"Uno de los mejores narradores cubanos de la hora presente"
(Juan Bonilla)

Del Blog de Díaz-Pimienta

oct
22

EL ALCALDE (un microrrelato)

Publicado por Alexis Díaz Pimienta el 22 octubre 2012 a las 4:58 pm
Comparto con los visitantes (algunos ya casi inquilinos) de mi Cuarto, este microrrleato, que es, en realidad, un fragmento de mi novela Prisionero del agua. Espero que les guste, y dejen caer algún comentario.


EL ALCALDE


No quiero pensar, no quiero atormentarme. Sólo mirar, mirar, mirar, sentir por última vez que todo esto me pertenece, que este barrio mierdero y orillero, con mala fama en todo San Miguel del Padrón, es también mío, mi barrio, mi verdadero y definitivo sitio en el mundo. Ando despacio, con la manos en los bolsillos, por la acera, aunque con ganas de caminar por medio de la calle, como El Alcalde, aquel loco famoso en todo San Miguel porque tenía complejo de guagua, y frenaba, arrancaba, tocaba el claxon y doblaba en las esquinas a una velocidad increíble, sus grandes pies descalzos y endurecidos de tanto andar sobre el asfalto, el labio inferior desproporcionado de tanto imitar bocinas y trompetas. Era un hombre alto y fuerte el Alcalde, un negro oscuro como el asfalto que pisaba, con pantalones rotos en el fondillo y siempre remangados, con la camisa parcheada y sin botones, siempre anudada a la altura del ombligo; el Alcalde, el pobre, una guagua humana que acabó sus días bajo las ruedas de otra guagua, una 8, bajo la culpa de un chofer que era nuevo en la ruta y no lo conocía, ignoraba que el Alcalde salía precisamente de la esquina de Otero, que se paraba sobre la acera y calentaba los motores durante tres minutos, tal vez cuatro, para luego accionar el claxon (su bemba salpicando la risa de la gente) y salir chillando gomas. Daba dos o tres respingos en el mismo lugar, a manera de impulso, y arrancaba a la increíble velocidad de sus zancadas locas. El Alcalde doblaba sin sacar la mano ni poner intermitente, como siempre. Pero aquel chofer era nuevo, no lo sabía, era nuevo en la ruta y nadie se lo había dicho. Los huesos y la sangre del Alcalde lo sorprendieron tanto como a nosotros que él no dejara (como era lógico) que la guagua humana pasara primero. Ese fue su final, el desgraciado fin del loco más popular del barrio. Y yo no es que quiera competir con él, pero este es mi barrio igual, me pertenece. Después del accidente me mudé a la mismísima calle Otero, muy cerca de la antigua casa del Alcalde, y durante todos estos años he soñado con un momento así: andar descalzo por mitad del asfalto. Qué sensación, qué gusto. Yo no estiro la bemba para imitar el claxon, yo no doy tres respingos para coger impulso, no no llevo los pantalones rotos ni la camisa remangada, yo no soy una guagua: soy un taxi. Y ahora que siento a mis espaldas el ruido inconfundible de la ruta 8 –mi ruta hasta el fatídico día en que arrollé al Alcalde–, no me voy a quitar, no me voy a quitar, no me voy a quitar, no me voy a quitar, no me voy a quitar, no me voy...
  1.  

    |