A todos nos educan para vivir en una casa. Nos acostumbramos a decir “mi casa” y la casa termina poseyéndonos, representándonos, actuando y hablando por nosotros. Es difícil librarse. Difícil no, imposible. La única forma de sobrevivir a la tiranía de una casa en tener varias. Yo he podido.
De la casa en que nací no tengo memoria. Era el cuartucho de un solar en la calle Príncipe, de Centro Habana, un barrio ilustre, el Cayo Hueso de Moraima Secada, Elena Burque, los Rubalcaba y otros. Yo solo recuerdo una escalera larga, verde de moho y tambaleante, progenitora de mis primeros miedos infantiles. Ya ni el solar existe. Por lo tanto, crecí libre de ella.
De mi segunda casa tampoco hay recuerdos. Solo que estaba más allá del mar, en una calle céntrica de Nueva Gerona, y que tenía una escalera (otra) por la que una tarde bajó mi hermana Caridad y se perdió, para angustia de todos. De esa casa aprendí que, aún siendo niño, lo normal es podía perderse. Mi otra casa en Gerona se convirtió (esa sí) en mi primera casa-casa, con su portal, su patio, sus perros, sus gallinas, con el río Las Casas cantándome al oído y las montañas de caolín dictándome de cerca mis primeros dibujos. Era una casa con el techo a dos agua, mitad madera, mitad mampostería, con más de cien palomas cagando y distrayendo las horas muertas de mi padre. De esa casa aprendí que la palabra “marañón” era tan comestible como efímera, y que mirar al sol tendido en la hierba me llenaba los ojos de burbujas felices. Era una casa humilde del reparto Micons.
Mi casa del Diezmero fue mi segunda casa-casa, calle Otero, 12203, con su portal lleno de insectos por las noches, su patio lateral para los juegos, sus hierbajos y un perro. De esa casa aprendí que los padrastros, a veces, son mejores que las madrastras de los cuentos.
Mi casa del reparto La Cumbre fue mi tercera casa-casa, con la amenaza diaria de que la placa nos cayera encima (lluvia de cemento sobre nuestras camas, en las sopas, en nuestros spend-drums adolescentes), una casa-casa con largos meses sin luz eléctrica y cables clandestinos que robaban la corriente del alumbrado público; una casa-casa con hambre, con mucha hambre, con hambre a gritos y hambre muda (sin hache), con primos, con muchos primos, con una prima que se suicidó para espanto del patio, con abuela, con mucha abuela, con una abuela que era abuela y abuelo y tía y tío y madre y padre, todo a la vez, y pedaleaba en una Singer que hacía música a compás con mi primera Remintong (a la que le faltaba la letra “a”, por cierto).
Luego vino la casita de Ibarra, en Limonar, Matanzas, mi casita de campo, con paredes de abode, con fogón de carbón y pozo de agua y techo de zinc y una triste bombilla como única iluminación y una más triste radio VEF que hablaba en español y se oía en ruso. Ah, pero yo era feliz, más feliz que en las otras, con una Mabel joven que me llenó de besos a cambio de versos (yo no sabía, entonces, que de la unión de besos y versos salían los niños), con perros y gallinas y malangas y plátanos que me llamaban por mi nombre, con chirimoyas y guanábanas que echaban sombra sobre mis manuscritos, con cocuyos que me alumbraban el camino silbándome.
Luego vino mi primer cuarto-cuarto, en Luyanó, que acabaría siendo mi barrio-barrio ya para siempre, el barrio de mi madre y mis hermanos, el barrio de vecinos que crecieron conmigo aunque me vieran grande, sí, mi barrio, porque sería nefasto crecer sin tener barrio propio, huérfano y paria en la ciudad de uno. Así que lo hice mío. Y en Luyanó tuve dos casas, La Guarida, tan pobre, tan oscura, tan húmeda; y mi casita del Callejón Herrera, de la que no podíamos salir cuando llovía porque el agua llegaba a las rodillas y había que subir los muebles en los muebles, los libros en los libros y al niño sobre el niño para que no se ahogase o se electrocutase. Y allí, otra vez, con besos-versos, otro niño.
Luego vino mi casa más alta de todas las casas, pero no casa-casa, sino un apartamento-apartamento, apartamento-préstamo en el noveno piso de un humilde rascacielos habanero, en Infanta y Manglar, concretamente, y mi primer ascensor, mi primer interfono, mis charlas nocharniegas con un semáforo tartamudo y burlón. Ah, y vecinos ilustres y anchas paredes de mármol verde y nueve pisos de escalera con un niño a cuestas cuando el ascensor tomaba vacaciones.
Y por fin, otra casa, mi Casa, con mayúsculas, mi Casa-Casa en el Reparto Flores, junto al mar, rodeada de silencio, con dos cocoteros como CVPs y el viento en las ventadas de cristal ladrándome, con miles de horas diarias para mí, con mi madre viniendo los domingos a colarme café y a quejarse de aquella tanta “paz por gusto”.
Y estos son todas. Porque no voy a contar como mis casas las tantas no-casas que habité con mi padre, las de efímeras madrastras y hermanastros, las de “recoge y vámonos, poeta” cada pocos meses. Solo una. La pequeñísima no-casa de Escobar y San Lázaro, la de mi nueva madre llamada Carmen, tan madre y tan Carmen a la vez, tan “no se vayan”, despidiéndonos.
Y luego llegué a España, y fui feliz en aquel apartamento de Aguadulce, Almería, el de Natalia descubriéndome nuevas acepciones de la lluvia. Mi casa-apartamento durante veinte años, tan blanco, tan sobrio, tan elegante, tan tranquilo, con otro niño hecho de besos-versos (el tercero).
De aquella casa-apartamento me quedó un raro “eres de aquí, de allí, de todas partes”, un extraño sabor a cartas gratis y llamadas telefónicas carísimas, y un duro aprendizaje: que el amor es tan frágil que parece irrompible.
Y de pronto, una casa-chalet, la de dos plantas en la Plaza Lima, la del divorcio, la de la soledad, la de la escritura como terapia y salvavidas, una casa hermosísima, con aquella mesa de mármol en un patio interior para las comilonas vecinales, con su garaje inmenso y yo ni bicicleta, con el niño viniendo a cuidarme los fines de semana.
Y después otra casa en el mismo Aguadulce, en la aburrida calle Mare Nostrum, la de la cuesta en que dolía el corazón, la del pasillo largo entre la puerta y la cocina, la casa transitoria, la no-casa, mi primera no-casa de las muchas no-casas en España.
Otra casa no-casa tuve en la calle Peñuelas, de Sevilla, una no-casa con olor a flamenco y a cera de Semana Santa todo el año, la del campanario gritándome ateo con puntualidad dominical, la de Charo sentada al piano o haciendo yoga ante el espejo, la de “el amor era azul y se lo llevó un perro en la boca”.
Y ahora heme aquí, de nuevo solo, en una casa-apartamento impersonal y hermosa, la de la calle San Vicente, cerca de calle Baños, en un barrio tan tranquilo, tan limpio, tan barrio para quedarse ya y hacer amigos. Pero es la soledad, es el insomnio, es el silencio espeso, son ellos quienes bajan y suben la escalera conmigo y no puedo. Tantas cajas de libros para qué. Tantas horas de teclado para qué. Tanto yo conmigo que me preño.
Y a todas estas casas, ¿qué las une? ¿Qué denominador común las comunica? Mi madre. La ausencia de mi madre más bien, su no presencia. La sombra de mi madre librándome del sol y del olvido, colándome café a las cinco en punto, como si yo bebiera café por las mañanas.
Sí. A todos nos educan para vivir en una casa. Nos acostumbran a decir “mi casa” y la casa termina poseyéndonos, representándonos, actuando y hablando por nosotros. Las mías no. Yo hablo por ellas. Veré qué tengo que decir sobre las próximas.
Postdata-1:
Ya estoy en otra casa, ahora en Madrid. Pero nos conocemos tan poquito que tengo todavía las palabras metidas en cajas.
20 de agosto de 2021