Fragmento de mi novela "Maldita danza" (Ed. Alba, Barcelona, 2002; Ed. Oriente, Santiago de Cuba, 2002), una novela musical y erótica, protagonizada por la Musicóloga, uno de mi personajes más complejos. En este capítulo el lector descubre cómo surgió el fetichismo fóníco de la Musicóloga por la palabra "clavicémbalo".
Su pasión por los clavicémbalos comenzó a los tres años, de una manera irracional, inconsciente: su padre había organizado aquel almuerzo dominguero para sus amigos, parientes y colegas, para lucirse frente a ellos, no para encandilar de aquella forma a la mocosita de la casa.
Desde el día anterior la agitación en la familia era tremenda. A las tres de la tarde del sábado llegó un camión con chapa diplomática, parqueó frente a la casa, y varios peones, bajo las órdenes de su padre, bajaron «la sorpresa». Todo era un misterio. Lo apearon sin descubrirlo ni un instante, su padre y su madre participando en el arreo, o, al menos, haciendo el paripé, un poco más, así, bájenlo de ese lado, las manos apoyadas en el mueble como si lo cargaran, ¡cuidado con la tapa!, así... muy bien, gracias.
Todo el resto del día «la sorpresa» fue el centro de sus vidas. Los muebles de la sala fueron movidos y acomodados para que combinaran mejor con «la sorpresa». Estudiaron qué luces le venían mejor, si la lámpara de lágrimas o un flexo teatral que había sido de Titón y que ellos guardaban como una joyita.
—Mejor la lámpara —dijo su madre.
—Se verá más —confirmó el padre.
Esa noche, por primera vez en mucho tiempo, sus padres no vieron la telenovela ni las películas del sábado. «La sorpresa» atiborró el espacio y el tiempo de elogios musicales, rememoraciones estilísticas, conjeturas sobre lo que dirían sus invitados, y comentarios laudatorios sobre Llanko Catthanar, Cónsul de la India, que había prometido por teléfono un gran regalo, pero que nunca, nadie, se pudo imaginar que sería algo tan... «sorprendente».
La nota acompañante decía: En nombre del gobierno de la República Federal de la India...;y después: en agradecimiento por su labor profesional en la Universidad de Madrás...; y, en el centro: por tantos años de colaboración...; y, más abajo, con la bandera india de fondo, exactamente sobre la dharma chakrao rueda de la vida budista, venían las firmas del rector de la Universidad de Madrás y del señor Cónsul de la India en Cuba, nuestro querido Llanko.
Sólo les había faltado poner, en algún lateral: un clavicémbalo para la mocosita, un clave vertical del siglo XVII para la futura musicóloga, para su asombro infantil, su indecisión adolescente, sus fobias humanas y sexuales de toda la vida.
Sin embargo, sus padres no habían echado de menos estas apostillas; al contrario, les había parecido muy explícito el mensaje oficial y extraordinaria la noticia, de puño y letra de Llanko, de que aquel instrumento estaba en extinción, sólo existían tres ejemplares en el mundo, uno en el Museo de Berlín, otro en el de Viena, y éste.
—Qué bien.
—Qué buenas gentes.
—Valió la pena tantos años en Madrás.
—Qué bien.
—Hay que agradecérselo todo a Ravi Shankar.
—Qué bien, qué bien.
Su madre siempre decía «qué bien» ante las obviedades. Ravi Shankar había sido quien introdujo a su marido en el amor al sitâr y a la música india, quien le había presentado al rector de la Universidad de Madrás en un Congreso de Musicología, en Madrid, y quien había logrado que lo contrataran como catedrático de piano por cinco años en aquel punto lejano del planeta. También fue Ravi Shankar quien propuso que lo obsequiaran con aquel clavicémbalo que se estaba cubriendo de polvo en la Universidad, donado por el joven maharajá de Bombay en 1978.
—Qué bien —repitió por quinta vez su madre, levantándose, y se acercó a la mocosita de la casa, quien había asistido —desde el balcón presidencial de la sala: un sofá enorme y cómodo— a los preparativos de algo que no comprendía, al culto de algo que no había visto, al elogio de alguien tan lejano a ella. Todos tenían una emoción inmensa —incluso la compañera del aseo doméstico, que se había tomado un whisky por primera vez en su vida—, pero ella tenía solamente tres años, ¡a dormir, mocosita!, una cachetada cariñosa, dos besos con olor a whisky, un arrumaco, ¡a dormir, cuchicuchi!, aunque a ella se le fueran los ojos hacia aquel visitante misterioso, alto y cubierto por una pollera, colocado con tantos mimos y remilgos sobre la alfombra roja.
La mocosita, es decir, tú, debiste acostarte con el tete en la boca, con los besos whiskosos del padre en una mejilla y los de la madre en la otra, con un frustrado deseo de ver «la sorpresa». Comenzaste a dormirte mientras escuchabas los acordes de Maede Lux Lewis en un famoso boogie-woogie, los bajos muy marcados, la alternancia de ritmos, el sonido imperfecto del acetato que tu padre desempolvaba en los grandes momentos. Se repetía una y otra vez el bajo, como un sonsonete que duraba ya sesenta años y que te adormecía. Pero todavía alcanzaste a escuchar las primeras notas de Planetarium, un disco en el que Ravi Shankar tocaba el sitâr con una orquesta de Massachusetts: un sonido lejano, suave, melancólico, que en nada recordaba al blues y en todo demostraba los contradictorios gustos musicales de tu padre.
Y al despertarte había llegado el día. Tu madre se había levantado muy feliz, tarareando melodías diversas, con los rolos puestos y las uñas impecables, cero cutículas y brilloso el esmalte; tu padre se afeitó y se acicaló temprano, oloroso a Hity peinadito al medio; la compañera del aseo doméstico —quien, también por vez primera, había venido dos días seguidos en una semana, y a quien no se le podía decir criada, ni sirvienta, sino compañera del aseo doméstico, así, con todas sus letras, o Lola, con eles elásticas, o La, como tú la llamabas— llevaba puesto su delantal de vestir, muy planchadito. Con elegancia pasó trapitos húmedos por todos los cristales, sacudió las cerámicas, los ceniceros, las lámparas, los poyos, los alféizares, la alfombra roja de Damasco, todo con buen carácter y urgencia inducida, o más bien deducida.
—Vamos, Lola, que ya están al llegar. Apúrate.
Nadie hacía caso de la niña que, sola, hundida en el sofá ya sacudido, se tomaba la leche y contemplaba «la sorpresa» con curiosidad y miedo.
Hasta que la niña gritó:
—¡La, venacá!
—Niña, La no puede ahora, yo te atiendo.
—No, yo quiero quesea La.
—Sigue en lo tuyo, Lola.
—Que venga La.
—¡Niña, que La está muy ocupada!
Y la pobre compañera del aseo doméstico parecía mecánica, miraba hacia el sofá, seguía sacudiendo, miraba hacia el sofá, sacudía de nuevo, ora los equipos, ora las cortinas, ora las sillas y la mesa de centro.
—Ya está bien, Lola, ve a la cocina, que yo limpio el suelo de la sala —dijo tu madre, muy compresiva, acercándose al sofá—. Vamos a ver, niña.
Pero la niña estaba preocupada, comenzó a llamar a La con otra de aquellas letanías lacrimosas que fueron, sin lugar a duda, sus primeras e instintivas prácticas de solfeo:
—¡La La La La La! —hasta que el biberón de otro pomo mediado de leche le marcó la coda, el final del concierto.
Entonces la compañera del aseo doméstico se internó en la cocina y empezó a preparar suculencias criollas que estuvieran a la altura del misterioso ser que había llegado, alguien que a la mocosita de la casa se le antojaba, entonces, más importante que el pomo de leche, que el sudor en la frente y en las manos regordetas de La, que el aroma a magnolia de su madre. Siempre era igual. El padre olía a Hit y la madre a magnolia: en los cumpleaños, en los aniversarios matrimoniales, en las jornadas de teatro y los saraos sabatinos, o cuando venían a la casa visitas importantes.
Su padre atravesó la sala de la casa, aún sin camisa, y le acarició la cabeza a la mocosita, cariñosamente, sin sospechar que estaba haciendo gestos, dando pasos y preparando circunstancias para que ella comenzara a apasionarse por los clavicémbalos.
—Vamos, apúrate —dijo a la madre, y ambos se perdieron rumbo al cuarto, de donde salieron a la media hora lindos como recién casados, trajeados, perfumados, contentísimos.
La, en ese intervalo, había llevado a la mocosita de la casa para la cocina, le había dado besos y masa de pan mojados en salsa (los besos y la masa), le había llenado los minutos de espera con mimos y requiebros aderezados con olores dulces, a cebolla, a cilantro, a fricasé de cerdo. Finalmente, puso el fuego muy bajo, tapó bien las ollas y la llevó para su cuarto, donde una palangana de agua fresca le quitaría los restos de olores a sudor y a especias, devolviéndola limpia y perfumada al balcón presidencial de la sala, vestida como una gitanita neovedadense.
A las doce en punto comenzaron a llegar los invitados: tíos y abuelos maternos y paternos, amigos de la madre, amigos del padre, los mejores vecinos; en total, quince criaturas entre los que había poetas, pintores, novelistas, musicólogos y músicos (sobre todo músicos). El cuarenta por ciento de los comensales, sin contar a su padre, eran músicos, y el veintiséis por ciento, también sin contarlo, musicólogos. Así que las disertaciones sobre el clavicémbalo estaban garantizadas, las erudiciones y las pedanterías propias del gremio, todo un palabrerío que horadaría un cerebro de tres años hasta filtrar en él conceptos y aptitudes tan fuertes y enigmáticos como la propia palabra «clavicémbalo», ah, ¿es ése?, preguntaban señalando al bulto, elegante e imponente a pesar de la pollera, iluminado por la lámpara de lágrimas aunque fuera mediodía. Y tú, la mocosita, permanecías en exposición, en el sofá, con tu faralaes criollo de muchos vuelos y sobrios encajes, tus medias blancas, lazos rojos, zapatitos de punta fina y aire muy femenino. Pero también tenías curiosidad, nerviosismo, deseos de que cayera el trapo que cubría «la sorpresa». Y cuando sonaron las doce campanadas de la curiosidad —vasos de ron vacíos, vasos de whisky abandonados, caras adultas con expresión de «vamos a sorprendernos»—, el anfitrión-dueño-de-la-sorpresa, tu padre, pidió silencio, se acercó ceremoniosamente al bulto, pisó la alfombra roja y tiró de la pollera con delicadeza. Se escucharon entonces ohs y ahs en todas las escalas, tesituras inimaginables, aplausos y pasos lentos hacia el invitado de excepción, pero ni una palabra articulada, ni una frase, nada. Allí estaba, bajo la luz blanda de la lámpara, el clavicémbalo. Todos —incluido tu padre— tardaron eternos segundos en recuperar la compostura. Aunque, a decir verdad, era muy cómodo mantener esa planta teatral de pasmo y desconcierto, una actitud que los libraba a todos de algo: a tu padre del gesto de modestia obligatorio; a sus invitados de emitir a coro felicitaciones y elogios efusivos, confirmación de que «la sorpresa» había sobrepasado las expectativas, a tu madre de besitos histéricos y «qué bien» consecutivos. Pero el mutismo llegó a su fin. Comenzó, como en un examen oral improvisado, la evocación de los salterios medievales, de las viejas cítaras con sus sonidos agridulces y suaves, de los antiguos luthiersfranceses y alemanes, todos hablando ahora con tono doctoral, reponiendo ron o whisky en sus vasos respectivos, acercándose al instrumento y rodeándolo, tocándolo, mimándolo como un grupo de paleontólogos ante un gran fósil, qué preciosidad, qué lujo, una joyita, un regalo inapreciable, no sabes lo que tienes, y todos se movían como muñecones de carnaval alrededor de «la sorpresa», incluida tú, que los mirabas, los imitabas, movías la cabeza como ellos, con gestos de tácita aprobación, y escuchabas como entontecida a uno de los amigos de tu padre.
—¿Me dejas tocarlo?
—No.
—¿Cómo que no?
—Sólo después de mí.
—Bueno.
—Qué maravilla, ¿eh?
—Vaya regalo — y continuaban adorándolo, unos agachados para verle los pies a la caja, otros pasando la mano a lo largo de su estructura con forma de ala de pájaro, aquél acariciando las cuerdas entorchadas; aquel otro revisando el vetusto clavijero; tu padre elogiando el rostón de marfil en la tabla de madera resinosa; todos boquiabiertos como mimos, sobreactuados como personajes de Goldoni.
—¿Están viendo qué plectros?
—Que no se llaman plectros, si no sautereaus.
—Eso es un anglicismo.
—Ése es su nombre originario.
—Bueno, ¿me dejas tocarlo?
—Qué va, primero yo; acomódense.
Y tu padre tocó, como sólo él sabe hacerlo, el Concierto campestrede Poulenc, sus largos dedos volaron sobre las teclas y poblaron la casa de un barroquismo dulce, acongojante. Tras los aplausos todos brindaron y se felicitaron mutuamente: él por tocar un clavicémbalo del siglo XVII y ellos por haber servido de auditorio, testigos y cómplices de aquella aventura musical. Todos bebieron y comenzaron a disertar sobre la música barroca: el clave como instrumento guía, el clave como instrumento concertante, improvisando un largo repertorio de nombres alemanes o franceses, salpicados de Havana Club y Johnny Walker, con los oídos todavía lamidos por los registros de laúd del clavicémbalo.
En aquella abrumadora —y sublime— situación, nadie había reparado en ti, en tú, en la mocosita, en la futura Musicóloga. Habías permanecido todo el tiempo allí, sobre las piernas de tu madre, incapaz de moverte para no estropear la tensión que rodeaba aquel descubrimiento. Y luego te quedaste muda de felicidad y de placer ante el sonido punteado y la belleza física de aquel intruso en la familia. Después de la interpretación, los adultos continuaron con sus disquisiciones musicales, con su palabrerío italianizado y arcaico; hablaron de Clementi y de Martini, de Pleyel y Blanchet, de Bach y Mozart, larga y tediosa conversación en la que el centro, la periferia y todos los puntos que hilaban el diálogo eran uno mismo: el visitante de doble teclado, el clavicémbalo.
La compañera del aseo doméstico avisó que la mesa ya estaba servida, y sólo entonces tú, la mocosita, saltaste de las piernas maternas como empujada por el resorte del asombro, pero no fuiste hacia el comedor como pensaron todos, sino hacia la alfombra roja, hacia el misterio.
—Cla... —balbuceaste, y señalaste «la sorpresa».
Para una niña de tres años la esdrujulosidad de la palabra era un gran reto. Todos rieron, orgullosos, felices, bebidos y embebidos en sí mismos.
—Cla-vi-cém-ba-lo —dijo tu madre.
—clavi-cém-ba-lo —repitió tu padre.
—Clavicém-ba-lo —insistieron algunos de los invitados.
Y tú, preciosa con tu atuendo de anfitriona pueril, graciosísima con tu falta de dominio fónico, te llenabas la boquita de sílabas extrañas, chorreabas acentos:
—Chémbalo —atorada con la eme—… Cláviemlo —desconcertada—… Cla-lo apocopando a fuerza de impotencia—… Chémbalo —recomenzando el ciclo.
Desde entonces, pronunciar, recordar, evocar aquel mueble secular y esdrújulo, se te volvió una especie de reto-terapia-conjuro-talismán para todo. El clavicémbalo del siglo XVII tomó en tu conciencia forma de chamán, médico, confesor, confidente, salvador; y su sonido contrapuntístico fue música interior de efecto enajenante. En la primaria decías clavicémbalo cuando querías que la merienda fuera masarreal y no tortica. Clavicémbalo para que dieran algo de Betty Boo, Mickey Mouse o El pájaro loco en Los ñuñes. Clavicémbalo para que no te miraran los adolescentes en la Secundaria. Clavicémbalo para que tu padre accediera a becarte en Güira de Melena. Clavicémbalo para que el Salvaje no se atreviera a enamorarte. Clavicémbalo para ser el primer expediente de la Licenciatura en Musicología. Clavicémbalo para que te gustara el trabajo en el CIDMUC. Clavicémbalo para llevarte bien con el equipo del Atlas Etnográfico. Clavicémbalo para que tu padre intermediara, influyera, en la lista de solicitantes del Máster en Madrid. Clavicémbalo para que Madrid, para que Lavapiés, para que tus amantes, para que los dos años, para que las pesetas, para que los tópicos, para que los temores, para todo...
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