Venía yo en una ruta 23 repleta hasta los bordes. Cinco de la tarde, o cinco y media. Venía soñoliento y cansado, cimbrándome aún en el oído la voz del director. Al principio me molestó que se me estrujara la guayabera blanca, que me pisaran los mocasines rojos, acabados de estrenar, pero qué remedio. Me dejaba sostener entre un matrimonio de viejos rollizos e inquietos, una muchacha negra y pelirroja, y un tipo alto, de espejuelos, que a ratos me incrustaba el codo en la frente, obligándome a mirar hacia otra parte, o bajar la cabeza. Baches, frenazos, empujones, permisos, levanta un pie, entra una cadera, baja el brazo, no le mires la teta a la que está justo delante, inclinada y mostrando un pezón oscuro y arrugado. Hay un sopor indescriptible. De pronto, ese proyecto de la..., un baño tibio ahora qué..., no empujen, coño..., el director no sabe si..., qué buena teta..., estos dos viejos gordos..., ese proyecto es una... uff... Estoy cansado. Parece que nunca llegará mi parada. Sudo. La viejita se ve incómoda, pero dónde carajo meto la rodilla. Cierro los ojos para no oír nada, para escaparme. Oiga, oiga, contrólese la mano, mire a ver dónde mete la mano. Es la voz del viejo. Sólo le veo el perfil, sudado y agrio, pero lo sorprendo mirándome de reojo, ladeando la boca para hablarme. Sí, tú mismo, tú mismo, deja tranquilas las manitas esas. ¿Decía usted?, dije yo, como si la voz fuera de otro, sorprendido. La vieja lo tomó del brazo, indagando, qué fue, qué fue. Y dale el viejo con que yo le había metido la mano en el bolsillo. Perdóneme, mi padre, pero usted se equivoca... en la guagua, imagínese... Sí, sí, yo seré viejo pero no comemierda... échese pa’llá, pa’llá, y como única opción de movimiento me lanzó tres culazos. Traté de explicarme: mire, mayor, ¿cómo usted cree que yo...?, discúlpeme, discúlpeme, pero si lo rocé fue sin querer... qué va, qué va... Y sonreí nervioso, mirando a todas partes. Los demás pasajeros, no sé hacia dónde ni cómo, se habían replegado, se habían encogido para rozarme lo menos posible y me miraban haciendo cálculos para dar su voto a favor o en contra. Antes de que yo pudiera imaginarlo, ya el viejo había hecho un escándalo de aquello, con improperios de la vieja y miradas de odio. Y la gente comenzaba a hablar de «especialistas», de hombres con los dedos de seda, hay que tener cuidado. Yo sonreía como mejor podía, como si la sonrisa incrédula fuera una buena excusa, sin saber dónde meter la cara en aquel lío tremendo. El tipo grande de los espejuelos se hizo a un lado (el mismo tipo que después haría el cuento en su casa y diría, qué va, ese muchacho no tenía cara de eso, na’, na’, ese viejo está chocho), se apartó levantando las cejas en un gesto de resignación cómplice y logré alejarme de la espalda rolliza del viejo, que seguía contando cómo están los ladrones, los delincuentes en la calle. Una señora (que después le diría a su esposo, refiriéndose al caso, que al ladrón se conoce en la cara, que fue un abuso de los viejos con aquel muchacho) me preguntó si me quedaba en aquella parada. Mecánicamente le respondí que sí, sin ser mi parada ni una carajo, le fije que sí y ella se apartó mirándome con lástima o recelo. El viejo seguía rumiando su acusación, y yo ardía de fiebre, creo, sudaba frío, sentía un leve temblor en la rodilla. Ya desde la puerta gagueé: Pe-pe-pero, señor… Se me hacía un nudo en la garganta, me dolían los ojos. Sólo me ayudaban algunas miradas de comprensión, de apoyo, alguna voz que oía explicándole al viejo que la guagua estaba llena, llenísima, que ese compañero (es decir, yo)... Pero a mí ya comenzaba a no importarme aquello, a darme más bien risa, tal vez por los nervios, o por la pena, o por lo absurdo que era llegar después (es decir, ahora) y entregarle a mi mujer los ochenta y siete pesos que llevaba el viejo en el bolsillo, y un collar, un reloj y diez pesos que tenía la vieja, pobrecita, en la cartera. ¿Cómo te ha ido?, dijo ella. Como a todos la primera vez, supongo, fue lo único que dije.
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(Este cuento se publicó originalmente en Los visitantes del sábado, Letras cubanas, 1994; ahora forma parte de mi nuevo libro "La guagua y otros cuentos sobre ruedas").
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