Un libro de poemas, a diferencia de lo que piensan muchos, recorre un largo camino desde su nacimiento "real" (el parto del primer poema) hasta la llegada a manos del lector. En la próxima primavera verá la luz uno de mis libros con un camino más difícil y largo, Un día caulquiera del vendedor de gafas, un doloroso testimonio sobre la realidad de muchos inmigrantes en España (y en el resto de Europa). Poemas de denuncia, gritos de dolor, fotos tristes convertidas en textos, este poemario comenzamos a escribirlo en el ya lejano año 1999 (¡hace 12 años!) y no ha dejado de crecer y trasnformarse en todo este tiempo. Lo curioso, lo lamentablemente curioso, es que la realidad que narran sigue intacta, por lo tanto, cuanto se "canta" en estos versos constituye un alegato de amarga vigencia. Cada uno de estos poemas podría haberlos escritos hoy, el mes pasado, hace un año. Pero lamentablemente, también podrían ser escritos mañana, el mes próximo, dentro de un año. Poesía social, sí, poesía que deja de mirarse el propio ombligo para mirar el ombligo de los otros, de los descamisados que andan siempre con el ombligo al aire. Espero que a los lectores llegue como lo que es, un grito individual que se pretende colectivo.
Nota del jurado
La decisión del jurado de conceder el accésit al manuscrito Un día cualquiera del Vendedor de gafas obedece básicamente al deseo de reconocer y premiar una obra poética inspirada en la realidad cotidiana y en la capacidad del creador de descubrir la poesía de la realidad prosaica del día a día. Este es, a nuestro juicio, el fantástico don del escritor. El gran Carpentier decía en uno de sus conocidos estudios sobre “lo real-maravilloso” que
[…] lo maravilloso comienza a serlo de manera inequívoca cuando surge de una inesperada alteración de la realidad (el milagro), de una revelación privilegiada de la realidad, de una iluminación inhabitual o singularmente favorecedora de las inadvertidas riquezas de la realidad, de una ampliación de las escalas y categorías de la realidad, percibidas por particular intensidad en virtud de una exaltación del espíritu que lo conduce a un modo de “estado límite”.
Lo maravilloso, lo poético, se encuentran en la realidad, surgen de esta realidad observada en sus más mínimos detalles constantemente. El escritor, afirma Carpentier, y lo demuestra en su propia creación literaria, no debe reelaborar de manera fantástica los datos; el cosmos subjetivo del escritor consiste en la recreación de la realidad enfocada a través de la revelación privilegiada.
El autor del poemario recurre a una doble perspectiva, la del inmigrante ante la realidad europea y la del europeo ante la realidad del inmigrante. El poeta se fija en el humilde vendedor de gafas, estatuillas, discos compactos ilegales, collares y amuletos, “con los ojos hinchados de mirar sin ver, / y los tímpanos carcomidos por palabras esdrújulas, / y la lengua deforme [que…] a las doce y cinco minutos de la noche[…]cae dormido sobre su propia sombra, / entre su mercancía”. Intenta descubrir el poema en los restos un naufragio, en un bazar o en las calles de Argel, o en las caras de muertos vivientes de los negros que a las tres de la tarde entrar a hacer sus compras en Carrefour. La luz inhabitual y favorecedora de las inadvertidas riquezas de la realidad le permite al poeta ver el mar de aguas oscuras “llenas de cadáveres que nadie ve”, o a los familiares de los inmigrantes sin nombre que perecen en las costas de Europa.
Son breves historias de personas anónimas, que se descubren únicamente ante los ojos privilegiados del creador: el tocador de banjo de la estación del metro, la de la Venus Hotentote, el guerrero bosquimano, el náufrago Mohamed y tantos otros.
La sustancia poética no reside principalmente en los recursos estilísticos habituales de la lírica, sino en el lenguaje adecuado a la realidad descrita, con metáforas e imágenes originales, inéditas, que son el reflejo literario de la revelación privilegiada de la realidad.
Foto: León Calquin
Un día cualquiera del vendedor de gafas
para Uberto Stabile
para Inongo-vi-Makomé
A las diez de la mañana
el negro vende gafas de sol, cinturones de piel,
tallas artísticas con pezones y cuernos.
A las dos de la tarde el negro vende ébano bembón,
collares bendecidos por lejanos orishas.
Con la mirada perdida en algún punto de la otredad,
solo, en cuclillas, el negro vende.
Salió de África un lunes de peces ciegos
y maderos enmohecidos por la luna, un lunes agrio;
salió apoyado en el hombro de otros potenciales vendedores
de gafas de sol, cinturones y tallas.
Dejó una casa enorme, con rascacielos verdes,
con gigantescos animales domésticos.
Dejó una mujer rodeada de anafes,
cacerolas de barro y ojitos redondos y ahuecados
como las antiguas monedas de veinticinco pesetas.
A las seis de la tarde el negro vende collares y amuletos.
A las diez de la noche el negro vende pedacitos de música.
Vende envuelto en trapos multicolores
y con los dientes blancos.
Vende a la vez que sueña
con papeles que legalicen su rubor,
o con goles que lo rediman de visitar el mercadillo.
El negro tiene los ojos hinchados de mirar sin ver,
y los tímpanos carcomidos por palabras esdrújulas,
y la lengua deforme.
Por eso los niños se ríen
cuando lo escuchan proponer “cinturrones”.
Por eso casi nadie compra sus mercancías.
Por eso, incluso, molesta el tono oscuro de la palabra “gafas”.
Por eso, incluso, los pequeños comerciantes lo denuncian.
Por eso, incluso, abundan policías y traficantes de indigencia.
A las doce de la noche el negro cuenta las monedas que tiene.
Las gafas que le quedan. Los cinturones.
Los senos y los cuernos de madera.
A las doce de la noche se supone que los orishas despiertan
y toda África bulle entre tambores y danzas tribales.
Pero a las doce y cinco minutos de la noche
el negro cae dormido sobre su propia sombra,
entre su mercancía.
Cae dormido con los ojos redondos y ahuecados
como antiguas monedas de veinticinco pesetas,
ojos que no le sirven para nada en la época del euro.
“Quiero vivir más de 45 años”
Da Diallo acaba de ser rescatado del mar. Su lancha chocó contra el pesquero al que se había acercado para pedir agua y gasolina. No parece afectado por la muerte de su hermano mayor, cuyo cadáver se halla a solo unos metros. Cuando un voluntario de la Media Luna Roja le pregunta por qué quiere ir a Europa, responde: “Quiero vivir más de 45 años”.
Tomás Bártulo, El País Semanal, 16 de abril de 2006, p. 53
¿Y dónde está el poema?
¿En sus párpados mohosos como tablas náufragas?
¿En el vidrio molido de su orina reciente?
¿En las lejanas costas de Nuadibú,
en las chabolas letrinosas de Nuakshot?
¿Dónde está el poema?
Buscamos, como arqueólogos desesperados,
los restos del poema entre las rocas,
pero sólo encontramos los ojos de Da Diallo,
que sólo ve los restos del cayuco,
que sólo ve la furia de las olas,
que sólo ven el cadáver de un niño de 44 años.
¿Dónde está el poema, dónde se habrá metido?
Seguramente, el agua reblandeció sus partes,
oxidó sus signos más visibles,
y nos queda tan solo la escena del crimen,
el cadáver del poema, pero no su cuerpo.
De todos modos, convencidos de la importancia del poema,
continuamos buscando, buceamos con cámaras de vídeo,
cámaras fotográficas, bolígrafos, lápices,
SMS, emails, sonidos guturales, canciones de protesta,
con toda la parafernalia de la voz
buscamos el poema, sus huellas, sus restos,
pero sólo hallamos los ojos de Da Diallo, comidos por el frío,
salpicados de arena en una vanguardista instalación del miedo.
No está el poema, pero sí su imagen.
No está el poema, pero sí su hermenéutica salvaje.
Da Diallo estuvo meses entrenando para nadar bien.
Da Diallo nada de forma tan sublime que ahora es
la única parte del poema visible, su parte plástica.
Decepcionados, los convocados para el levantamiento del poema
nos conformamos con un único verso:
“Quiero vivir más de 45 años”,
un raro verso de trece sílabas
—nada frecuente en estas costas—
puesto en la boca de alguien
que no sabía, evidentemente, matemáticas.
La mejor hora para ir a Carrefour...
A las tres de la tarde las cajeras
se turnan para tomar café (o ir al servicio).
De pronto, mudas, con los ojos,
las bocas y las cajas abiertas,
miran entrar a un grupo de cadáveres.
Los ven coger los carros de la compra,
descalzos, con la ropa mojada
y manchada de arena. No tienen ojos,
sino peces nerviosos en las cuencas vacías.
No tienen voz, sino un gritillo lánguido,
como de tabla rota.
Unos son negros, otros verdes, otros azules,
la mayoría color travertino.
Tranquilos, los cadáveres se dispersan
por los departamentos.
Una cadáver embarazada va,
apoyándose en otra,
a ver la ropa de bebé.
Los hombres van, de tres en tres,
a escoger frutas,
pantalones, electrodomésticos.
Todo normal, hasta la frialdad
del cantante de moda por los altavoces.
Entre los cadáveres no hay ninguno que fume.
Sólo uno bebe alcohol.
Y un tercero sabía que existía el látex.
“Son más de quince”,
piensa la muchacha de la caja número 1.
“Son más de treinta”,
piensa la muchacha de la caja número 2.
“Son cientos, miles, cientos de miles”,
piensan las muchachas de las cajas 3 a la 8.
“Son negros”, piensan las muchachas de la 9 a la 15.
“Son muertos”, piensan las muchachas de las 16 a la 22.
“Son jóvenes”, piensa la muchacha de la 23.
“Son negros muertos jóvenes”, piensan todas,
y continúan mirándolos.
Los cadáveres deambulan por Carrefour,
llenan los carros de panes y peces,
de latas, frutas, ropa sport, confituras.
No hablan con nadie. Y nadie habla con ellos.
Sólo las cajeras observan, atónitas,
cómo pasan por caja sin pagar,
desdentados y frágiles,
y se alejan hacia los botes
que los aguardan en el aparcamiento.
“Es increíble cómo ha avanzado
el mar en los últimos años”,
comenta la muchacha de la caja número 24.
“Sí, es increíble”, repiten a coro las demás,
y se quejan de haberle puesto sal
en vez de azúcar al café, y sonríen.
Reflexiones de siesta
Estamos tan acostumbrados a ver África
en los documentales de La 2, en colores,
que nos asustamos de ver al vendedor de gafas
siempre en blanco y negro.
Estamos tan acostumbrados
a los festivales de música étnica
que nos asustamos de los camerunenses
que tocan en el Metro.
Estamos tan acostumbrados a ver tetas famélicas
y niños fideiformes en los documentales de La 2
que nos asustamos de las tetas famélicas
y los niños fideiformes de las otras cadenas.
Estamos tan acostumbrados a donar
un euro diario para el Tercer Mundo
que nos asustamos si las gafas de sol
cuestan seis euros.
Estamos tan acostumbrados
a ver a los xenófobos y a los skinheads en colores
que apenas nos conmueve la violencia cercana,
en blanco y negro.
Tomados de mi libro UN DÍA CUALQUIERA DEL VENDEDOR DE GAFAS, Accésit del Premio Internacional de Poesía Tomás Morales, 2010.
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