"Uno de los mejores narradores cubanos de la hora presente"
(Juan Bonilla)

Del Blog de Díaz-Pimienta

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LA VECINA (un cuento de mi libro "Los visitantes del sábado"

Publicado por Alexis Díaz Pimienta el 25 abril 2018 a las 11:27 am

LA VECINA

  
Foto: Soyaka Yamaguchi.
Tomado de "Las birllantes adolecentes cubanasde Soyaka Yamaguchi":
https://i-d.vice.com/es_mx/article/kzbb4z /las-brillantes-adolescentes-cubanas-de-sayaka-yamaguchi


Qué le ha pasado a esta muchacha, si ayer, puede decirse, andaba menuda de ropas por el barrio, corriendo y agachándose al descuido, importándonos un bledo su cabello erizado, sus pies descalzos y su risa; qué le ha pasado para que ejerza ese magnetismo allende la ventana, si no ha cambiado su nombre, Isachi, si sus padres son los mismos, esos buenos vecinos de hace años. No sé qué fetichismo óptico me mantiene horas y horas varado en esta atalaya rectangular desde donde los días han ido cambiando un ser por otro, una niña por una muchacha, una muchacha por esa mujer que se sienta en un sillón impávido, nombrándose igual y con los mismos ojos, pero envuelta en un nimbo de belleza, en un aroma anestesiante que enloquece las manecillas de mi reloj pulsera para que anden o se detengan según ella entre o salga.
            Los cuarenta y ocho años hacen trampa. Esta tensión de vigilar a Isachi, de calcular el ángulo en el que debe cruzar un muslo sobre otro, de llevarle el control de la ropa que usa (lunes short, martes bata de casa) no acaba sino poniéndome ojeroso, malhumorado, insomne. Onilda se da cuenta.. Me dice que no escriba tanto, que descanse, y yo bebo un café con leche que me gotea el pijama y le tomo la mano ajada y fría, no es nada, amor, levantándome.
Al principio había cierto prurito, daba pena mirarla, comentarlo parecía una transgresión de los principios vecinales; hasta que los muchachos del barrio comenzaron a pedir consejos y sus padres intuían una especie de flagelación íntima al dar instrucciones que habían ideado para sí al verla pasar, adiós, Isachi, disimulando ante la cuadra. Yo tenía una enorme ventaja sobre ellos: esta ventana de la biblioteca, la prodigiosa y exacta ventana sobre el escritorio regalándome ese portal que ella puebla de noche, la niña de Felicio, la que usaba espejuelos, sí, esa misma. Y me quedo absorto en el silencio de la habitación, interrumpido solamente por el tecleo de mi Olimpia, el fruit-fruit de su sillón metálico y su risa, ¡su risa! A esta parte de la casa no llegan los trajines hogareños de Onilda ni el juego de mis hijos. Además, desde siempre he prohibido que me molesten cuando estoy escribiendo. Antes ponía seguro en el llavín, pero luego se hizo innecesario. Una vez que franqueaba yo la puerta, reinaba tal halo de obediencia y respeto en la familia que hasta los visitantes necesitaban Visa para verme. No obstante, había asegurado otra vez la cerradura, protección instintiva quizá, sospecha del delito sin saber cuál, cómo, dónde. Para Onilda mi novela avanzaba. Estaba yo en uno de mis mejores momentos, fertilidad que me agotaba y me ponía nervioso, claro. Has avanzado amor, ¿verdad? Voy terminando el capítulo treinta, mentía y le leía fragmentos inconclusos.
            Bata de casa a cuadros en el sillón: inútil, Isachi le revienta las costuras. Blusa azul de tirantes y short muy constreñido: inútil, me choca en la nariz ese perfume, ha roto la ventana y me emborracha. No está bien lo que hago, me digo; esta muchacha podría ser mi hija, me digo; esa es la hijita de Felicio, carajo, me digo; pero me voy de la ventana y la siento reír, la siento sillonearse en el portal de siempre. Y soy un mierda, un desquiciado hijo de puta, enamorado de una niña, carajo. Y rompo la cuartilla para acostarme pronto, pronto, pronto. Y Onilda tiene las carnes blandas y blanquísimas, arde, suda, gime como ella sabe que me gusta, pero huele distinto. Estoy perdido. Ella intenta ayudarme con acrobacias y fruiciones húmedas, pero al balancearse me recuerda un sillón y yo contraigo glúteos y abdomen y reempujo, reempujo, reempujo, para que no descubra mi flaccidez orgánica, hasta que me canso de sentirme inútil. Es el trabajo, amor, no te preocupes, resuelve Onilda. Y al otro día igual: es el trabajo. Y en toda la semana he trabajado mucho.
            No sé qué le ha pasado a esta muchacha. Deben haberle enloquecido las hormonas o algo así. A no ser que mis ojos... que mi mente... Adiós, Isachi, le dije la semana pasada, en una esquina. Ya no le dije, no sé por qué, adiós, niña. Y luego un simple adiós de mano tímida. Y luego un movimiento de cabeza, un guiño.
            A no ser antes de ayer nunca se han tropezado nuestras miradas. Me refiero a su portal y mi ventana, cuando la miro balancearse en su sillón nocturno, ese dichoso sillón de dichosas correas enrolladas en dichosos tubos de aluminio. A no ser antes de ayer no se ha dado ella cuenta. Y me sonrió, creo. Sí, me sonrió. Y me miró tres veces más, siempre risueña, cruzando, ay mi madre, un muslo sobre otro. Luego ha vuelto a mirar ayer toda la noche, agitando el pelo y guiñándome un ojo, una, dos, tres veces. Y luego el balanceo del sillón, el balanceo, que me pone la cabeza como un péndulo de base vertical, siguiendo sus rodillas que suben y bajan. Ayer su aroma me ha dolido, lo confieso. Dije, no, hoy no escribiré, ni mañana, ni nunca; si esa es la hija de Felicio, si yo la vi crecer, si la cargué, creo. Me rindo, Pero hoy los grillos ya se saben su nombre y lo gritan, morbosos, tras la puerta: ¡Isachi, Isachi! Hoy las arañas tejen su nombre en letras grandes, con insectos enredados en la I y en la H: ¡Isachi, Isachi! Hoy mi Olimpia autopropulsa sus seis letras y la hoja en blanco se llena de ella, y mis libros imitan el ruido del sillón y su risa, cientos de libros que ríen en voz alta, muy alta, y no me dejan oír si Onilda está despierta. ¡Ay, por Dios, Onilda, Onilda!, ¡saca a esta muchacha de acá adentro!, ¡sácala! Pero ya Isachi está sentada junto a mí, ante mi máquina, y escribiendo, con la bata de casa abierta, teclea que teclea sonriendo. De pronto, deja las manos sobre el teclado y se desnuda con otras manos que luego deja caer al suelo con la ropa, mientras me tiende otras dos manos, ven, acércate, acércate, sonriendo y relamiéndose, putilla endemoniada, con ese olor que hace tiempo rompió la ventana, me dice que me acerque a su cuerpo tendido sobre el piso, deja dos manos halándome de un brazo y con otras dos me quita la camisa y me despeina con otras manos suyas, me arranca el pantalón con otras manos, y con los dientes, con la succión de su ombligo casi púber. Ay, si me vieras, Onilda, mi amor: qué mucho trabajo ni ocho cuartos. Esta es la ceremonia fálica del mes, la exhibición tan postergada. Ella recoge las rodillas y me hala hacia su cuerpo, me obliga a acuclillarme como un dócil hipnótico. Yo la miro. La miro. La miro. La miro. La miro. La máquina entonces deja de teclear su nombre; y los grillos, los libros, las baldosas, los muebles, la lámpara, todos dicen a coro ¡Isachi, Isachi, Isachi!, como hinchas del fútbol.
            No. Hoy no voy a escribir, ni mañana, ni nunca. Me acerco a su piel sonrosada u húmeda, reviento un cartucho seminal dentro de ella y caigo exhausto junto a mi vieja Olimpia, resoplando, sudando, sin saber qué le ha pasado a esta muchacha si ayer, puede decirse, era la hijita de Felicio, la que usaba espejuelos, sí, esa misma, y ahora me obliga a explicarle a mi mujer, Onilda, que esta noche tampoco, que no puedo, que ha sido otra jornada de excesivo trabajo. Aunque, por suerte, mi novela avanza.


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