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EL VECINO DE HEMINGWAY: UN FRAGMENTO DE "PRISIONERO DEL AGUA"

Publicado por Alexis Díaz Pimienta el 19 noviembre 2012 a las 11:12 am
Todos los cubanos sabemos que Hemingway vivió en Cuba, en San Francisco de Paula, en la Finca Vigía, durante muchos años. Pero pocos vivieron esta vecindad tan intensamente como Enildo Niebla, el protagonista de mi novela Prisionero del agua (Alba, 1998; Letras Cubanas, 2000). Pues bien, hace un rato he estado hablando el fotógrafo andaluz Héctor Garrido (espectacular su trabajo Cuba Iliminada*, las cien personas más importantes de la cultura cubana vistas por su lente) sobre Laura de la Uz, actriz cubana, amiga y gran admiradora de mi Chamaquili, y entonces he recordado su papel de adolescente (Laurita) en el film Hello, Hemingway de Fernando Pérez (1990), cuando yo era adolescente también y vecino real de Hemingway en San Miguel del Padrón; vivencias y emociones que trasladé, como suele ocurrir, a mi personaje Enildo Niebla. Pues bien, gracias a esta circunstancia fortuita, he decidido cuál sería el post de hoy en mi blog, el nuevo "mueble" de este cuarto: un fragmento de Prisionero el agua, un homenaje a Hemingway, y un regalo para Laura de la Uz y Fernando Pérez, gran amigo también de quien fui vecino (también) durante varios años. Y espero lo disfruten, tanto ellos como el resto de visitantes de este cuarto.







Ésta sí es la última permuta, Enildo, dijo La Abuela y comenzó a empacar las cosas. Aseguró que esta vez vivirían, definitivamente, en San Francisco de Paula, una pequeña barriada entre el Diezmero y el Cotorro, barrio famoso en todo San Miguel por su Palacio Matrimonial y su presa, frecuente tumba de adolescentes fugados de la escuela. Enildo no contestó, no dijo nada, pero usando la misma filosofía de La Abuela –más que filosofía, ardid, pretexto– se entusiasmó con la idea de que ahora sería vecino del fantasma de Hemingway, que viviría a unas escasas cuadras de la finca Vigía, donde estaba la Casa-museo del escritor norteamericano. No decía nada, pero empacaba, empapelaba, guardaba las cosas con mayor gusto que otras veces. 

En esos días releyó Las nieves del Kilimanjaro, Por quién doblan las campanas, El viejo y el mar, Fiesta. Volvió a ser hemingwayófilo, hizo amistad con las veladoras del museo, con la administradora, con los jardineros y los museólogos. Desde que se mudaron se pasaba largas horas, sobre todo en el crepúsculo vespertino, dentro de la finca, comiendo de sus mangos y de sus zapotes, recorriendo el museo hasta sabérselo de memoria, palmo a palmo. Se aprendió de memoria el orden de cada habitación, el lugar exacto de cada mueble, de cada tapiz, cada cuadro, cada objeto personal de Hemingway. Se sentaba a leer sus libros en la propia terraza donde Hemingway leyera otros, delante de las mismas pérgolas llenas de hipomeas, buganvillas y flores silvestres. Pensaba que leyéndolo allí se comunicaba mejor con el gran suicida de Ketchum, y lograba penetrar sus secretos literarios, sus pasiones exóticas. Repasaba con aire de especialista las cabezas de animales cazados y traídos de África: el kudú macho, el ciervo rojo, la gacela, el búfalo. Miraba y tocaba con tristeza la tumba de los perros, conservada en uno de los laterales de la casa. Fijaba incluso el orden de los libros en los anaqueles, de modo que se convirtió en una especie de guardián voluntario, daba la alarma ante cualquier extravío o desplazamientos de los ejemplares. Memorizaba los nombres originales de las piezas africanas, el número de platos de la vajilla expuesta sobre la mesa del amplio comedor. Se extasiaba contemplando las dimensiones de cada habitación, la biblioteca, el comedor, el cuarto de visitas, el cuarto de estudio, el cuarto de trabajo, la sala, el baño, el bungalow, la envidiable torre, la original, de la que era un pálido reflejo su pequeña torre de la calle Rita. «Así cualquiera es escritor», pensaba, con recelo, pero se acordaba luego del Ernest Hemingway hambriento de cuando París era una fiesta, de cuando Gertrude Sten y Scott Fitzgerald no habían sido todavía víctimas de la pluma de su entonces amigo y luego propietario de esta finca. Se retractó, aceptó que bien lo merecía el rey del daiquirí y la pesca de la aguja. 

De todas las permutas de La Abuela esta era la que más le había entusiasmado. Y era, por fin, la última, la definitiva. 

Un día quiso llevar a La Abuela a conocer la casa de su ilustre vecino fantasmal, pero la vieja se negó rotundamente alegando dolores artríticos y el viejo mal de los riñones, no querrás que me orine sobre las losas de esa casa sagrada. Verdaderamente, a La Abuela no le hacía ninguna gracia la vecindad del tal «Jemin-buey», ella detestaba todo lo que fuera norteamericano, aunque fuera un famoso escritor que vivió en Cuba, y que incluso había sido amigo de Fidel. Ya bastante tenía con que su nieto estudiaba, enseñaba y hablaba esa maldita lengua de enredos y ce-haches, y que se pasaba el santo día cantando y escuchando cosas raras. Pero Enildo no cogió lucha. Se complació llevando a sus amigos y a sus novias de turno, sirviendo de guía improvisado a sus nuevos vecinos que, pese a vivir allí, y haber nacido y crecido allí, junto a la finca, apenas conocían la casa más allá de la verja, esas grandes columnas de concreto y madera de obligatoria mirada en el camino, custodiada por una larga hilera de mangos diferentes. Y a todos les contaba que él, en una de sus antiguas casas, había tenido también una torre, como ésa, pero de un solo piso, no de cuatro, y algunos, mofándose, lo llamaban Hemingway II. 

Tenía el museo como su santuario, un lugar sagrado. Se refugiaba en él cuando estaba triste, cuando estaba borracho, o cuando lo atacaba el asma (un paseo bajo los almendros y los mangos era más efectivo que los aerosoles) o cuando llegaba muy extenuado de su nuevo trabajo como cantinero. Ahora se sentía unido a Hemingway por partida doble: vivía junto a él y trabajaba en El Floridita, su rincón predilecto. 

Sin embargo, sólo una vez logró llevar a Yindra, la única vez también que Yindra vio a La Abuela. A la anciana no le agradó mucho, no hubo empatía, la encontró frívola y ajena, y disimuló su desencanto –tanto le había hablado Enildo sobre la tal Yindra– encerrándose en su cuarto a escuchar Fiesta Guajira, el programa campesino de Radio Progreso. Yindra, en verdad, estaba hermosísima, vestida de negro y sonriente, y Enildo había escogido su horario preferido para visitar la finca: el último crepúsculo, cuando las sombras iban cayendo sobre la alta casa y todo adquiría un velado tono misterioso. Sólo él, por su confianza, podía a esa hora atravesar la estrecha carretera interna, rondar la vieja ceiba rodeada de orquídeas, enseñar las pérgolas, las terrazas, los aljibes, las grandes arboledas. Pero Yindra, tenía razón La Abuela, estaba ajena. Disimulaba su aburrimiento mirando los árboles, mira qué alto ese tamarindo, mira qué bajo ese mamoncillo, y mordiendo luego alguna fruta para besar a Enildo con la boca untada, bien untada, pero sin dejar de masticar su chicle. 

Estaba oscureciendo y Enildo sintió un fuerte deseo de hacerle el amor allí mismo, a la sombra de los mangos, junto a las sillas del área de estar los visitantes. La atrajo hacia sí, con fuerza pero con dulzura, insinuándole en ese solo impulso su deseo, pero ella lo alejó diciendo que era tarde, que deberían irse, que aquí no, mi vida, y le volvió a untar con hilachas de mango los labios. Enildo saboreó la fruta ensalivada, la saliva enfrutecida, y le recomendó pasar a despedirse de La Abuela, pero ella lo convenció de volver otro día, con más tiempo, porque ahora vienen muy bien unas cervezas, mi amor, la linda mano sobre la portañuela de Enildo, apretando con fuerza pero con dulzura, unas cervezas y una cama, mi vida, los lindos dedos conjurando el recuerdo y el fantasma de Hemingway. Enildo pensó cómo era posible que Yindra no sintiera nada especial por Hemingway, que no viera lo romántico de hacer el amor allí, realzado el morbo con el voyerismo del excelso fantasma, pero la total sincronía entre la mano y la lengua de Yindra fueron un motivo suficiente para olvidar disquisiciones literarias. 

Tomaron un taxi y terminaron la noche como tantas veces, en una habitación de hotel, desnudos y borrachos, sofocados, sudados, olvidados de que el tal «Jemin-buey», qué graciosa La Abuela, alguna vez había existido. 

Esto fue un jueves, una semana antes de que Enildo sintiera que el mundo se le venía encima. Otra vez, de súbito, la palabra permuta había salido de labios de La Abuela. Ya: se iban. 

–¡Pero Abuela! 




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Prisionero del agua (Alba, 1998, Premio Internacional de  novela Alba Prensa Canaria, 1998. Disponible en: http://www.chamaquili.com/la-tienda-de-scripta-manent-ediciones/#cc-m-product-5296176509

* Cuba Iluminada, de Héctor Garrido.
Más información en: http://cubailuminada.blogspot.com.es/



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