Fragmento del libro Teoría de la Improvisación Poética (Alexis Díaz-Pimienta, editorial Scripta Manent, 2013, de próxima aparición).
El panorama actual de la improvisación poética en el mundo no puede ser más halagueño. Cuando en la primera edición de Teoría de la Improvisaciónyo dediqué el libro “a todos los improvisadores del mundo”, y añadía, entusiasta, algo proselitista, “porque el futuro es suyo, es decir, nuestro”, realmente la dedicatoria estaba llena de eso, de entusiasmo y de proselitismo, o, por lo menos, ese “futuro” no parecía tan cercano. Pero ha ocurrido, ha llegado, vertiginosamente. En conferencias y clases he contado que todavía a finales de los años 90, cuando ya Internet era la maquinaria de legitimación más poderosa del mundo (“si no estás en Internet, no existes”), en 1999 si uno escribía en los todopoderosos buscadores de la Red la palabra “oralidad”, las primera páginas (cientos, miles) hablaban de sexo, las segundas (decenas, cientos) de medicina (fármacos de administración oral), y solo luego aparecían, tímidamente, algunos blogs y webs que hablaban sobre la oralidad creativa, el lenguaje oral, el arte oral y sus especificidades. Con la improvisación pasaba lo mismo, pero peor, hasta tal punto que esta “invisibilidad” ha durado toda la primera década del nuevo milenio. Si a finales de los 90 escribías en los buscadores de Internet “improvisación”, lo primero que aparecían eran páginas sobre política, sobre todo para denostar la “improvisación” de los políticos; y luego algunas sobre el jazz y la improvisación musical; actualmente el concepto “improvisación” en todos los aspectos de la vida cotidiana se ha re-valorizado: la improvisación hoy, asociada con la creatividad, la espontaneidad y la capacidad de reacción “cotiza a la alza” en la escala de valores generales de una sociedad conquistada por la velocidad y el ritmo. Sin embargo, aquí también la improvisación poética ha perdido “el turno” con dos nuevas formas artísticas, mucho más jóvenes, pero con mayor pujanza: la improvisación musical y la Improv o Impro Teatral. La improvisación musical ha tenido dos grandes aliadas: la industria de la música, primero, y la academia, después. Ya sea el jazz (surgido en los suburbios de New Orleáns, pero de meteórica aceptación en los circuitos de los grandes teatros y “los cultos de la música”, que no “los músicos cultos”), ya sea el rap y el hip-hop (surgido en los suburbios del Bronx, pero de meteórica aceptación en los circuitos de la industria, no tanto de “los cultos de la música”), ambas formas de improvisación artística han logrado, en menos de un siglo, lo que la improvisación poética tradicional no ha logrado en miles de años: una visibilidad y reconocimientos globales. Puede ser un problema de tiempos, de épocas y estilos de vida: no me imagino a un jazzista improvisando en las montañas de Al-Andalus, decidiendo o evitando con su trompeta batallas militares, enamorando a sultanes árabes y reyes católicos. Pero el caso es que ha ocurrido: en el siglo XX el jazz, y todas sus variantes de improvisación musical ha logrado el aplauso y el respeto del gran público, además de la toga y el birrete académicos; y el hip-hop, en mucho menos tiempo, en pocas décadas, lo mismo. Sin embargo, la improvisación de versos de corte tradicional, de estrofas isométricas con sentido dialógico, un arte existente en casi todas las lenguas y culturas, solo puede hablar de resistencia, supervivencia, y, en las últimas décadas (por fin), de renacimiento. La improvisación musical se mantiene, se desarrollo y ramifica; la Impro teatral (la última en llegar “al baile” pese a sus seculares y prestigiosos antecedentes: la Commedia dell'Arteitaliana, por cierto, tan vincula a la improvisación poética), crece por día, con escuelas, libros, nuevas tendencias, espectáculos, programas televisivos y numerosos blogs, webs, foros de Internet; mientras la improvisación poética va, muchas veces cabizbaja y pidiendo permiso, presentándose, saludando y explicando quién es, soportando incluso que los nuevos públicos reaccionen de dos formas tan equívocas como frecuentes: “¡Ah, pero todavía existe!” (reacción arqueológica, paleoantropológica) o, “Ah, eso es como el hip-hop (reacción, simplemente, analógica). El caso es, la buena noticia es, una vez que se ha puesto en valor la improvisación como un todo (artístico, social, ontológico), en la actualidad la improvisación poética vive su mejor momento de los últimos 150 años (pongamos como limites los finales del siglo XIX, últimos momentos de esplendor de estas artes verbales), y al menos no se siente tan sola (frente a los imperios de la escritura y las artes audiovisuales), sino que tiene dos parientes cercanos, uno muy “prestigioso” (el musical), otro muy vistoso y con menos complejos de superioridad (el teatral), parientes que pueden ayudar a que este primo lejano, y tan cercano a la vez, no se quede desheredado en el reparto de gustos e importancias. Solo falta, a veces, y aunque parezca mentira, presentarlos. Como en la vida misma: en muchos de nuestros países, de nuestras lenguas, esos parientes tan cercanos ni siquiera se conocen. Los repentistas, troveros, payadores, etc., oyen hablar del jazz o de la música aleatoria y creen que no tienen nada que ver con ellos; los actores de Impro teatral oyen hablar de repentismo, payada, trovo, y llaman por teléfono a sus abuelos; y con los jazzistas pasa lo mismo. Alguien tendrá, alguna vez, que ponernos delante el mapa genético de todos, el “genoma emocional”, estético, estilístico de todos, para que nos demos cuenta de que no podemos existir como clanes, que, en todo caso, pertenecemos a la misma tribu: una tribu cuya deidad mayor, cuyo tótem, es la improvisación en sí misma (con palabras, notas musicales o gestos, da lo mismo), y que todos debemos hacer caso, legitimar, la gran frase de Grapelli: “los grandes improvisadores son como sacerdotes: solo piensan en su Dios”.
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