Borges ante el espejo y en penumbras
Nadie sabe el tamaño de su cara.
J. L. Borges
I
Nadie sabe el tamaño de su cara.
Nadie sabe del polvo que está hecho.
Nadie sabe qué brazo es el derecho.
Nadie sabe qué el tiempo le depara.
Nadie sabe quién busca una cuchara
al otro lado de su pan deshecho.
Nadie sabe si el liquen y el helecho
son parte de su piel, oscura o clara.
Nadie sabe qué música es la suya,
qué silencio, qué luz, qué Padrenuestros.
No sabemos, aunque alguien reconstruya
la cara, el polvo, el pan de los ancestros,
quién será el hombre que nos sustituya
con cara, polvo y pan que fueron nuestros.
II
Borges ante el espejo y en penumbras
es un hombre feliz. Hasta podría
enviudar del bastón. Basta, María:
le hacen daño las velas. Si le alumbras
la vieja biblioteca lo acostumbras
a una falsa ilusión. Su poesía
está llena de criptas. Se diría
que está llena de espejos y penumbras.
Borges, como los ciegos medievales
adora los romances, las tragedias,
los objetos punzantes, los cristales,
las cartas rotas, los poemas a medias,
las ruinas de los hombres inmortales
buscando al tacto en las enciclopedias.
III
Nadie sabe el tamaño de su cara
ni el color de su piel, o de sus ojos.
Nadie sabe qué herencia, qué despojos
se conjugaron en su cuerpo para
que hablara y respirara y caminara.
Nadie sabe por qué a los anteojos
máscara de la vista y sus enojos,
antifaz que de todo nos separa
además de “quevedos”, “gafas”, “lentes”
se les llama también “impertinentes”.
¿Sarcasmo del idioma? ¿una advertencia?
La verdad es que nadie sabe nada.
Sólo el ciego confía en su mirada,
henchida como está de indiferencia.
|