"Uno de los mejores narradores cubanos de la hora presente"
(Juan Bonilla)

Del Blog de Díaz-Pimienta

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CHAMAQUILI Y EL SAXO

Publicado por Alexis Díaz Pimienta el 13 enero 2011 a las 1:41 am


Este año los Reyes Magos se han portado muy bien con Chamaquili. Le han regalo un saxo. Y como los Reyes han sido buenos, muy bueno, y se han portado bien, muy bien, con todos, Chamaquili les está regalando largos ratos de música, de ejercicios que son una delicia para él y una dulce tortura para los vecinos. Recuerdo cuando recibió la carta de los Reyes Magos (nada le gusta más a Chamaquili que abrir el buzón y encontrar un sobre con su nombre: reminiscencia de un pasado que nos parece remotísimo), recuerdo su carita de asombro y su alegría casi adulta al leerla en voz alta:



Querido Chamaquili: este año nos hemos portado bien, muy bien, hemos sido tres Reyes Magos buenísimos. Baltazar y Melchor no se han peleado ni una vez por montar en el mismo camello, el del aliento a fresa, y yo no he deseado con todas mis fuerza que algún niño me descubra mientras coloco los juguetes. Este año ni siquiera hemos catado los caramelos antes que los niños. Nada, hemos sido buenísíiiiiiiiiiimos. Por eso te pedimos que nos regales música. Es lo único que queremos. En esto los tres hemos estado de acuerdo. Música de saxo, porque es un instrumento melancólico, hermoso, que seguro ni molesta a tus vecinos cuando echen la siesta. Eso es todo, Chamaquili. Complácenos. Un beso de Melchor, Gaspar y Baltaza.



Esto era todo lo que decía la carta, que iba firmada con tres huellas informes que Chamaquili no sabía bien si eran de los tres Reyes o de los camellos. No se imaginan la alegría del niño. Guardó la carta en su cofre de tesoros secretos y esperó con ansiedad disimulada a que llegaran los Reyes. Y no los vio (porque a los Reyes es mejor no verlos) pero así y todo, él cumple: todas las tardes les regala un concierto maravillosamente desafinado, un alarde de pequeño aprendiz de Charly Parker. ¡Ah, Chamaquili! El saxofón es casi más grande que él. ¡Y pesa, y brilla! Nunca lo había visto mimar tanto algo. Lo mima, lo besa, lo toca. Limpia el túdel, la boquilla, la aguja. Y toca, toca, toca, toca, como los ángeles. Nada tienen que ver las sesiones musicales de Chamaquili con el el tono gris, melancólico de aquel poema ("Saxo") que yo escribí a finales del siglo pasado, y que se publicó en un libro llamado (bien llamado) Cuarto de mala música. Cuando aquello yo estaba triste porque los Reyes Magos se habían portado mal conmigo, malísímos, y en lugar de traerme un regalo se habían llevado mi tesoro más grande, a mi padre, que no creía en ellos porque era guajiro y cubano y poeta, y a los poetas no les gustan las metáforas fáciles. Así que mi padre no creía en ellos. Al contrario. Si yo evocaba algunas vez la imagen de tres grandes señores montados en camellos y regalando caramelos y juguetes, él evocaba cuatro versos improvisados por su amigo Chanchito, el mejor poeta que él conocía (un poeta de verdad, no de los esos que escriben), y me los recitaba con su voz agnóstica:



"Pero mi Rey fue un obrero
que iba engordando estrecheces
para pagar en tres meses
las deudas de un año entero".

Mucha gente en La Habana a esto que hacía su amigo Chanchito le llamaba repentismo, pero mi padre la llamaba simplemente poesía. Así, rotundo. Y me enseñó a sentirlo, a quererlo, a valorarlo. Mi padre valoraba tanto los poemas improvisados por su amigo Chanchito, y por él mismo a veces, se emocionaba tanto, que conociéndolo como lo conocía estoy seguro de que no podía estar equivocado. Él se alegraba como un niño cuando escuchaba improvisar a alguien, y yo me alegraba como un padre (esto lo he descubierto muchos años después), me alegraba como un padre viendo su disfrute infantil ante cada "poema". Por eso cuando se lo llevaron, cuando se fue, todo mi mundo se puso triste, gris, descolorido, y todos los sonidos me parecían uno: un lento y bajo concierto de saxo, un concierto de saxo para padre y orquesta, un concierto de saxo para niño sin padre, un conciertazo que ha durado hasta hoy, hasta ahora, y que yo intenté resumir en aquel texto que tuve que escribir en el 94, porque cantado no salía:



Saxo



Un saxo es un instrumento demasiado triste
para que bailen los gorriones sobre el tendido eléctrico
(no importa que haya pájaros muertos
al pie de los violines).
Un saxo es para las hojas otoñales
para los divorcios
para las cartas que no llegan.
Acostumbrémonos al gris
y al viento en la ventana.
al silencio muriendo en espiral.
Si ven llover, saquen el saxo donde todos lo oigan.
si hay luto en la ciudad, adórenlo.
Y a nadie se le ocurra tocar el saxo un jueves.
Y nadie ensaye cerca de los jardines.
Un saxo llena el pecho de murciélagos
y nos deja así, con el pecho invadido,
con la mujer de siempre doliendo en las paredes.
El saxo no, por favor, Charlie Parker.
¿no ves que cae cecina?
¿no sientes cómo cantan las ojeras?
El saxo no, por favor, charlie Parquer.
O lloraremos juntos la próxima llovizna.



Cuando se publicó aquel libro (1994) muchos lectores creyeron que yo tocaba saxo. No sabían, los pobres, como yo tampoco sospechaba, que simplemente estaba vaticinando el regalo que los Reyes Magos le traerían a mi hijo siete años después, es decir, el regalo musical que Chamaquili le haría este año a los Reyes de Oriente. Yo no tocaba saxo. Ni siquiera había visto un saxo nunca. De cerca, quiero decir, al alcance de la mano. Mi relación con el saxo era absolutatamente cinematográfica. Aquellos créditos finales de Hombre mirando al sudeste, de Eliseo Subiela. Aquel concierto de Charlie Parker en un documental que emitió TV cubana. Y literario. Aquellos párrafos inolvidables de Cortázar logrando que su El perseguidor me persiguiera por el resto de la vida. Eso era todo. Por eso es tan complejo de explicar esta temprana vocación de Chamaquili, su pasión por el saxo. Cuando tenía sólo tres años le compré una guitarra (una guitarra de verdad, cadete, no esas guitarritas de atrezzo que lo que hacen es atrofiar el incipiente “mozartismo” de cualquier pequeño), y como diría otro maestro repentista, el matancero Jorge Manuel Quesada, “ahí está, como una viuda / pasando las tardes sola”. Además, desde que era pequeñísimo tiene en la casa un set completo de percusión (bongoés, claves, güiros, maracas, hasta un yembé). Y desde que está en la escuela toca la flauta dulce, dulcemente la flauta dulce, con absoluta devoción. Y hasta lo he visto (los Reyes Magos no me dejarán mentir) levitar de emoción escuchando la flauta travesera de Niurka González en el último disco de Silvio Rodríguez). Todo esto en tres años, o menos. Pero el saxofón, ¿el saxo?, nunca. Por eso hablo de reminiscencias, de misteriosos circularidades. La primera vez que Chamaquili escuchó hablar de Charlie Parker fue hace tres días, y claro, ya puesto, le enseñé un vídeo de youtube, para que viera al genio. Y lo escuchó un minuto, solo un minuto, y convencido estoy de que lo que más lle lamó la atención fue el apellido de aquel músico negro, un apellido que le sonada a toboganes y columpios y risas (“Parque”), no a jazz, ni a música de dioses. Por cierto, Chamaquili tiene una extraña vocación para el jazz. Entre lección y lección obligatoria (partitura mediante) toma el saxo con cierto estilo Bronx y me dice, travieso, “mira, papá, así hacen los jazzistas”. Es un misterio. No sé dónde un pequeño de 8 años puede sacar aquellos gestos de New Orleans, aquella forma tan oscura de agarrar el instrumento. Yo no le he dicho nada, lo juro. Ni siquiera le he dicho que aquel genio del saxo con un apellido lleno de toboganes, columpios y risas, había muerto riéndose, que de tanto reírse había caído redondito delante de la tele. A un niño de 8 años no se le cuentan estas cosas. A un niño de 8 años que está estudiando saxofón no se le cuentan estas cosas. No importa que su padre haya escrito un poema (otro) donde juntó al gran músico con un poeta cubano del siglo XIX, el gran Casal, otro ser único que, curiosamente, había muerto también de un ataque de risa. Él, Casal, tan serio, tan nihilista y melancólico. Casal fue el poeta cubano que menos se rió durante todo el silgo XIX y al parecer juntó toda su risa para un solo momento, para un solo chiste, y sus débiles venas no aguantaron. Pero, repito, Chamaquili no sabe quién es Julián del Casal, y no sabía hasta hace poco quien era Charlie “Parque”; no tendría sentido, entonces, que yo le le hubiera leído en voz alta este poema triste, gris, meláncolico, que se titula Muertos de risa y pertenece al libro Yo también pude ser Jacques Daguerre:



Muertos de risa

Charlie Parker se sienta frente al televisor y ríe.
No le hace caso a su saxo ni a su vieja anfitriona,
la baronesa Nica.
Julián del Casal se acomoda en la silla en la que va cenar y ríe.
No le hace caso a su corbata ni a sus jarrones de la China.
Ambos saben que van a morir
y les da risa la cara que pondremos los demás al saberlo.
Ríen con elegancia de cadáveres vírgenes,
de muertos por primera vez,
llenos de cicatrices musicales y complejas metáforas.
Ríen igual que hemos llorado los que no les conocimos,
con hipos y perplejidad, con pañuelitos tímidos.
Charlie Parker bebe café en La Habana
mientras Casal ingresa en un psiquiátrico
para perfeccionar su deterioro.
Son como niños grandes.
Ambos han sido espectadores de la cara de Dios
y no han podido contener la risa.



Por eso es misteriosa su vocación poética, su vena musical, su pasión por el saxo. Ah, ¿he dicho vocación poética? Bueno, de esto hablaré otro día, de los poetas preferidos de Chamaquili y sus primeros versos. Hoy solo quiero agradecer públicamente, yo, que como mi padre soy guajiro y cubano y poeta, y, por lo tanto, desconfío de las metáforas fáciles, quiero agradecer públicamente el regalo que Chamaquili le hace todas las tardes a los Reyes Magos, esos conciertos de saxofón con aire casaliano, esos sonetos desafinados que recuerdan a Parker, un personaje de Cortázar que sigue persiguiendo a mis vecinos a la hora de la siesta.






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