"Uno de los mejores narradores cubanos de la hora presente"
(Juan Bonilla)

Del Blog de Díaz-Pimienta

nov
08

CARTA DE DON QUIJOTE A DULCINEA

Publicado por Alexis Díaz Pimienta el 8 noviembre 2012 a las 1:46 pm

Otro capítulo de En un lugar de la mancha, nuestra versión de Don Quijote en verso, que será editado por Scripta Manent en el 2013.




Ilustraciones de Roberto Fabelo


Después de escuchar historias
de distintos caballeros,
y de mirarlo imitar
al famoso Beltenebros,
Sancho Panza le pregunta
a su caballero enfermo:
«—Señor…, y a vuestra merced,
¿qué causa loco lo ha vuelto?,
¿qué dama le ha desdeñado?,
¿qué señal ha descubierto
de que doña Dulcinea
del Toboso hubiera hecho
niñerías con un moro
o con un cristiano viejo?»

«—He ahí el punto, noble Sancho,
y esencia de mi negocio;
pues a un caballero andante
con causa volverse loco
ni grado ni gracias tiene,
el toque se halla en lo otro:
desatinar sin motivo
y exponerle de este modo
a mi dulce y bien amada
Dulcinea del Toboso
que si en seco hago estas cosas,
en mojado qué no logro;
cuanto más, qué harta ocasión
tengo en la ausencia que porto
de mi dulce Dulcinea,
porque yo lo reconozco:
quien está ausente, los males
los tiene y los teme todos.
Así que, querido Sancho,
no gastes tiempo ni arrojo
aconsejando que deje
tal imitación. Soy loco,
loco he de ser hasta tanto
tú no vuelvas del Toboso
con la respuesta a una carta
para la mujer que adoro;
y si la respuesta es buena
han de acabarse mi lloro,
mi sandez y penitencia,
y si no, pues seré loco
de veras, y enloquecido
no voy a sentir agobio.
Así que de cualquier forma
que respondan del Toboso
saldré del conflicto bien,
dando a su respuesta gozo,
por cuerdo, si es positiva,
si es negativa, por loco.
Pero dime, Sancho Panza,
¿traes bien guardado el roto
yelmo que era de Mambrino
que te vi alzarlo hasta el hombro
cuando aquel desconocido
quiso convertirlo en polvo,
aunque no pudo vencer
la fineza de tu arrojo?»

A lo cual respondió Sancho:
«—Vive Dios, mi caballero
de la tan Triste Figura,
sufrir ni llevar yo puedo
en paciencia algunas cosas
que vuestra merced ha hecho
o dicho, y que yo por ellas
a imaginar vengo luego
que todo cuanto me dice
de caballeros y reinos,
de doncellas defendidas
y conquistados imperios,
de dar ínsulas y hacer
otras mercedes y excesos,
todo debe de ser cosa
de mucha mentira y viento,
mucha pastraña o patraña,
o como se llame eso,
pues quien le oyere decir
que bacía de barbero
es el yelmo de Mambrino
y que no salga del yerro
en más de un día y su noche,
¿qué ha de pensar, caballero,
sino que quien esto afirma
tiene el juicio güero y hueco?
La bacía que menciona
en el costal yo la llevo
toda abollada y maltrecha
a ver si en casa la arreglo
y me hago la barba en ella,
si Dios me da el privilegio
de algún día a mi mujer
y a mis hijos ver de nuevo».

«—Mira, Sancho, por el mismo
que tú antes me juraste,
te juro que tienes tú
el más irrisorio alcance
que tuvo escudero alguno
de cuantos han sido grandes.
¿Es posible que no sepas
desde que andas a mi aire
que casi todas las cosas
de caballeros andantes
parecen quimeras, sueños,
desatinos, necedades,
y que todas al revés
son hechas y así nos valen?
Y no porque sea así,
sino porque tiempo hace
que andan entre nosotros
una caterva muy grande
de encantadores que mudan
y truecan nuestras verdades,
y las vuelven a su gusto
según esté de su parte
servirnos o destruirnos,
y lo que en ti tiene imagen
de bacía de barbero,
a mí me parece el grande
yelmo del grande Mambrino,
y a otro otras cosas dispares,
y fue para providencia
del sabio que es de mi parte
hacer parecer bacía
rota y con falta de esmalte
lo que realmente es
yelmo de Mambrino el grande,
porque al ser de tanta estima
este yelmo que cargaste
todos te perseguirían,
Sancho Panza, por quitármele.
Mas como lo ven bacín
de barbero, casi nadie
se preocupa, como viste
en quien quiso destrozarle
y le dejó sobre el suelo.
Seguro que si lo sabe
nunca lo hubiera dejado.
Así que, buen Sancho, guárdale,
que ahora no lo necesito,
tengo que quitarme antes
todas estas armas duras
y quedar desnudo al aire
como cuando vine al mundo,
que así me pide la sangre
seguir en mi penitencia
a don Roldán más que a nadie».

Llegaron en estas pláticas
al pie de una alta montaña,
que estaba sola entre muchas
montañas que la rodeaban.

Por su falda un arroyuelo
corría manso y se hacía
por toda su redondez
un prado de yerba fina

tan verde y tan bien cuidado
por la natura guardiana,
que daba contento a todos
los ojos que le miraban.

Había allí muchos árboles
silvestres, plantas y flores
que hacían más que apacible
el sitio para los hombres.

Allí pensó el caballero
don Quijote de la Mancha,
el de la Triste Figura,
su penitencia pasarla.

Y en viéndole comenzó,
bajo la sombra de un pino,
a señalar en voz alta,
cual si estuviera sin juicio:

«—Este es el lugar, oh, cielos,
que yo disputo y escojo
para llorar la desgracia
que me habéis dado vosotros.
Este es el sitio perfecto
donde el humor de mis ojos
acrecentará las aguas
de este pequeño arroyo
y mis profundos suspiros
van a mover sin reposo
la ramazón de estos árboles,
la señal y el testimonio
de la pena que padece
mi corazón siempre solo.
Oh, quien quiera que seáis,
rústicos dioses, vosotros
que en este frío lugar
tenéis hogar y acomodo,
oíd las quejas de este
desdichado amante loco
a quien una luenga ausencia
y unos celos oprobiosos
han traído a lamentarse
y a quejarse por el odio
de la más ingrata y bella
mujer que han visto los ojos.
Oh, Napeas, oh, Driadas,
cuyas costumbres conozco
de habitar en la espesura
de los montes tenebrosos,
así los lascivos sátiros
no perturben, os imploro,
vuestro sosiego jamás
y que me ayudéis vosotros
a llorar mi desventura,
o al menos les pido a todos
que no os canséis de oírla.
¡Dulcinea del Toboso!
Día de mi noche negra,
gloria de mi pena y lloro,
oh, norte de mis caminos,
estrella de mi alborozo,
que el cielo te la dé buena
en cuanto pidan tus ojos
porque sepas en tu ausencia
en qué estado me coloco,
Oh, tan solitarios árboles
que habéis de mirarme solo,
dad indicio, por favor,
con el movimiento corto
de vuestras ramas y hojas,
que al estar no los enojo.
Oh, tú, mi escudero Sancho,
compañero de mis prósperos
y mis adversos percances,
anota bien con los ojos
lo que me verás hacer
para que lo cuentes todo».

Y diciendo estas palabras
se apeó de Rocinante,
le quitó el freno y la silla,
le palmeó, y dijo delante:

«—La libertad te está dando
el que sin ella se queda,
¡oh, caballo tan extremo
por tus obras y proezas,
cuan infeliz por tu suerte!
Vete por donde quisieras,
que según leo en tu frente
no te igualó en ligereza
el hipogrifo de Astolfo,
ni aquel que por nombre lleva
Frontino, y que tan costoso
a Bradamante le cuesta».

Viendo esto Sancho exclamó
cuando Quijote acabó:

«—Bien haya, señor Quijote,
quien nos quitara un trabajo:
desenalbardar el rucio,
quitarle la albarda al asno;
no faltaran palmaditas
que darle, ni elogio y canto,
pero si estuviera aquí
no consintiera yo, Sancho,
que nadie desalbardara
a mi jumento, ni tanto,
que a mi asno no le tocaban
las generalas de amado
ni de enojado tampoco,
pues no lo estaba su amo,
y en verdad, señor Quijote,
a veces también llamado
el de la Triste Figura,
si de veras van los actos
de mi viaje y su locura,
hay que ensillar su caballo
para que supla a mi rucio,
porque será tiempo ahorrado
a mi viaje de ida y vuelta,
ya que si a pie yo lo hago
no sé cuándo llegaré
ni el regreso será cuándo,
porque soy mal caminante
y lento y mal orientado».

«—Digo, Sancho, que esta vez
sea como tú quisieres,
que no me parecen mal
los designios de tu mente.
De aquí a tres días te irás,
porque quiero que presencies
lo que por ella hago y digo
para que así se lo cuentes».

«—No hace falta, don Quijote,
lo juro por Jesucristo,
pues ¿qué más tengo que ver,
que las locuras que he visto?»

«—Bien estás en este cuento,
mi querido Sancho Panza,
pero me falta rasgar
la ropa, esparcir las armas,
y por estas duras peñas
darme de calabazadas
y cosas de este jaez
que de seguro admiraras».

«—Mire bien sobre qué peñas
dará esas calabazadas,
que a tal podría llegar
que con la primera gracia
a esta loca penitencia
se le acabase la máquina.
Si vuestra merced, señor,
piensa que son necesarias,
que no puede hacer su obra
sin dar las calabazadas,
se podría contentar,
si todo eso es cosa falsa
y contrahecha y de burla,
con dárselas en el agua,
encima del riachuelo
o en alguna cosa blanda
como algodón, sí, señor,
y déjeme a mí la carta
que yo diré a mi señora
que vuestra merced se daba
en la punta de la peña
más dura, difícil y alta».

«—Agradezco tu intención,
mas quiero, Sancho que sepas,
que estas cosas no son burlas,
sino hazañas muy de veras,
que no son ficticias, Sancho,
porque de otra manera
sería controvertir
la orden caballeresca
que impide decir mentiras
de relapsos mayor pena,
y hacer un acto por otro
sería mentir de veras:
así, mis calabazadas
tienen que ser bien auténticas,
bien valederas y firme
sin que lleven sobre ellas
sofístico ni fantástico
aparejo, y será buena
cosa que me dejes hilas
para usarlas como vendas,
ya que la ventura quiso
que el bálsamo se perdiera».

«—Peor fue perder el asno,
porque con él se perdieron
las hilas y lo demás,
y a vuestra merced le ruego
que no recuerde el brebaje
que en sólo oírle al momento
se me revuelven el alma,
y el estómago y el cuerpo.
Y más le ruego, señor,
que dé por pasado el tiempo
que para ver sus locuras
me ha puesto de justo término
y ya yo las doy por vistas
y por juzgadas las tengo,
y le diré maravillas
a mi señora. Le ruego
que escriba la carta ya
y me despache a ese pueblo,
mi querido don Quijote
de la Mancha, porque tengo
gran deseo de sacar
a vuestra merced de esto,
de este oscuro purgatorio
donde metido le dejo».

«—¿Lo has llamado purgatorio?
Mejor haces en llamarle
infierno, y peor aún,
si hay algo para igualarle».

«—Quien ha infierno en el silencio,
dicen que nula es retencio».

«—No entiendo lo que me explicas:
¿retencioqué significa?

«—¿Retencio?Que quien está
en el infierno no sale,
lo cual aquí es al revés,
o a mí los pies mal me anden
si es que he de llevar espuelas
que aviven a Rocinante.
Y póngame yo muy pronto
en el Toboso, y le hable
a la hermosa Dulcinea,
que ya yo le diré tales
cosas sobre las locuras
y heroicas necedades
que vuestra merced ha hecho,
para que al oír la ablande
más que un guante, aunque más dura
que un alcornoque la halle.
Y con su dulce respuesta
voy a volver por los aires
como brujo y sacaré
a vuestra merced, andante,
de este chico purgatorio
que parece infierno grande
y no lo es, pues espero
que salgamos cuando antes,
suerte que, como le dije,
no la tiene casi nadie
pues quien está en el infierno
no negará que no sale».

«—Así es la pura verdad,
mas ¿qué haremos, Sancho Panza,
para poder escribir
la tan necesaria carta?»

«—¿Y también de la libranza
pollinesca?»—dijo Panza.

«—Sancho, todo irá inserto
y sería bueno, digo,
si no hay papel, que escribiésemos
como hacían los antiguos
en las hojas de los árboles
o en unas tablas de fino
cerote, aunque tan difícil
será encontrar eso mismo
ahora como el papel
que tuviera que servirnos.
Mas ahora, Sancho Panza,
a la mente me ha venido
donde será bien copiarla:
en las hojas del librillo
que fuera del tal Cardenio.
Y tú tendrás luego el mimo
de trasladarla en papel,
de buena letra en el mismo
primer lugar que encontrares
y haya maestro de niños,
si no, cualquier sacristán
podrá trasladarla, fijo;
y no se la des jamás
a escribanos aprendidos
que hacen letra procesada
que ni Satanás ha visto».

«—Pues yo quisiera saber
¿de la firma qué ha de ser?»

«—De Amadís y otros que amaron
las cartas no se firmaron».

«—Sí, pero de la libranza
ha de firmarse con tino,
o dirán que es firma falsa
y quedaré sin pollino».

«—La libranza irá en el mismo
librillo, Sancho, firmada,
que en viéndola mi sobrina
bien podrá verificarla.
Y en lo que a la carta toca,
pondrás por firma mi marca:
Vuestro siempre, el Caballero
don Quijote de la Mancha,
el de la Triste Figura,
que hasta la muerte la ama.
Y hará poco al caso, Sancho,
que de mano ajena vaya
porque, según yo recuerdo,
mi Dulcinea del alma
ni leer ni escribir sabe,
y nunca ha visto una carta
mía, porque mis amores
y los suyos, Sancho Panza,
han sido siempre platónicos,
sólo de honestas miradas,
y esto tan de cuando en cuando
que en doce años de amarla
más que a la luz de estos ojos
que un día la tierra traga,
no la he visto cuatro veces,
y aun podrá ser que mi amada
ni una sola vez de éstas
supiese que la miraba.
Tal es el férreo recato
y encerramiento sin fallas
con que su padre, Lorenzo
Corchuelo, que así se llama,
y doña Aldonza Nogales
su madre, la bien criaran».

«—Ta, ta, ¿qué la hermosa hija
de don Lorenzo Corchuelo
es su propia Dulcinea,
llamada Aldonza Lorenzo?»
«—Ella es y merece ser
señora del universo».
«—Bien que la conozco yo,
y por eso decir puedo
que Aldonza tira una barra
sea de madera o hierro
lo mismo que el más forzudo
zagal que viva en el pueblo.
Vive el dador, don Quijote,
que es moza de pelo en pecho
y puede sacar la barba
del lodo a aquel caballero
que la tuviere de esposa.
¡Oh, desgraciada, qué rejo
que tiene y qué fuerte voz!
¡Qué carácter y qué genio!
Sé decirle que una tarde,
hace ya bastante tiempo,
se puso la Aldonza encima
del campanario del pueblo
a llamar a unos zagales
que andaban en un barbecho
de su padre, y aunque estaban
a media legua la oyeron
como si hubieran estado
al pie de la torre. Bueno,
y lo mejor que ella tiene
es que no es de fingimiento,
pues tiene de cortesana
y se burla todo el tiempo,
de todo hace mueca y gracia
y donaire y aspaviento.
Ahora digo, mi señor,
mi querido caballero
de la tan Triste Figura,
que no sólo puede, creo,
hacer locuras por ella,
sino que con justo empeño
se puede desesperar
y ahorcarse o partirse el cuello,
que nadie habrá que lo sepa
en ése o en otro pueblo
que no diga que hizo bien,
porque querría estar lejos
tan sólo por verla a ella,
que ha mucho que no la veo
y debe de estar trocada
ya que gasta mucho el cuerpo
y el rostro de las mujeres
andar siempre a campo abierto,
expuestas al sol y al aire.
Y una verdad le confieso,
don Quijote de la Mancha,
que hasta aquí he sido yo reo
de la más cruda ignorancia,
pues pensaba todo el tiempo
que la dicha Dulcinea
no era la Aldonza Lorenzo,
sino alguna gran princesa
que le enamoraba el pecho,
o alguna persona tal
que mereciese el obsequio
de los presentes tan ricos
que vuestra merced le ha hecho.
Pienso en el del vizcaíno,
o en los galeotes aquellos,
y otros muchos deben ser
según han de ser los éxitos
que vuestra merced ganó
sin tenerme de escudero.
Pero bien considerado,
¿qué importa a Aldonza Lorenzo,
digo, a doña Dulcinea
del Toboso todo esto,
que se le vayan a hincar
de rodillas en su pueblo
los vencidos que le envía?
Pues podría ser que al tiempo
que ellos llegasen a ella
ella estuviese en el huerto
rastrillando un poco el lino,
o trillando eras, y ellos
se corriesen de mirarla,
y ella se riese al verlos
y se enfadase después
con el causante de aquello».

«—Ya te tengo dicho, Sancho,
que eres gárrulo y cotilla
y que, aunque de ingenio boto,
a veces de agudo pintas.
Mas para que veas, Sancho,
cuán necio eres todavía
y cuán discreto soy yo,
quiero que este cuento sigas.
Has de saber que una viuda
buena moza, libre y rica,
y sobre todo mujer
muy desenfadada y cínica,
se enamoró de un mancebo
motilón y con barriga.
Lo descubrió su mayor
y dijo a la viuda un día
por fraternal reprimenda:
“—Señora, me maravilla,
y no sin faltarme causa,
que una doncella tan digna,
tan hermosa y principal,
y sobre todo tan rica,
se haya prendado de un hombre
soez, con tan mala pinta
e idiotez como Fulano,
existiendo en esta villa
tantos maestros, tan buenos
y llenos de teología
en quienes vuestra merced
podría escoger sin grima
como quien escoge peras”.
Mas ella, con gran carisma
y donaire respondió:
“—Señor mío, vaya pifia,
vuestra merced se ha engañado
y está pensando a la antigua
si piensa que yo he escogido
mal en Fulano, si estima
que es idiota o lo parece,
pues para mi propia dicha
y para lo que lo quiero
sabe más filosofía
que el mismísimo Aristóteles
y su letrada familia”.
Por lo tanto, Sancho amigo,
para lo mío la misma
Dulcinea del Toboso
vale como la más fina
y alta princesa del mundo;
que no todos los que pintan
y cantan para sus damas
bajo un nombre que improvisan,
según su libre albedrío
las tienen y las conquistan.
¿Piensas que las Amarilis,
que las Filis y las Silvias,
las Dianas, las Galateas,
las tan famosas Alidas
y otras tales que en los libros,
en romances, barberías
y teatros de comedias
han sido tan conocidas,
fueron verdaderamente
damas de carne y sonrisa
de quienes las celebraron
y celebran todavía?
No, por cierto: se las finge
por dar sujeto a sus liras
y porque los tengan otros
por amantes de valía.
Pues bástame a mí pensar
que la noble y distinguida
Aldonza Lorenzo es bella
y honesta y virtuosa y digna,
el linaje importa poco,
que no han de ir por la vida
a dar noticias de él
para volverlo rutina.
Para mí es alta princesa
porque, deja que te diga
que dos cosas más que otras
a que amemos nos incitan,
que son la mucha hermosura
y la fama conocida,
y estas dos cosas se hallan
perfectamente en mi chica,
en mi dulce Dulcinea,
porque en lo de ser bonita
ninguna otra la iguala,
y en la buena nombradía
pocas le llegan a ella
ni siquiera a las rodillas.
Y para acabar con todo
pienso que las cosas dichas
son así, como las cuento,
y en mi cerebro se pintan
tal como yo las deseo:
tan bellas como magníficas,
y a ella ni la alcanza Elena,
ni Lucrecia la anticipa,
ni ninguna otra mujer
de las edades antiguas,
famosas en las historias
griega, bárbara o latina.
Y digan lo que quisieran,
que si por esto me linchan
los ignorantes y simples,
los rigurosos me admiran».

«—Digo que vuestra merced
en esto tiene razón,
y que no soy más que un asno…
Mas, yo no sé, mi señor,

para qué pongo en mi boca
la brutal palabra asno,
pues no ha de hablarse de soga
en la casa del ahorcado».

Sacó el libro don Quijote
y apartándose hacia un lado
comenzó a escribir la carta.
Acabando llamó a Sancho

y le dijo que quería
leerla, para que él
la aprendiese de memoria
por si perdía el papel.

Y a esto Sancho respondió
un sí con forma de un no:

«—Escríbala en el librillo
dos o tres veces, o cuatro,
y démela, que después
la llevaré a buen recaudo,
porque pensar que yo tome
en la memoria el despacho
es enorme disparate,
pues mi recuerdo es tan malo
que muchas veces olvido
hasta como yo me llamo.
Mas, dígamela, señor,
que holgaré mucho escucharlo».

«—Escucha, que dice así
la carta que le escribí:

Carta de don Quijote a Dulcinea del Toboso

Soberana y alta dama:
El herido por su ausencia
y el de corazón llagado,
dulcísima Dulcinea
del Toboso, la salud
que no posee te entrega.
Si tu amor no es en mi pro,
si tu valor me desprecia,
si tus desdenes se afincan
en mí a pesar de mis penas,
mal podré aguantar mi cuita
tan fuerte y tan duradera.
Mi buen escudero Sancho
te hará relación completa.
¡Amada enemiga mía,
oh, ingrata y bella doncella!
Si gustares acorredme
tuyo soy de forma eterna,
si no, haced lo que más gustes,
que acabando mi existencia
satisfago tu crueldad
y mi mayor apetencia,
Tuyo hasta la muerte y hasta la locura,
Firmado: El Caballero de la Triste Figura.

«—Por la vida de mi padre
que es lo más alto que he oído.
Dice todo cuanto quiere,
pero además, muy bien dicho.
Y cómo encaja la firma
con su apodo tan legítimo,
el de la Triste Figura.
Ah, si sois el diablo mismo,
y no hay cosa que no sepa
y mal a que no dé alivio».

«—Todo es menester, amigo,
para el oficio que sigo».

«—Pues ponga vuestra merced
en otra vuelta la cédula
de los pollinos, y fírmela
con claridad porque viéndola
la reconozca quien tiene
y debe reconocerla».

«—Que me place –contestó
y la escribió, y la leyó–:

Ordeno, sobrina mía,
dar a Sancho mi escudero
tres pollinos de los cinco
que están a su cargo y tiento.
Tales pollinos los mando
y librar y pagar luego
por otros tres que al contado
he recibido. Con esto
y con sus cartas de pago
dados serán los jumentos.
Fechado en Sierra Morena,
veinte y dos de agosto. Hecho».

«—Muy buena está, mi señor.
Fírmela ya, por favor».

«—No es menester que la firme,
basta mi rúbrica andante
que para tres asnos es
y aún para más, bastante».

«—Confío en vuestra razón.
Ensillaré a Rocinante
y aparéjeseme, andante,
a echarme la bendición,
que partiré a esa región
sin mirar hacia detrás
sin ver de lo que es capaz
sin ver las cosas detrás,
por culpa de una mujer,
mas diré que le vi hacer
tantas, que no quiera más».

«—Sancho, por lo menos quiero
que en cueros me puedas ver
y que me veas hacer
varias locuras primero.
Sólo en media hora espero
hacerlas, y al tú mirar
podrás más tarde contar
y hasta hacer añadiduras,
que no contarás locuras
como yo he de realizar».

«—Por amor de Dios, señor,
que no lo vea yo en cueros
que me dará mucha lástima
y voy a llorar sin freno,
y tengo tal la cabeza
del llanto por el jumento
que no estoy para meterme
mi señor, en lloros nuevos.
Y si es que vuestra merced
gusta de que su escudero
perciba algunas locuras,
hágalas vestido, creo
que si es con ropas y breve
veré lo que venga a cuento.
Cuanto más, que para mí
no era necesario eso
y como ya queda dicho
le ahorro tiempo al regreso
que ha de ser con las noticias
que tenéis en el deseo.
Y si no, que se apareje
la señora de sus sueños,
que si no responde bien
hago votos a quien puedo
que le saco la respuesta
a bofetones, no a ruegos.
Porque, ¿dónde se habrá visto
que un andante caballero
como vos sois enloquezca
por una… perdón, no puedo
decir señora, señor.
Bonico soy para eso.
Mal me conocen su dama
y vuestra merced, yo creo».

«—Creo, Sancho, que tú no
estás más cuerdo que yo».

«—Yo no estoy loco, señor,
pero sí estoy muy colérico.
Me pregunto todavía
¿qué he de comer mientras vuelvo?
¿He de salir al camino
como el loco de Cardenio
a quitarle a los pastores
lo que quiera de sustento?»
«—No te apene mi cuidado,
porque aunque estuviera hambriento
no comiera más que yerbas
y buenos frutos de estos
árboles, que la fineza
de mi negocio, escudero,
está en no comer y hacer
otras hazañas sin miedo».
A esto Sancho respondió:
«—Sabe, mi señor, qué temo?
Que no acierte a regresar
al lugar donde le dejo».
«—Toma tú bien las señales
que yo intentaré de estos
contornos no separarme
y hasta voy a ver si puedo
subir los más altos riscos
por descubrir tu regreso.
Cuanto más, que lo mejor
para que no yerres, creo,
será que cortes retamas
y que las vayas poniendo
hasta salir a los rasos
del prado, de trecho en trecho,
porque ellas te servirán
cual mojones verdaderos
imitando el hilo aquel
del laberinto y Perseo».

«—Así lo haré, mi señor»
le respondió Sancho Panza.
Le pidió su bendición
cortando algunas retamas
y se despidió de él
otra vez envuelto en lágrimas.
Subió sobre Rocinante,
a quien le recomendara
que lo cuidase bien, como
si fuera persona humana.
Se puso en camino Sancho,
esparciendo las retamas
y se fue, aunque don Quijote
de lejos le importunaba
que le viese por lo menos
hacer dos locuras altas.
Mas no hubo andado dos pasos
cuando volvió Sancho Panza:
«—Digo, señor, que si ha dicho
que para que yo jurara
sin cargos a mi conciencia
que le he visto hacer trastadas,
tendré al menos que ver una,
aunque ya la he visto vasta
sólo en que vuestra merced
decidiera la quedada».
«—¿No te lo decía yo,
mi querido Sancho Panza?
Espérate, que en un credo
te haré locuras y hazañas».
Y desnudándose rápido
los calzones que llevaba
quedó en carnes y en pañales
y luego dio sin pensarlas
dos zapatetas al aire
y dos tumbas o acrobacias
de cabeza abajo y pies
donde la cabeza estaba
descubriendo cosas que
por no volver a mirarlas
retomó Sancho la rienda
de Rocinante, y en marcha
se puso para jurar
que don Quijote quedaba
loco por su Dulcinea.
Y así dejemos a Panza
cabalgar hasta la vuelta
que al final no fue muy larga.


  1.  

    |