En el ya lejano año 1989 tuve la suerte de ganar en La Habana el Premio Nacional de Cuentos "Ernest Hemingway" con un manojo de cuentos encabezados por "Huitzel y Quetzal", una historia de amores imposibles. Luego, en 1991, con este mismo cuento y algunos más, obtuve el Premio Nacional "Luis Roguelio Nogueras" y vi, por fin, mi primer libro impreso, en la habanera editorial Extramuros. Han pasado 25 años. Y 35 libros. Y pocos lectores, creo, conocen este cuento que dio título al libro y que fue, de cierto modo, el germen de mi primera novela, Prisionero del agua (Alba, Barcelona, 1998). Así que como regalo de principios de año, en este 2016 que recién estrenamos, nada mejor que "empezar por el principio".
Por casualidad, un joven sube a un ómnibus al que nunca había subido. Por casualidad, decide quedarse allí, junto a la puerta, donde descubre a una muchacha que a su vez lo descubre. Por cosas del azar, se vacía un asiento junto a esa muchacha. De manera casual, él, que siempre es tan tímido, se siente donjuanesco. Casualmente, esta noche está solo en su cuarto. Casualmente Maritza no es como otras mujeres. Y por casualidad, empieza a amarla.
La botella vacía delante de Gervasio, que trata, inútilmente, de alzar la cabeza. Maritza anda desnuda por su mente entre tragos de ron y canciones del Benny. Maritza que hace un mes no aparece, que lo dejó plantado aquel domingo, que seguía costándole, pero ahora en Carta Blanca.
El Ali-Bar era una mezcla informe de Maritza y botellas, de Maritza y humo, de Maritza y Maritzas. Benny Moré llegaba, se sentaba a la mesa de Gervasio y cantaba sólo para él, vidaaaa... desde el día en que te vi..., porque el Benny es su socio, no he visto un ser igual, vidaaa..., lo comprende y bebe un trago, dos. Entonces Gervasio le describe a Maritza, comienza a hablar de ella, y el Benny ordena que se detenga la orquesta para seguir bebiendo y enterarse, achicando los ojos saltones y enfatizando una erre alcohólica, ¡brrrrrindemos porrr Marrrritza!
Gervasio tiene movimientos torpes, parece un mal actor sobreactuando la curda. Claro que ella lo ama, ah, si la vieras... con el pelo cayendo así, como al descuido... y los labios... no se parece a nadie... Ma-hip-za... Ma-hip-za..., y le gotea el bigote sobre la barbilla. Luego el Benny lo ayuda a levantarse, lo aupa casi, dejando el bastón sobre la mesa y estrujándose los anchos pantalones con el cuerpo dormido de Gervasio. Los arrastra a los dos (a él, y a Maritza dentro de él), los deja en la puerta de cristal, los ve alejarse, y sin volverse golpea fuerte, a ritmo, su izquierdo zapato de dos tonos sobre el piso, para que entre la orquesta luego del tercer golpe, te he pedidooooo... perdón...
Por curiosidad, una muchacha mira fijamente a los ojos de un desconocido. Por curiosidad, le responde con una sonrisa cuando él le guiña un ojo. Por curiosidad, cuando él parece ajeno, ella mira su cuerpo, su calzado, su ropa. Por curiosidad, le susurra, «Maritza», cuando él pregunta el nombre. Curiosa hasta el tuétano, habla con él, se ríe y le da su teléfono. Por curiosidad, acepta pasear juntos, «a descubrir la noche». Curiosamente, rechaza el primer beso pero empieza el segundo. Por curiosidad, es la primera en desnudarse y la última en vestirse. Y por curiosidad, empieza a odiarlo antes del alba.
Tú no podías estar lejos del lujo, del agua tibia de la ducha, del buen cóctel. Desde que él subió viste sus botas sucias de cemento, su casco blanco, su camisa sudada, pero la esbelta figura te sedujo, la espalda prominente y el bigote cayendo sobre la sonrisa te fueron llevando al brazo de Gervasio, a su cuarto modesto con olor a gas, aunque ya tú sabías al salir del cuarto que la próxima vez –si es que la había– no te verían las paredes descascaradas ni aquel viejo box-spring. Túno podías traicionar tu ambiente. Desde los quince años tu olor en el Itabo, tu blanca mano en los cristales del Deauville, tu boca húmeda suavizando el inglés o el italiano, dejando a los turistas locos con tu espalda, boquiabiertos con tus senos perfectos, amenazantes, metiéndole los pezones en los bolsillos y sacándole «verdes».
Tú no estás loca para enamorarte. Ya te lo dijo Yindra con su voz mentolada: Oye, el tipo está bueno pero no es para tanto (su mano sobre el picaporte), véndele el cajetín a ese pepillo (sentada ya en el turistaxi), ponte a la viva o te van a levantar a Pietro (el auto doblando por San Lázaro y tú parada detrás de las gafas oscuras, decidida a romper con Gervasio).
Curiosamente, lo odia porque duda que haya hombres tan tontos. Casualmente, la ama porque nunca vio una Venus desnuda. Lo odia porque sabe que él no es de su ambiente. La ama porque abre las piernas como alas. Lo odia porque toda la noche le juró amor eterno. La ama porque nunca vio un incendio tan cerca. Lo odia porque no huele a aire acondicionado. La ama porque es tierna y habla casi cantando. Lo odia porque la ama; la ama porque lo odia; se odiaman porque, curiosamente, no entienden que todo ha sido por casualidad.
Pero el amor es una cosa rara. El hamor, el amol, incluso el bélle amour, siempre tiene algo de gitanería, sortilegio, trampa. Y así descubres que quieres verlo y no, que no quieres verlo y sí, que sientes una piedra en el estómago. El amor no es el placer insípido de pieles anudadas en un lecho, si no, más bien, esa atracción por lo vulgar-divino de Gervasio, por su rudeza táctil, ese sentirte nada entre sus músculos. Contradicción, contradicción. Lo odias. Lo amas. Es el odior, Maritza. ¿Curiosidad casuaI? ¿Casualidad curiosa? Pero tienes que odiarlo, por supuesto. Lo volvió a decir Yindra, con su voz mentolada, esta vez recostada al deskdelComodoro, qué sensual, qué rubia, qué good girla lo criollo: Eso no da nada (tú ya lo sabías), Pietro preguntó por ti, me dio diez dólares para que te llevara (tú no lo dudabas), deja plantado al tipo y vamos al Deauville. Ya te veías, como siempre, en la piscina con una Pilsen fría o un añejo, luego las risotadas en la habitación, el desalojo de la ropa, la furiosa cabalgata en dos idiomas, y tú, al final, peinando vellos rubios sobre el pecho dormido de Pietro. Hazme caso, mi amiga, y tú pensando que Yindra y Gervasio, que Gervasio y Yindra, que Pietro y tú, que Yindra y Pietro, que Gervasio...
Ni llamarse Gervasio es bueno en esto. Ni caminar así, ni hablar tan alto. Ella: gafas Pearsol, pelo con gel, Opium parfumen todo el cuerpo; sabe reír, masticar delante de los otros, no sonar los cubiertos. Ni saber madrugar es bueno en esto. Hay que educar los ojos, como ella, a dormir diez o doce horas. De la cama a la mesa, de la mesa a la calle, de la calle a la cama. Por eso es que Maritza y tú, vinagre/aceite, mucha armonía sexual y todo, perfección del desgaste, pero ella tiene que escapar (no es ella), es ella misma dándose a la fuga (no es ella), es ella misma: su periferia, su cáscara humana.
Luego Yindra no sabe de Maritza. Yindra ni siquiera habla de ella. Te le encaras, le sacudes un brazo, pero ella sigue masticando chicle, mirándote de reojo y diciendo que hace una semana que no la ve. Yindra es velluda y tiene buenas tetas, huele riquísimo, pero no le caes bien, ni te mira, habla como los espías, vigilando. No sabe, no sabe de Maritza. El domingo no sabe; el jueves no la ha visto; el sábado te huye, se te esconde. Llevas diez días viniendo al Deauville. Haces guardia en el lobby, en el muro del malecón, en la esquina de Galiano y Ánimas. Inútil. Yindra –en realidad– no sabe que Maritza también se está escondiendo de ella. Y del italiano. Y de la enfermera que lleva quince días buscándola. Y del equipo médico que analizó su sangre. Yindra lo supo cuatro días después, y por teléfono. La voz de Maritza como acatarrada, gritando, gagueando, llorando de miedo. Yindra rompió el teléfono contra el suelo, se miró los párpados inferiores en el espejo del cosmético, imploró por su madre y se cagó en la madre de Maritza. Era la incertidumbre del contagio. Porque Maritza fue su amiga del alma; porque Maritza bien pudo ser su amante cierta noche de ron y jeroglífico de cuerpos. No le dolía la certeza de su amiga, sino la duda de ella. Y tú, Gervasio, lo supiste casi a los tres meses. Por aquello de que las piedras rodando se encuentran, por aquello de que el mundo es pequeño y gira. No era Maritza oliendo a Channel 5 sino a éter, una Maritza deshojada y nerviosa vista desde lejos, accidentalmente, una tarde de agosto, en Santiago de las Vegas. Y tú habías ido allí a trabajar, no a verla. Pero la vida es así de tramposa. Aunque no sea agradable pinchar en Los Cocos, si hay que hacerlo se hace, y punto, pero no tienen por qué joderlo a uno, ponerle delante de los ojos a una Maritza en bata blanca y ojeras oscuras; hay que arreglar el Hospital del Sidatorio, okey, ¡pero carajo!, tiene que caérsete la mezcla de la mano, no es pa' menos. Verla, reconocerla, recordar los momentos de pasión mutua y saberse uno depósito de gérmenes, jodido para siempre, condenado. Ya está escrito en los libros que hay que irritarse –quizás llorar, quizás querer matarla–; ya ha sido visto en filmes que hay nerviosismo y miedo y odio, terrible odio a quien se había amado tanto. ¿Y si no te han buscado? ¿Y si te buscan? Como un autómata te acercas a su espalda. Ella, inocente. Ha bajado de peso, está de pie mirando hacia lo lejos. (Esta escena lleva música tensa, claroscuros, lento zoom inde la nuca de ella.) Es verosímil que aún tenga el pelo chorreado sobre los hombros, que aún sean su perfil, su espalda, su perfume. Es verosímil que siga siendo ella, tu Maritza. Lo que es inverosímil es que sientas, aún, deseos de amarla; inconcebible que de pronto la tomes en tus brazos, la beses, no la dejes hablar, la beses, no la dejes huir, la beses, y que luego te entregues a los médicos y a los enfermeros como sí fueras un prófugo, un convicto de algo que ni tú mismo entiendes. Y lloran juntos sin dejar de besarse, y lloran juntos sin mentar la desgracia, y luego tú también tendrás tu historia clínica; y más luego tu horario de visitas, tus chequeos, tus pijamas, tu cama de sábanas perfectas; y un poquito más luego tendrás fecha de boda, luna de miel, cerveza, y el cuerpo de Maritza para siempre, hasta que la muerte los separe.
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(Tomado de Huitzel y Quetzal, Alexis Díaz-Pimienta, Editorial Extramuros, 1991, Premio "Luis Rogelio Nogueras".)
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