Madrugo. Mi cama enviuda,
aunque yo no me haya muerto.
Madrugo. Es decir, despierto
para ver si Dios me ayuda.
Hay una luz tartamuda
manoseando la ventana.
A esta hora de la mañana
ni las calles están puestas.
“No sé para qué te acuestas”,
dice mi sábana. Y gana
la apuesta que había hecho
con mis zapatos y el pan.
“No hagas caso al qué dirán”,
me dice, en voz baja, el techo.
Estiro el brazo derecho.
Bostezo con estrabismo.
Madrugué. Me da lo mismo.
No está Lisset. Sobra cama.
El baño abierto me llama.
Me levanto. ¿Priapismo?
Lo eréctil, accidental.
Más fisio que psicológico.
Más tonto que escatológico.
Zoológico y no sexual.
La micción llega al final
y me aseo. Cara. Manos.
Dientes. Los seres humanos
somos frikis del aseo.
En el espejo me veo
un yonqui de vicios sanos.
Yonqui de la transferencia.
Yonqui de ceros y unos.
Yonqui de los desayunos.
Yonqui de la inteligencia.
Yonqui del amor, su esencia
y estructura circular.
Amar porque para amar
alguien te ama y si te ama
uno ama ese amor que ama-
manta tu forma de amar-
telarte en la piel ajena
(que es tu piel cuando se juntan
y los poros ni preguntan,
hablan con la boca llena).
Simpática es esta escena:
poeta en paños menores
indagando en pormenores
del aseo personal
y contándole al cristal
la esencia de sus amores.
Guardo la pasta dental.
Cierro el grifo (en Cuba, “llave”).
El agua piensa que sabe
más que yo. A mí me da igual.
La dejo con su fractal
equívoco H2O.
El agua, el cristal y yo
somos ahora un tres-en-uno.
La palabra “desayuno”
salta desde mi reló.
7 y 10 de la mañana.
A las 9 sale el tren.
Decido ducharme. Bien.
Aplaude mi parte humana.
Adiós, ropa. Agua temprana.
Blanca espuma y negra piel.
Blando discurso del gel.
Gritos del agua caliente.
Vaho semitransparente.
Sueño que se va a granel.
Salgo envuelto en la toalla.
Voy al cuarto. Calzoncillo.
Complicidad del anillo.
El reló dando la talla.
Mi camisa no se calla.
Mi pantalón dice “voy”.
Mis zapatos, “ aquí estoy”
Mis calcetines también.
Todo les parece bien.
No sé qué sucede hoy.
Voy a la cocina. El pan
le hace una seña al café
y el café habla con el té
y el té le cuenta mi plan
a la mantequilla … ¿Están
mis “amigos” complotados
para que con 12 grados
de temperatura afuera
yo encuentre alguna manera
de ser feliz a su lado?
Son las y 20. Las 7.
Todo el mundo en mi cocina
sabe , acepta o imagina
que viajo rumbo a Albacete.
“Vete ya”. “Quédate”. “Vete”.
“No vayas”. “¿A dónde vas?”
Lo que no saben quizás
es que Albacete no es
destino final. Después
sigo para Murcia. Es más,
¿mi destino final? Mula.
El festival “Epicentro”.
Espectacular encuentro
que el espíritu estimula.
Juega el viento al hula-hula
con una hoja en la ventana.
Me como media manzana
mientras se calienta el pan.
El café del Covirán
es distinto al de La Habana.
Galopa la cafetera.
El olor lo invade todo.
Doblo el hambre y lo acomodo
sobre el trozo de madera
donde corté el pan. Afuera
sol y frío cambian rol.
Es egocéntrico el sol.
Es bético y sevillista.
Es machista y feminista.
Habla en perfecto octoñol.
Voy tarde. Miro la hora.
Revisto el pan con paté,
le borro el humo al café
y mi lengua se enamora.
Voy al cuarto. Aquí y ahora
toca vestirse y salir.
Ayer, antes de dormir
dejé lista la maleta.
“Qué bien lo has hecho, poeta”,
dice el sol. Se echa a reír.
“Llama a un Uber”, dice el viento.
“O un taxi”, aconseja el frío.
Mi teléfono es tan mío
que llama un taxi al momento.
Batería al 100%.
Mochila, bolso, maleta.
“Qué bien lo has hecho, poeta”,
me repite el sol, burlón.
El sol tiene aliento a ron.
El sol es bohemio. Un jeta.
Salgo. Llamo al ascensor.
Bajo. Me pongo en la acera.
La temperatura afuera
es varios grados menor.
No hay nadie a mi alrededor.
Coches. Árboles. Basura.
El frío me desfigura
la cara de niño bueno.
Un frío otoñal, obsceno.
Un frío con calentura.
Llega el taxi. “A Santa Justa”.
“Buenos días”. “Buenos días”.
En la ventanilla estrías
de humedad. No me disgusta.
Chófer de cara robusta
y silencio almidonado.
Poco tráfico. A mi lado
pasan más coches sonámbulos.
O bohemios. O noctámbulos.
Otros yo que han madrugado.
Va tan callado el taxista
que esto parece un secuestro.
¿Y si le hablo y le demuestro
qu soy un jodido artista?
No lo hago. A simple vista
se oye que no quiere hablar.
Ya está. Vamos a llegar
muy rápido a la estación.
Cuando no hay conversación
no es lejos ningún lugar.
Llego. Pago. No hay propina.
Pago el viaje con tarjeta.
Saco mochila y maleta.
El sol me mira y no opina.
Se va el taxi. Era un Festina.
Entro en la estación puntual.
Me da tiempo, menos mal ,
para un segundo café.
Me lo tomo allí, de pie.
A los trenes les da igual.
Tren Sevilla-Barcelona
con parada en Albacete.
Las 9 y 12. Andén 7.
Llegué a tiempo. Estoy en zona.
Miro persona a persona
a todo el que está a mi lado.
Aquel no ha desayunado.
Aquella solo café.
Aquel otro no lo sé.
Aquella otra se ha inflado.
Paso el escáner. Pasamos.
El tren ha llegado ya.
Coche 1. Asiento 2A.
Todos nos acomodamos.
Voy contra el sentido. Vamos.
Me da igual. Conozco a alguno
que se marea. Yo (un huno,
un bárbaro, un visigodo)
me acostumbro a todo. A todo.
Incluso, al no desayuno.
Porque no he desayunado.
¿Dos cafés?, ¿pan con paté?
Eso no es nada, lo sé.
Ni siquiera me he sentado.
El tren sale. Nadie al lado.
La luz ríe supersónica.
Saco mi sonrisa icónica.
Son las 9 y 21.
¿Crónicas del desayuno?
No hay desayuno, sí crónica.