Otro fragmento de Teoría de la Improvisación Poética (Tercera Edición. ampliada y corregida). Alexis Díaz-Pimienta (Scripta Manent Ediciones, 2013)
Siempre he pensado que cuando un oyente, sabedor de que el repentista improvisa décimas (estrofas de 10 versos octosílabos, con obligada rima consonante), a la hora de poner un pie forzado busca y rebusca un verso cuya palabra final no tenga rimas perfectas, o cuyas rimas sean escasas y difíciles, solo hace una flagrante demostración de su ignorancia, además de un desconocimiento y un irrespeto total a “las reglas del juego”. Ponerle a un repentista un pie forzado que no tiene rimas es como aguantarle las cuerdas de la guitarra a Paco de Lucía, o Leo Bwower, y pedirles que toquen, que si es verdad que son buenos guitarristas, toquen; es como meterle una mandarina en la trompeta a Dizzy Gillespie y decirle que sople, que si en verdad es tan buen trompetista, haga su solo entonces. No tiene sentido. Pero ocurre. Muchas veces como un juego de mala fe, otra con cierto mala fe disfrazada de juego, de “gracieta”. En general, casi siempre, el repentista ya no tiene que probar nada, no está probando nada, a no ser la incuestionable capacidad para crear estrofas nuevas desde versos a ajenos. Solo juega a eso. ¿Pero a qué juega el ponente? ¿Qué quiere probar? El repentista nunca ha dicho ni pretende demostrar que se sabe y conoce todas las palabras ni todas las rimas del idioma. Solo quiere probar y juega a hacerlo, que es capaz de buscarlas y encontrarlas, ordenarlas en un nuevo discurso. El repentista sabe, conoce (por estudios por por titulación empírica: la más legítima de todas) que hay palabras fénix (sin rimas consonantes), y que debe evitarlas. Y las evita. El ponente que pone un verso con una de estas palabras también lo sabe (la mayoría de las veces: dejemos un margen para el vocablo “accidental”) y al ponerla ejerce de tramposo en un juego cuyas reglas había aceptado de antemano al participar del encuentro con el repentista. Mi pregunta ha sido siempre, visto desde el lado del improvisador: ¿qué busca, qué pretende quien lo hace? ¿Demostrar algo tan baladí, por obvio, como que el repentista no conoce todas las rimas del diccionario? ¿Qué gana un espectador si le mueve la cuerda al funambulista cuándo este cae al suelo? ¿Qué satisfacción puede sentirse? Es muy raro. La gracia, el mérito, lo loable de la improvisación de pies forzados está en todo lo contrario: en la colaboración del ponente con el ejecutante. Es otro caso de cooperación interloctiva, solo que a niveles macroestructurales, estrófícos, no léxicos. Mientras mejor, más hermoso y más poético (o incluso, misterioso) sea un verso impuesto, mejor, más hermoso y poético será el poema resultante improvisado. Así ha sido desde el Siglo de Oro. Los niveles, grados y tipos de dificultad de un pie forzado pueden ser varios, pero el fónico, el fónico-rimal, es el único que desmerece el ejercicio en todos los sentidos. La dificultad puede ser sintáctica, cognitiva, semántica, psicológica, sociológica, psico-sociológica, pero nunca del tipo “vocablo fénix”, del mismo modo que nunca la dificultad del funambulista debe pasar porque le corten o muevan la cuerda floja. También en esto lo que impera, ahora mismo, es el desconocimiento. También falta, y es perentorio, una educación del público. En la medida en que los oyentes seleccionen y dicten mejores pies forzados, se improvisarán décimas de mejor factura, a la altura de lo que exigen las expectativas y las tradiciones. Y este proceso de re-educación comienza en los mismos repentistas, que deberán ser capaces, al menos en cierta etapa, de no temer al tono didáctico, instructivo, que deberá primar, rechazando incluso, sin complejos, aquellos versos chuscos, vacuos, que ya por la rima, ya por el mensaje, estropeen la estética de tal ejercicio creativo. Nadie debe asistir a concierto de jazz con una mandarina; y en caso de llevarla, lo que no debe hacer, nunca, es meterla en la trompeta del ejecutante.
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