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LA PEQUEÑA LULÚ (relato)

Publicado por Alexis Díaz Pimienta el 24 marzo 2013 a las 9:49 pm

LA PEQUEÑA LULÚ

para mi hermana Caridad, con el infinito cariño de siempre




Cuando, como un reloj, a las cinco de la madrugada, Rolo Contreras abrió los ojos (antes de abrirlos ya tenía la mano de la pequeña Lulú frente a la cara, alcanzándole un vaso mediado de café recién hecho), con gesto cariñoso, deliberadamente suave, tomó el café y comenzó a despertar a Tere Alcázar, esposa y secretaria. Rolo Contreras comprobó entonces, una vez más, que Tere Alcázar despertaba siempre de muy buen carácter, sonriendo, espléndida en toda su hermosura de mulata achinada. Rolo Contreras no lograba saber, pese a los años que llevaban juntos, cómo su mujer conseguía levantarse a cualquier hora del día o de la noche con esa cara de las tres de la tarde. Era como esos personajes de telenovelas que se levantan de la cama maquilladas siempre, bien peinadas, con el mismo rostro en todos los capítulos. La diferencia estaba en que Teresa Alcázar no usaba maquillaje, nunca, apenas una base de polvillo claro. 

Rolo Contreras le pasó el vaso de café a ella primero, y le devolvió los buenos días, pero fue incapaz de devolverle la sonrisa. Ese era otro misterio para él; para ella no era más que el resultado de una mezcla equilibrada de magia china con sortilegio yorubá. Sí, Teresa Alcázar despertaba sonriendo. Siempre. Ella ni siquiera se daba cuenta, la verdad, pero se despertaba sonriendo siempre. Hasta la pequeña Lulú se había dado cuenta, y al verla sonreír se creyó en la obligación de sonreír ella también, y lo hizo. Pero bueno, la pequeña Lulú es otro misterio, tal vez más intrincado que el de la sonrisa matutina de Teresa Alcázar. La pequeña Lulú era, y es, sin agravios comparativos de ninguna clase, la mejor trabajadora de la Escuela de Química. O tal vez no la mejor, pero sí la más trabajadora. Jamás ponía reparos para una encomienda. Terminaba de limpiar un aula, y salía disparada para otra, terminaba un pasillo, y continuaba con los otros, terminaba un baño, y pasaba a otro, sin importarle que a otras compañeras les tocara limpiarlo. Porque claro, la pequeña Lulú no es la única encargada de la limpieza en la Escuela de Química; hay tres más, buenas trabajadoras como ella, aunque no tanto. Y lo mejor de todo es que la pequeña Lulú ni se da cuenta, no lo hace para ganar méritos, no lo hace para que se lo digan, simplemente, lo hace, y cuando termina de hacerlo sonríe, y mientras lo está haciendo sonríe, siempre sonríe, como ahora al ver a Teresa Alcázar sonriendo.

La pequeña Lulú sufre cierto tipo de autismo, según su familia. Pero el suyo es un autismo, como muchos otros, espectacular, o especial, por lo menos. Por culpa de unos fórceps al nacer, según la madre, alguna parte del cerebro de la pequeña Lulú se dañó, y ya desde bebé era distinta al resto de los niños. La pequeña Lulú no aprendió a hablar hasta los nueve años. Hasta esa edad solo emitía sonidos guturales, remedos de palabras, creando para ella y para los suyos una especie de sánscrito particular en el que una cuchara pequeña era un “bibín”, y el agua de la playa “agua de yaco”, y en pez un “peje”, un idioma extrañísimo en el que mezclaba creaciones propias con arcaísmos léxicos que nunca había oído. Los médicos recomendaron para la pequeña Lulú, desde edad preescolar, una escuela especial, la mejor de la Habana. Pero después de dos años en la escuela especial la pequeña Lulú en lugar de ir avanzando se atrasaba, ya ni siquiera usaba el sánscrito particular con que se relacionaba con sus padres y hermanos, ahora todo su idioma se reducía a una frase confusa que le había copiado a otro alumno de su aula: “A pipi, a caca, ¿por qué?, ¡ah, bello!”. Llegó un momento en que si la pequeña Lulú quería responder a cualquier cosa, solo decía eso: “A pipi, a caca, ¿por qué?, ¡ah, bello!”. Si le preguntaban si quería comer: “A pipi, a caca, ¿por qué?, ¡ah, bello!”. Si le preguntaban cómo se llamaba: “A pipi, a caca, ¿por qué?, ¡ah, bello!”. Si le decían que saludara a alguien: “A pipi, a caca, ¿por qué?, ¡ah, bello!”. Hasta que sus padres se enfadaron, se revolvieron en su amor propio, y en contra de la opinión profesional sacaron a la pequeña Lulú de la Escuela Especial en la que estaba, y la matricularon en la misma primaria que estaban sus hermanos mayores, en el primer grado, tal como correspondía a sus seis años. Cuando a la pequeña Lulú le dijeron que empezaría a dar clases en otra escuela, en la misma escuela que sus hermanos “Tin” y “Tana” (según el alfabeto luluítico), miró a su madre, miró a su padre, miró a sus hermanos “Tin” y “Tana” y dijo, simplemente: “A pipi, a caca, ¿por qué?, ¡ah, bello!”.

Pero en aquella escuela las cosas cambiaron para la pequeña Lulú. ¿Por qué? Es un misterio. ¿La cercanía de sus hermanos “Tin” y “Tana”? ¿El tratamiento no diferenciado de los profesores? ¿El contacto con un colectivo de niños “normales”? Es un misterio. Aún para su familia aquello seguía siendo un gran misterio. Nunca más la pequeña Lulú tuvo una enseñanza especializada; nunca más logopedas, foniatras, autistólogos. La madre de la pequeña Lulú todos los años quedaba embarazada del padre de la pequeña Lulú, y la pequeña Lulú fue sumando a su lista de hermanos otros niños y niñas menores que ella, a los que los fórceps no les habían hecho ningún daño. Y cuando varios años después, el más pequeño de los hermanos de la pequeña Lulú (el séptimo) llegó a la escuela primaria donde la pequeña Lulú estaba estudiando, a él también le tocó compartir el pupitre con ella, como a todos los otros.

En aquella escuela la pequeña Lulú aprendió a hablar, a escribir, a leer, a relacionarse, quedando en ella sólo unos rasgos imperceptibles del daño de los fórceps. Pero su cerebro aprisionado de tan mala manera al nacer no tenía la salud suficiente para guardar información compleja, para procesarla, memorizarla y convertirla en conocimiento inteligente. Es un misterio, decía su familia. Es un misterio, decían los maestros. Es un misterio, repetían los médicos. La pequeña Lulú estudiaba como el que más, más que el que más, era aplicada como un buda encerrado en sí mismo; pero las matemáticas se le resistían, y los entresijos de la gramática y las normas ortográficas se le resistían, todo aquello que era conocimiento más allá de la escritura y la lectura se le ponía cuesta arriba. Así que, después de preescolar y su programa de control muscular, sus juegos con plastilina y sus ejercicios musicales; y después del primer grado con su programa de enseñanza tan benevolente, la pequeña Lulú comenzó a repetir grados, porque no aprendía. Hasta que un día la directora de la escuela se cansó, o se condolió de su esfuerzo, o pensó que pasándola de grado la pequeña Lulú podría acceder a otros conocimientos que su edad requería. Y la pequeña Lulú llegó al aula de segundo grado. Y tras tres cursos en segundo grado, la directora se cansó igual, o se condolió de nuevo, o pensó lo mismo, y la pequeña Lulú llegó al aula de tercer grado después de haber compartido pupitre con tres de sus hermanos menores, con Marcelo, Anabel y Cristóbal, el más pequeño, el séptimo. Pero cuando Cristóbal, el más pequeño, el séptimo, llegó a cuarto grado, a quinto, a sexto, y dio el salto a la enseñanza secundaria, todavía la pequeña Lulú estaba en su pupitre del tercer grado, con senos ya, gruesa y risueña como una muñecona cariñosa. La directora de la escuela ahora era otra, pero conocía el caso, y estaba condolida, emocionada, incrédula también de los avances alcanzados por la pequeña Lulú en aquella aula. Porque la pequeña Lulú no escribía a la perfección, no, pero sí con buena letra, no leía a la perfección, no, pero sí con rapidez y buen acento, ¡y ya sumaba incluso algunos números!, ¡y ya se sabía de memoria algunos productos! Pero eso sí, la sustracción y la división eran cosas difíciles, cosas en cuya habilidad participaba aquella parte del cerebro de la pequeña Lulú que había sido víctima de la presión de los fórceps. Así que, emocionados, satisfechos, los padres de la pequeña Lulú y la directora de la escuela acordaron graduar, por fin, a la pequeña Lulú, entregándole un Diploma Especial de Tercer Grado y un ramo de flores; graduarla, sí, felicitarla, y ponerla de ejemplo. Y la pequeña Lulú tan feliz, tan contenta, besó a su madre, besó a la directora, besó a los profesores, besó uno por uno a todos los alumnos que estudiaron con ella, y salió corriendo.

Con su título de recién alfabetizada a los catorce años la pequeña Lulú se fue a su casa, rodeada de libretas y de lápices, más feliz que el más feliz de los mortales. De tantos años en la escuela, le había quedado un amor enfermizo por las libretas y los lápices. La pequeña Lulú se pasaba todo el día escribiendo. Copiaba las canciones de la radio; pasaba un cancionero de una libreta a otra, escribía los nombres y los números de una agenda telefónica en otra, copiaba y recopiaba fragmentos de revistas o periódicos, y sobre todo, escribía su nombre, con el día y la fecha, en todo papel que estuviera a su alcance, o el nombre de su artista favorito, o el nombre de los peloteros del equipo Industriales. Esa era Lulú, la pequeña Lulú: una fanática de la escritura y el estudio. Por eso al cumplir los diecisiete años convenció a su mamá para matricularse en un Curso Nocturno y poder alcanzar el sexto grado. Y allí estuvo tres o cuatro años más, hasta cumplir los 21, siempre en el mismo grado: sexto. Y Allí la graduaron otra vez con Diploma Especial y un ramo de flores, y felicitaciones, sin lograr que la geografía, ni la historia, ni las matemáticas, ni las partes más intrincadas del español y la literatura se alojaran en esa parte de su cerebro que habían estropeado los fórceps. Ya con un cuerpo de mujer voluminosa, con una risa pícara y una belleza mal cuidada, pero belleza al fin y al cabo, la pequeña Lulú cosechó novios, hizo amistades, rompió el cordón umbilical con su familia, y encontró trabajo. Desde que era pequeña no le daban pereza las labores de la casa, sobre todo el fregado y el baldeo de pisos. La pequeña Lulú era acuática, según su familia. Era una persona que tiraba agua, mucha agua, para hacer cualquier labor doméstica: ella no limpiaba, baldeaba; ella no baldeaba, anegaba los lugares que estaba limpiando. El agua es su elemento natural, decía la madre. Es acuática, oceánica, hídrica, decían sus hermanos. Y cómo el agua y la limpieza eran otras de sus obsesiones, la pequeña Lulú no tuvo muchos problemas para encontrar trabajo a los veintitrés años: las auxiliares de limpieza siempre hacen falta, y las buenas auxiliares de limpieza escasean, y las limpiadoras que trabajen mucho y rápido y sin quejas por el bajo salario son un verdadero lujo para cualquier empresa. Así que todo el mundo estaba muy contento con el trabajo de la pequeña Lulú, tanto en la primera escuela donde trabajó, como en el hospital donde estuvo tres años, como en la editorial Abril, donde estuvo otro tiempo y donde la habían seleccionado, incluso, como trabajadora destacada, con el premio de ir a un programa de televisión importantísimo. Y bueno, aquí también, en la Escuela de Química, donde no solo es la mejor trabajadora y la que más trabaja, sino que siempre está de buen carácter, hasta tal punto que si alguien como Teresa Alcázar se despierta sonriendo, ella le sonríe también, y da las gracias.

Pero claro, Tere Alcázar y Rolo Contreras saben que son ellos quienes tienen que dar las gracias a la pequeña Lulú por el café, y por la forma de imponer su ejemplo. Ellos la quieren y la admiran, la respetan y la consideran. Por eso cuando la madre de la pequeña Lulú vino a presentarla como candidata a la plaza de auxiliar de limpieza, y esperó a que la pequeña Lulú saliera de la dirección para contarles al director y la secretaria el “caso especial” que era su hija, Rolo Contreras y Teresa Alcázar intercambiaron una mirada cómplice y le confirmaron a la madre que sí, que la pequeña Lulú se quedaría con la plaza. Y la pequeña Lulú recibió la noticia con la misma expresión que tenía siempre: una sonrisa de complacencia espontánea y sincera, la misma sonrisa con que se retiraba ahora para llevarse el vaso de café vacío, mientras Tere Alcázar y Rolo Contreras se desperezaban, sacaban sus enseres de aseo personal, e iban al baño.

Desde que la pequeña Lulú accedió a la plaza de auxiliar de limpieza en la Escuela de Química, todos sus trabajadores bebían café, mucho café, a cualquier hora, gracias a su diligencia y a su insomnio, a su disposición para colar, y repartir, y volver a colar, y seguir repartiendo. Todos los días la pequeña Lulú pasaba cada treinta minutos por las aulas, pasillos, laboratorios y demás dependencias de la escuela, con un termo en una mano y una pila de vasos plásticos en la otra, como los vendedores de café en los estadios, con un delantalito idéntico incluso, solo que sin pregón y sin dinero de cobro y vuelto —ya sabemos que ella no sabía de números—, endulzándoles a todos el café con su sonrisa. La madre de la pequeña Lulú le había dicho a Tere Alcázar que no se preocupara por ella, que normalmente la pequeña Lulú dormía poco. Y en efecto. La pequeña Lulú era una máquina de trabajar, incansable, de la limpieza a la cocina, de la cocina al servicio del café, o del agua, o del refresco, o incluso al servicio de ayuda sanitaria con la doctora y con los enfermeros, y no dormía casi nada, cuando alguien creía que había madrugado para colar café, ya la pequeña Lulú tenía la cafetera puesta, o la estaba poniendo, o tenía el termo con café en la mano. Y todo el mundo, trabajadores y estudiantes, evacuadores y evacuados, la trataba con sumo cariño y agradecimiento: ya hacía tiempo que nadie veía las marcas de los fórceps sobre su cerebro.
Y en esto estaba pensando Rolo Contreras cuando la pequeña Lulú le entregó su décimo vasito de café del día, y él aprovechó para tragarse el primer diente de ajo del día, café con ajo, su narcótico perfecto, sedante y antibiótico, según él, antibiótico y afrodisíaco, según Tere Alcázar, y tras engullirlo le dio las gracias a la pequeña Lulú, y besó a Tere Alcázar en la frente. Rolo Contreras pocas veces besaba a Tere Alcázar en el trabajo. Mejor dicho: el director Rolo Contreras pocas veces besaba a su secretaria en la dirección de la Escuela de Química. Sólo en casos excepcionales. Y este lo era. Muy excepcional: era su cumpleaños, no el de él, sino el de ella, y no podrían celebrarlo como otros años porque estaban allí, movilizados, acuartelados, de guardia en su propia escuela, donde cientos de evacuados por culpa del último huracán comenzarían a llegar en las próximas horas. Cumpleaños 41 de Teresa Alcázar. Un día excepcional. Felicidades. Teresa Alcázar no le respondió, suspiró, ladeó un poco la cabeza y sus párpados no se cerraron, sino que cayeron por gravedad, como en las muñecas. Luego, hizo un gesto coqueto para reacomodarse el pelo y sus párpados volvieron a su sitio. Sí, era su cumpleaños, lo había olvidado, pero allí estaba su marido y su jefe, el director Rolo Contreras, para recordárselo. Sí, era un día excepcional. Por eso, incluso, el segundo beso de Rolo Contreras fue en la boca, suave, tierno, como si se mojara los labios solamente. Los párpados de la muñeca Teresa Alcázar volvieron a caer, por gravedad, y se mantuvieron en aquella posición mientras duró el beso. Que no fue poco; otra excepción. Parecía como si los labios de Rolo Contreras se hubieran quedado pegados en aquellas dos lunas de mulata achinada. Al fin, Rolo Contreras separó los labios y Teresa Alcázar echó la cabeza para atrás, logrando que los párpados volvieran a su sitio de nuevo. Lo que no logró fue borrar la sonrisa de su rostro. Y así la encontró la pequeña Lulú cuando regresó, y tocó a la puerta e hizo su entrada con un cubo de agua, una escoba, un haragán y una sonrisa parecida a la sonrisa de Teresa Alcázar. ¿Alguien habrá besado a la pequeña Lulú en los labios?, pensó Rolo Contreras. “Buenos días, Lulú”, dijo Teresa Alcázar, volviendo en sí de su letargo placentero. “Buenos días y felicidades de nuevo”, respondió ella, y comenzó a barrer por el rincón más alejado del sitio donde estaban el director y la secretaria. Y desde esa hora de la mañana, hasta las doce o doce y media del día, Rolo Contreras y Teresa Alcázar estuvieron ultimando tareas de la escuela, acomodando papeles, revisando informes, planificando cómo debería ser aquel día de movilización y evacuación en la Escuela de Química. Por suerte, tenían experiencia, no era primera vez que la Escuela de Química era un Centro de Evacuación para cientos de damnificados por los huracanes, y entre ellos dos y el administrador conformaban un triunvirato de gobierno muy efectivo, un tripartido en el poder con grandes resultados de organización y diligencia, tripartito que a veces se convertía en pentarquía por la suma de dos profesores experimentados en evacuaciones, y otras veces en una verdadera e inusual sextarquía, porque la pequeña Lulú, sin avisar, asumía el mando en todos los pasillos de la escuela, amotinada detrás de varios cubos de agua y lanzando agua con detergente a lo largo de todos los pasillos, en las aulas, escaleras abajo, de forma que ni los estudiantes ni los profesores ni los visitantes, ni los evacuados podían pasar. La pequeña Lulú, tenía razón su madre, era acuática. Y como era acuática, cuando le daba por baldear se convertía en la Almirante Plenipotenciaria del Cubo de Agua, en la Sandokan del Haragán y la Frazada de Piso. Tal vez por eso Rolo Contreras se asustó cuando la vio reaparecer en la dirección, tan temprano, con su cubo de agua y su escoba y su haragán, y le hizo señas para que no, que la dirección no la limpiara, que limpiara solamente afuera. Pero no, tranquilo director, la pequeña Lulú no venía a baldear la dirección, sino a barrerla. Y venía también a preguntarle al compañero director, y a la compañera secretaria, si ellos no tenían, por casualidad, una libreta nueva que le regalaran para copiar las últimas canciones de David Bisbal, porque las dos libretas que tenía ya estaban todas llenas. Rolo Contreras suspiró tranquilo, y le dijo que sí, que barriera con cuidado, que cuando terminara de barrer tendría sus libretas, a la vez que le hacía una seña imperceptible a Teresa Alcázar para que las buscara. Y cuando la pequeña Lulú terminó de barrer la oficina, Teresa Alcázar abrió una gaveta del archivero, extrajo tres libretas new packet (así dijo, “new packet”, como los niños) y se las dio. Después, le preguntó si tenía lápices y gomas. La pequeña Lulú le respondió que no, y Teresa Alcázar le dio también tres lápices y una caja llena de gomas. La pequeña Lulú besó a Teresa Alcázar, besó a Rolo Contreras, no besó a nadie más porque no había nadie más delante, y salió corriendo, cargada con todo: con los lápices, las libretas, las gomas, y una escoba, y un haragán, y un cubo lleno de agua, feliz, recién graduada de Auxiliar de Limpieza con Canciones de Bisbal Incluidas, feliz con su nuevo Diploma Especial de Ningún Grado y sus nuevas felicitaciones; feliz y decidida a poner la cafetera otra vez, antes de que llegara el resto de la gente. Tan sólo le faltaba esta vez un ramo de flores.



Aguadulce, Almería, 22 de diciembre de 2005
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