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LA ORALIDAD, LA IMPROVISACIÓN POÉTICA Y EL PREJUICIO LITERARIO

Publicado por Alexis Díaz Pimienta el 15 agosto 2013 a las 1:24 pm

"La oralidad, la improvisación poética y el prejuicio literario" es otro fragmento de Teoría de la Improvisación Poética, un libro que verá la luz (¡al fin!) a finales de 2013, en edición ampliada y corregida por su propio autor, Alexis Díaz-Pimienta.


El Indio Naborí (derecha) y Ángel Valiente, dos de los más importantes improvisadores cubanos del siglo XX. Naborí, además, fue un reconocido escitor, Premio Nacional de Literatura en 2005, con más de 30 libros publicados y múltiples premios. Su nombre literario: Jesús Orta Ruiz.


En su Introducción a la poesía oral, Zumthor, además de advertir la tardanza con que los estudiosos se encargaron de los géneros literarios orales, recuerda que "en la mayoría de nuestras sociedades existe una bipolaridad que engendra tensiones entre cultura hegemónica y culturas subalternas" (1991: 23). Y la improvisación, por su carácter oral y popular, es otra de las tantas culturas subalternas de la humanidad, y ha sido, por lo tanto, condenada a formar parte de lo que el propio Zumthor (1991: 26) llama “culturas naufragadas”:

hace ya mucho tiempo que en nuestras sociedades se ha extinguido la pasión por la palabra viva [...] En virtud de un prejuicio ya muy antiguo en nuestras mentes y que determina nuestros gustos, todo producto de las artes del lenguaje se identifica con una escritura; de ahí procede la dificultad que experimentamos para reconocer la validez de lo que no está escrito. Hemos refinado tanto las técnicas de dichas artes, que a nuestra sensibilidad estética le repele la aparente inmediatez del aparato vocal [...]

Este arraigado prejuicio literario contra la oralidad se ha visto reforzado por otro tan antiguo como él, más nocivo aun: el prejuicio cultista contra las artes "populares". De ahí proceden, según Zumthor, las teorías extremas que, a partir del alemán J. Meier prevalecieron en la enseñanza universitaria durante el primer tercio de nuestro siglo: todo arte “popular” no es más que “cultura naufragada” (Zumthor 1991: 26). Era la misma filosofía de Menéndez y Pelayo cuando afirmaba que los cantos del pueblo no eran buenos, que las artes eran esencialmente aristocráticas (criterio este que en buena parte ya ha sido superado, pero que lastró durante mucho tiempo los conceptos y valoraciones sobre las artes populares en general, no solo sobre la poesía). Ya Margit Frenk nos avisaba en su libro Entre el folklore y la literatura,que “la primera escuela lírica castellana –gallego-castellana– hereda géneros, temas, técnicas de la poesía gallego-portuguesa, pero no quiere saber nada de la cantiga de amigo ni de elementos folclóricos” (Frenk, 1984: 16). Y concluye: “la supresión es consciente, deliberada, y da fe de un soberano desprecio por la poesía rústica”, para enseguida citar lo que pensaba sobre la poesía Juan Alfonso de Baena, publicado en el prólogo de su célebre Cancionero,hacia 1445:

[la poesía es un] arte de tan elevado entendimiento e de tan sotil engeño, que la non puede aprender... salvo omme que sea de muy altas e sotiles invençiones... e tal que aya visto e oýdo e leýdo muchos e diversos libros e escripturas, e sepa de todos lenguajes, e aun que aya cursado cortes de Reyes..., e finalmente que sea noble fydalgo e cortés...

He aquí un retrato fiel del desprecio que sentían los cortesanos de Castilla por la poesía que cantaba el pueblo. Cita Frenk, para reforzar más este desdén, la famosa frase del Marqués de Santillana: “Ínfimos son aquellos que sin ningún orden, regla nin cuento façen estos romances e cantares, de que las gentes de baxa e servil condiciçion se alegran”1. Y se asombra (y entusiasma) Margit Frenk de que por lo menos en dicho pasaje estos cantos populares aparezcan “tratados, a pesar de todo, como poesía […], poesía no literaria: dentro del desdén, un primer reconocimiento” (Frenk, 1985: 17). En esta época, solamente en Italia (exactamente en la corte napolitana de Alfonso V de Aragón) comienzan a ser reconocidos los valores “poéticos” de estos cantares2.

La literatura oral ha sobrevivido a todos los embates de un mundo adaptado y necesitado de la escritura. Incluso su forma más olvidada y desconocida: la improvisación poética. Por eso es necesario sacudirse los prejuicios para analizar y valorar la improvisación en toda su dimensión social, artística y estética. Con esto no tratamos de jerarquizar, otra vez y a la inversa, ambas literaturas; en realidad, intentamos lo contrario: "des-jerarquizarlas". Tanto la literatura escrita como la oral son necesarias para la cultura del hombre, por lo tanto, una y otra desempeñan un papel importante y merecen un reconocimiento independiente en nuestras sociedades.

Con el paso del tiempo y el desarrollo de la tecnología en función de la cultura (en el caso de la literatura, creación e imposición del lenguaje escrito con sus ventajas de precisión y perdurabilidad, creación de la imprenta, renovación y refinamiento de la mecánica de la escritura: de la pluma a la máquina de escribir, de la máquina de escribir al ordenador); con el tiempo, decía, en nuestras mentes se ha vuelto un tópico insospechado la superioridad de las manifestaciones literarias escritas sobre las orales, un tópico, como casi todos, insostenible. "Resulta inútil pensar en la oralidad de forma negativa señalando sus rasgos en contraste con la escritura", se queja Zumthor (1991: 27). Y continúa: "Toda oralidad parece más o menos una supervivencia, un resurgir de algo anterior, de un comienzo, de un origen", y advierte poco después que se confunde absurdamente oralidad con “primitividad”.

Con menos siglos de existencia, la literatura escrita ha creado, instaurado, organizado su "imperio" y ha soterrado y desterrado de las preferencias "civilizadas" a la literatura oral. La palabra escrita ha ceñido su cetro sobre la voz, y a no ser ahora, con el auxilio, útil pero peligroso, de los adelantos tecnológicos, no ha vuelto esta a recuperar su secular poderío, su presencia, para intentar así reconquistar al menos algo de su perdido "espacio acústico" (Zumthor 1991: 28).

Este prejuicio contra la oralidad está en nuestras mentes aún sin saberlo, nos es inoculado desde la infancia, desde la escuela misma, con sus métodos cada vez más gráficos y mecánicos, cada vez más alejados de los juegos retóricos, memorísticos o nemotécnicos, rítmicos o musicales (la academia de la escritura, y no la de la voz; memorización y no "memoria"). El niño moderno olvida las canciones de cuna, las rondas infantiles, los juegos verbales; desde muy temprano sus ejercicios orales se reducen a la repetición fastidiosa de los cantos oídos en la televisión y la radio, cantos muchas veces incomprensibles para su intelecto y que serán olvidados en proporción directa a su crecimiento, dejando apenas un amargo vacío en la memoria.

Pero la improvisación, en nuestro criterio, está presente en la génesis de toda actividad humana, en el momento mismo, primario, de todo acto. Más aún en la actividad estética, y literaria sobre todo. Expliquémonos. El escritor —paradigma del "no-improvisador"— en el momento mismo en que se sienta frente a la hoja en blanco (la temible hoja en blanco, como decía Mallarmé) lo que hace es "improvisar" a golpe de teclas o a mano, un texto, una idea, que luego perfeccionará, tachará, enmendará, o sea, "des-improvisará". Ese primerísimo texto, esas primeras palabras que empuja hacia afuera, según unos la inspiración y según otros el oficio, ¿no son acaso algo hecho "de repente", quizá, matizado por una previa preparación (mental, psíquica), pero, sin duda, repentino desde el punto de vista físico, accional? Este planteamiento es tan arriesgado como sutil, pero sabemos que la creación literaria está llena de accidentes repentinos: cuántas veces una errata mejora un texto, o uno de esos actos fallidos tan caros a Freud pone en el camino del escritor (en la hoja) la palabra exacta, impensada, como les ocurre a los poetas repentistas. Junto a los obsesivos seguidores de Flaubert y el martirologio estético, existen —aún sin confesarlo, porque se ha hecho más romántico el trabajo arduo, difícil, cincelado, como si la calidad de un edificio dependiera del tiempo que demore en construirse (y ya sabemos que escribir no es poner ladrillos, como decía Faulkner)—; existen, decía, los autores prolíficos como Víctor Hugo, que escribían lanzando folios hacia atrás y llevándolos luego a la imprenta, apenas corregidos. Y quién no ha oído hablar de la facundia del gran Lope de Vega. Y qué decir de la oratoria, tan antigua como improvisada, aunque de ella sí se encargaron los antiguos —y los no tan antiguos— de revelar algunas de sus técnicas y mecanismos. Es más, en la actualidad, Internet y todo su entramado de foros, chat, redes sociales y microbloguing (fundamentalmente, Twitter y Facebook) han rescatado prácticas de creación poética espontánea, de improvisaciones escriturales, que parecen sacadas del barroco, del post-romanticismo, del vanguardismo europeo de principios del XX: abundan, otra vez, “cadáveres exquisitos” de todo tipo y estrofas isométricas de estructura clásica (décimas y sonetos, pero también, villanelas, cuartetas, serventesios, decimillas, sonetillos, liras, silvas, ovillejos, etc.); y vuelven las creaciones breves como los palíndromos, los calambures, las greguerías, los aforismos. Abducidos por la Web 2.0 repentistas de todo tipo (troveros, decimeros, huapangueros, glosadores, payadores, regueifeiros) comienza, con timidez al principio y con fruición luego, a improvisar sin voz, a golpe de teclado, pantalla mediante, en un viaje inédito de la oralidad a la escritura. Lo curioso de este tipo de improvisaciones internáuticas es que los ejecutantes, cuando son cultores de la oralidad poética, en realidad no escriben sus versos, sino que los “cantan sin sonido”. Es decir, sus registros lingüísticos siguen siendo orales, conservadores de las leyes de inmediatez, espontaneidad y aparente carácter irreflexivo (convertido en ligereza enunciativa) propios de la improvisación in presentia, mientras el ejecutante que no viene de la improvisación oral, usa registros y cánones creativos en los que mezcla (y equilibra) la inmediatez con registros meramente escriturales (sobre todo, puntuación “accidentada”, elíptica, y referencias cultas, también de efecto elíptico). Digamos que a los improvisadores orales cuando chatean o “tuitean” sus versos se les lee en voz alta (e, incluso, se les vislumbra la gesticulación); mientras que al escritor se le lee en voz baja, sin voz ni gestos. De todo esto volveremos a hablar en las últimas páginas de este libro.

Sigamos, entonces, hablando del prejuicio. El prejuicio literario contra la oralidad está en la raíz misma del concepto “literatura”. Para todos nosotros la literatura, por antonomasia, es la escritura con valor estético, reduciéndose la literatura oral (cantada o hablada) a las restringidas y parciales denominaciones de sus distintas manifestaciones: cantos de cuna, chistes, romances, canciones, repentismo...3

Esta delimitación se da en todos los aspectos de nuestra vida cultural: una canción de Joan Manuel Serrat o de Silvio Rodríguez es eso, una canción, nunca un poemaen el concepto literario del término, aunque dicha canción en tanto obra tenga versos que estremezcan y se graben para siempre en la memoria; ni siquiera llega a ser, para muchos, un poema oral, porque este concepto es tan desconocido como la existencia misma de la oralidad como una forma de, llamémosle, "literatura alternativa".

Si tanto prejuicio pesa sobre estas manifestaciones de poesía oral (las canciones modernas y especialmente la llamada canción de cantautor), formas reivindicadas por las casas discográficas, los mass mediae, incluso, el gusto contemporáneo, qué esperaremos para la improvisación poética, tan olvidada, tan reducida a arqueología cultural desde el desconocimiento y/o la indiferencia de las instituciones.

Entonces, la poesía oral improvisada es, profesor Armistead, más que la Cenicienta, más que la “oveja negra” de la literatura oral: es, por desgracia, el punto de desagüe de todos los prejuicios que han ido sacudiéndose, con el plumero de lo comercial, las otras manifestaciones orales.

Terminaremos citando in extenso, las atinadas reflexiones de Joaquín María Aguirre, en una reseña al libro Indio Naborí y Ángel Valiente. Décimas para la Historia. La controversia del siglo en verso improvisado, de Maximiano Trapero, editado en Las Palmas de Gran Canaria, en 1997. Dice Aguirre (en el Nº 6 de la Revista Espéculo, 2 de septiembre de 1997): 

Acto poético total, la poesía improvisada es la conjunción de palabra, música e interpretación, es ritmo: poético, musical y corporal. Acostumbrados como estamos a concebir la poesía como texto, es decir, como palabra resultante, secreción de procesos y estados anteriores, la poesía improvisada se nos antoja como una suerte de rareza. Sin embargo, así fue su estado natural durante milenios. Nuestra moderna y racional concepción de la poesía separa los procesos de creación, entendidos como de duración variable, íntimos o reservados, alejados de la mirada, del texto en sí y del acto de recepción. [...]

La poesía improvisada -el término mismo parece implicar un demérito frente al trabajo bien pensado-, por el contrario, concentra todos los momentos en uno solo, la performance o interpretación. La poesía no es algo que nos llega, sino un acto al que asistimos. La palabra es acción y acción participativa, además, palabra celebrada. […] En última instancia, la improvisación es consagración de lo constante: la forma. Pero, lejos de los formalismos experimentales modernos, la forma tradicional acoge y favorece la aparición de lo nuevo.
[...]
La belleza de esta poesía debe juzgarse de otra manera. Leyéndola no podemos captar su intensidad, que es la del momento en que se produjo. Por mucho que lo intentemos, no podemos ponernos en aquella situación, no podemos experimentar la sucesión, la sensación de tiempo denso que experimentaron los que asistieron a aquel enfrentamiento. 



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1 La frase del Marqués de Santillana pertenece al célebre Proemio e carta al condestable de Portugal, fechado entre 1445 y 1449.

2 “Y fue justamente en la corte napolitana de Alfonso V de Aragón donde se apreció por primera vez de lleno el valor poético y musical de la poesía popular española y donde se inició un movimiento de apreciación de esa poesía cuyas proporciones e intensidad no han vuelto a tener paralelo en España […] Unos cuantos años después encontraremos ya en pleno auge, en la corte de los Reyes Católicos, la moda poética popularizante” (Frenk, 1985: 17-18).


3 Aunque esta preocupación sea solamente nominal y carezca de mayor importancia, es curioso que ni siquiera exista el recurso metonímico en la nomenclatura crítica de la literatura oral, como sí ocurre, por ejemplo, en la escritura. Cada una de las manifestaciones orales excluye, por diversidad esencial, a las otras, algo que no ocurre —o puede no ocurrir— en la literatura escrita: la poesía puede ser narrativa, como la narrativa puede ser poética, por lo tanto, puede llamársele escritor o literato lo mismo a un narrador que a un poeta, y de este modo, por simple metonimia, referirnos al todo (la literatura), mencionando solo una parte (la poesía o la narrativa). Esto no ocurre en la literatura oral. No existe, de igual modo, en nuestras mentes, un literato oral: existen, por separado, diferentes artistas de esta literatura: cuentero o cuentacuentos, repentista, romancero, cantautor, monologuista, rapero, narrador oral escénico.
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