticos repentistas de su generación (la primera promoción post-naboriana), quizá solo superado en versatilidad y carisma por Manolito Soriano y Asael Díaz Candelita. Lo conocía y canté con él desde que yo era un niño, cuando Julito vivía en La Habana. Era un hombre altísimo y fuerte, de ahí que al final asumiera el seudónimo de El Gigante de Pipián, pueblo del que era oriundo. Recuerdo sobre todo una controversia que hice con él en la mítica trova de Guamacaro, en Lawton, cuando yo tenía 11 o 12 años (1978-79). El tema era “la luna”, y estuvimos casi una hora entrelazando metáforas y otros recursos literarios sobre “la novia de los poetas”, el único verso mío que recuerdo. De esta controversia me habló durante años mi amigo José Antonio Roche, porque allí me conoció, él entre el público, vestido de verde (Servicio Militar) asombrado de aquel duelo poético entre un gigante y un preadolescente negrito y flaquito (así lo cuenta). Él nunca la olvidó, y creo que yo tampoco en parte gracias a él. El caso es que en aquella época (1978, 79, 80…) Julito Martinez era considerado, junto a Monguito Alfonso, Ramoncito Martínez y el Indio Taíno, uno de los mejores repentistas aficionados de Cuba, a los que se les llamada “aficionados” solo porque no cobraban por cantar, no vivían del canto como los “profesionales”. Julito Martínez era de los pocos que podían cantar de tú a tú con poetas profesionales de la talla de Chanchito Pereira o Efraín Riverón, sin que se notara la diferencia.

Pero hubo dos Julitos, esa es la verdad. Del mismo modo que hubo tres Picasso (el de la etapa azul, el de la etapa Rosa y el de la etapa Negra) y dos Góngoras (el de las letrillas y el de Las soledades), podemos decir que hubo dos Julitos: el de La Habana y el de Matanzas, y no solo por el cambio de provincias en las que vivió, sino porque este cambio significó (o determinó) un cambio significativo en su obra, en su estilo. El Julito de La Habana no era tan versátil. Era un poeta serio, centrado en el lenguaje, metaforista, naboriano, con una personalidad imponente dentro y fuera del escenario. Así lo recuerdo. Cantar con él o sentarse a escucharlo era una fiesta de la inteligencia. A su facilidad improvisadora había que sumarle una técnica impecable, y una puesta en escena sobria, comedida, que hacía que el público se centrara en sus versos y no en otras cosas. Sin embargo, el Julito de Matanzas fue otro. Recuerdo que su mudanza matancera prácticamente coincidió con la mía (1984-1985), de modo que coincidíamos mucho en la carretera, y en casa de amigos entrañables (la familia de Martos Lorenzo, por ejemplo) y que nuestras novias de entonces se volvieron las madres de nuestros hijos a la vez (mi hijo Axel y su hijo Lázaro se llevan solamente 1 día de diferencia). Pero el Julito de Matanzas, en tanto repentista, poco a poco fue mutando, se fue volviendo otro Julito. Sin renunciar a la buena décima, al buen canto, a la buena puesta en escena (era un actor en ciernes, como casi todos, aunque no lo saben), fue surgiendo el Julito versátil y carismático que ha sido hasta el final, fue asumiéndose actor, fue incorporando el humor a sus décimas improvisadas o recitadas (en el otro Julito el humor era prácticamente nulo, era un “poeta serio”, como mandaba el “libro de estilo” pereiriano-naboriano). Comenzó entonces a ejercer de maestro de ceremonias en los espectáculos. Ya no solo era el gran repentista (ágil, rápido, seguro, ingenioso, metaforista) sino que ahora era también capaz de conducir un espectáculo (sustituyendo la labor que hacía en Matanzas Bonifacio Menéndez, por ejemplo), y era capaz de protagonizar controversias humorísticas, y eran casi dos metros de poeta carismático sobre el escenario, con sus manos enormes y sus grandes brazos reorganizando el espacio escénico, comunicando el doble o el triple que sus compañeros de reparto.

Así era Julito Martínez, el gran repentista cubano al que todos lloran hoy. A todos ha sorprendido su muerte, y todos dicen que era un maestro y una leyenda viva. ¿Ahora es una leyenda muerta? Digamos que no: la esencia de ser leyenda es el pacto con la eternidad, lo de leyenda viva es un epíteto laudatorio, redundante en su esencia. Julito Martínez es, junto a Chanchito Pereita, Asael Díaz Candelita, Jesús Tuto García, Manolito García, Ernesto Ramírez, Rafael García, Gerardo Inda, Ramoncito Martinez, el olvidado José Miguel Bello, el más olvidado José Luis Guerra (Guerrita), Evandelio Tejera, Manolito Soriano, Efrain Reveron Arguelles y algunos más, la vanguardia repentista de la primera promoción post-naboriana, uno de sus abanderados y adelantados, un maestro.

¿Sus huellas e influencias? No tengo claro que Julito Martínez haya dejado una huella estilística que cree epigonías entre las nuevas generaciones. Creo que deja grandes admiradores, pero no así seguidores de su estilo. En esto influye que no fue un repentista mediático, televisivo a nivel nacional, sino que su obra es conocida solo en el mundo de los repentistas, y mucho más en Matanzas y Mayabeque que en el resto del país.

¿Su mayor legado? Creo que Julito Martínez era un ejemplo insondable de profesionalidad, dentro y fuera del escenario, y que, aunque no lo sepan o lo crean, ha marcado el camino hacia lo que debe ser y hacer un repentista del siglo XXI: la versatilidad escénica. Ya no basta con ser “poeta-serio”, hay que ser capaz de ser “poeta-actor” y desdoblarse como si Stanislasky estuviera entre el público haciendo un casting para un próximo guateque: tener capacidad para “soñar” cuando haga falta, y capacidad para hacer reír, y capacidad para comunicar más allá de los versos, para usar bien el lenguaje gestual, para ser rápidos, para ser lentos, para ser diáfanos y claros, para ser profundos y hasta abstractos. Eso fue, eso es, Julito Martínez, el Gigante de Pipián, un hombretón con risa de adolescente pícaro, una mezcla sublime de Naborí y Germán Pinelli, un hombre culto en su empirismo y su autodidactismo (como casi todos los repentistas, su obra creció bajo el influjo de los poetas románticos y post-románticos, fundamentalmente), un decimista, un repentista, un sonetista, un buen romancerista, un humorista en verso… Es decir, un poeta tradicional de estirpe clásica y un actor en potencia, como todos.

¿Mis mejores momentos con él? La controversia sobre la luna que ya cité (1978 o 79) y nuestra controversia en el Casino Español de San Antonio de los Baños, en 1991, durante el primer evento titulado “Recordando Campo Armada”. Recuerdo que nos tocó como tema “el amor” (éramos 5 parejas de improvisadores y cada uno cantaba uno de los temas de la famosa “Controversia del siglo”, protagonizada por Naborí y Valiente, en el estadio de fútbol Campo Armada, en 1955); recuerdo que fue la controversia más aplaudida de la tarde, o una de las más aplaudidas. Luego, tuvimos incontables controversias: en La Habana muchas, durante mi adolescencia y primera juventud, pero sobre todo en Matanzas (en San Luis, en el Parnaso, en Limonar, en Ibarra, en Colón, en Parico).

Su muerte deja un gran vacío. Basta revisar las redes sociales y ver los comentarios que llegan desde Cuba o desde Miami, las condolencias solidarias de improvisadores de Panamá, Argentina, México, España, Colombia, Perú y otros países. Cómo siempre sucede, él no lo hubiera imaginado. Ninguno de los que cantábamos punto guajiro en la Casa de la Cultura del Cotorro, o en Guamacaro, o en la Peña de Cuatro Caminas y la Sala White de los años 80, hubiera imaginado que su muerte provocaría una ola de pésames entre los improvisadores de casi todos los países de la lengua. Son otros tiempos. Ya todos sabemos que existen los otros. Ya los guajiros repentistas cubanos son conocidos y escuchados por los payadores del cono sur americano, los troveros españoles, los cantadores de mejorana panameños, los galeronistas venezolanos y un largo etcétera. Por eso es perentorio darles la importancia que merecen dentro de Cuba. No basta con el aplauso oficial, tan sobreactuado a veces, tan caritativo pese a todo. No basta con que la UNESCO nos condecore con un título oficial. Es necesario y urgente que en Cuba, el Olimpo del repentismo para algunos, la Meca de la improvisación para otros, se considere a cada repentista como lo que es: un patrimonio real, un artista del que enorgullecerse, y se haga en vida, no cuando no se entere.

¿Unas décimas de muestra? Tomemos estas tres que improvisó con Omar Mirabal en uno de sus regresos a Lote Seco, la barriada de Pipián donde nació. Fue un día de su cumpleaños, y dijo el poeta:


Nací en esta tierra un día
un 27 de mayo
pero me fui en un caballo
de dolor y lejanía.
Hoy vuelvo a esta vaquería
porque el hijo del deber
si quiere buen hombre ser
o quiere ser infinito
nunca olvida el pedacito
que un día lo vio nacer.

Hoy me perfuman las flores
de Madruga y Nueva paz
aquí donde tengo más
amigos que admiradores.
Hoy he vuelto entre cantores
a saborear mi altruismo.
Y a golpe de repentismo
vuelvo a mi pueblo adorado
más viejo y más arrugado
pero sigo siendo el mismo.

La décima está conmigo
como una fruta pintona
desde que la comadrona
vino a cortarme el ombligo.
Por ella soy pan y trigo
de mi monte y de mi llano
y las palmeras temprano
me han mimado sin alarde
desde que empecé una tarde
a cantar punto cubano.

Descansa en paz, poeta. Saluda a los colegas que se han mudado al mundo del silencio y cuéntales los cambios. Diles que pronto, muy pronto, sus nombres serán recuperados, sus obras estudiadas, sus rostros conocidos. Ahora, al menos, tendrán un buen maestro de ceremonias para los guateques post morten.