"Uno de los mejores narradores cubanos de la hora presente"
(Juan Bonilla)

Del Blog de Díaz-Pimienta

nov
15

SIEMPRE ES JUEVES: "EL CIELO DE VERACRUZ"

Publicado por Alexis Díaz Pimienta el 15 noviembre 2012 a las 11:36 am

EL CIELO DE VERACRUZ


Aprovechando mi próxima gira por México (diciembre de 2012) hoy toca compartir un capítulo "muy mexicano· de mi novela más romántica, Siempre es jueves (solo para mujeres), que más que una novela, es un calidoscopio narrativo en el que nada es lo que parece ser, en el que todas las voces son una misma voz y todos los rostros uno mismo: el de la seducción.

Con escenarios tan disímiles como La Habana, París, Veracruz, Bogotá, Santander, Almería, Cartagena de Indias..., en esta novela dos personajes se desdoblan en muchos otros, hasta crear una sensación de obra coral que sólo al final se nos revela como lo que es: un canto íntimo y alegórico, homenaje a nuestra innata necesidad de seducir y de ser seducidos. 

Espero que lo disfruten.



Los míticos Portales de Veracruz



Otra vez era jueves, y aprovechando que una joven pareja acababa de cambiarse de asientos, él ocupó una mesa cerca de la puerta. Los Portales estaban, como todos los sábados, llenos de enormes globos con figuras de Disney, de músicos y mimos, de bebedores de cerveza y tequila, de vendedores ambulantes, de niños mendigos, de fotógrafos, de mujeres con un colorido y una belleza que sólo en Veracruz existe. Todas las mesas eran invadidas por manos que intentaban dejar una flor, una caja de chicles, una pequeña artesanía, un cinturón, o por otras que intentaban tocar una ranchera, un corrido, un bolero, un son; todas las mesas en todos los portales, al mismo tiempo y con el mismo estilo constituían una secuencia interminable y fragmentaria, collagede rostros indios y manos infantiles, pies descalzos, voces nasales y aflautadas, caras chatas o largas, pelos largos o cortos, siempre negros, siempre lacios, casi siempre sucios. Por encima de los olores a tortillas de maíz y a cerveza, por encima del sonido de los platos y de la cubertería, se mezclaban los acordes más disímiles, las voces más disparatadas, verdadero aquelarre musical en el que Pedro Vargas y Pedrito Junco chocaban de frente con Libertad Lamarque o con Lupita, todos a coro cantando, Ay, Jalisco, no te rajes, entre eructos y pregones inacordes.
—Ah, no soporto esta imagen: esos niños ahí, solos, pidiendo.
—¿Mande?
Ella tenía una bandeja sobre la palma de la mano y sobre la bandeja tres botellas de cerveza vacías, un salero, un talonario y un pequeño trapo.
—Que es muy triste este ambiente —dijo él, y levantó su vaso y su botella de Corona para que ella pudiera limpiar bien la mesa.
—¿No le gusta la música, señor?
Era una voz como de caramillo, limpia y aguda. Él no pudo evitar contemplar con placer el movimiento de los senos bajo el delantal a cuadros, a ritmo con la mano que frotaba la formica blanca.
—Me encanta la música. Es muy folclórico todo, pero hay un gran contraste.
Dos niños se acercaron a la mesa, sin decir nada, uno levantando la caja de chicles para que él la viera, el otro tendiéndole una rosa envuelta en celofán, con una cinta blanca en la mitad del tallo. Y con el mismo silencio y la misma mirada, fueron hacia otra mesa.
—Tómese otra cervecita no más, y escuche a los mariachis —dijo ella en cuanto terminó de limpiar la formica.
—Tienes una voz preciosa; cuando tú hablas los mariachis ni existen.
—¿Mande?
—Digo que entre todo este contraste eres lo único poético.
La miraba desde abajo, sentado, y hablaba lentamente, sin énfasis, con el vaso y la botella de cerveza todavía en las manos.
—Perdóneme, señor, pero no puedo hablar con usted... estoy trabajando —intentó irse.
—Y yo soy un cliente, ¿no? —la detuvo; puso el vaso y la botella sobre la mesa, la miró a los ojos— A ver, ¿cómo te llamas?
—Auanda.
—¿Aqué?
—Auanda, señor; es un nombre p’urhepecha.
—¿Y eso qué significa?
—Cielo, señor.
—¿Cielo? —sonrió, y pensó que con aquella cara angelical y aquella voz tan melodiosa no podría llamarse de otro modo. Iba a decírselo, pero no le dio tiempo.
—Perdóneme, señor, ahorita vuelvo.
Bebió un largo sorbo de cerveza y contempló a dos niños que discutían por un globo gris, enorme, con forma de Dumbo.
—Señor.
Era la voz de otro pequeño, como de cinco años, descalzo, pelado a lo militar, con costras de comida y mocos secos alrededor de la nariz y la boca. Le tendía una rosa.
—No, hijito, no quiero nada —dijo él, e intentó acariciarle la cabeza, pero el niño huyó, sin dejar de tenderle la flor hacia los ojos.
Avelino volvió la cabeza y vio que la joven camarera estaba cerca.
—Cielo, por favor, póngale una ración de tacos a ese niño.
Pero ya el niño había desaparecido. Ahora dos niñas más, delgadas, con las ropas demasiado grandes para sus cuerpos, le mostraban una caja de chicles y una ristra de aretes de metal con plumas de colores en las puntas.
—¿Mande? —preguntó Cielo, ya junto a la mesa.
—No, nada, se ha ido.
Las niñas se alejaron sin decirle nada y él vio cómo repetían la misma operación en cada mesa.
—¿Usted de dónde es, señor?
La voz de la muchacha se escurría, límpida, entre los falsetes, los graves y los contraltos de los cantantes en las mesas contiguas.
—Soy cubano —respondió él, lacónico.
Sentía, no sabía por qué, que siempre que decía que era cubano se le abría una puerta, entraba a una habitación, lo invitaban a sentarse. Decir que era cubano era una forma de garantizar, al menos, los próximos dos minutos de diálogo.
—¿Cubano de Cuba, señor?
—Claro, de Cuba.
—Híjole, ¿y qué hace aquí? ¿Cómo ha podido salir?
Lo sorprendió no la pregunta, sino la ingenuidad y la sorpresa de su tono, la forma repentina de mirarlo como si fuera un bicho o un extraterrestre.
—He venido a buscar al gran amor de mi vida —fue su respuesta, rápida.
—¿Mande? —ahora su tono era de sorpresa, de «¿he oído bien?».
Él ladeó la silla para hablarle de frente:
—Que he venido a buscarte, eso es todo.
—Perdón, señor, tengo que atender aquella mesa.
Avelino apuró el último sorbo de cerveza y contó cuántos pesos le quedaban para seguir bebiendo. Un poco más allá, a su espalda, estaba el hotel. Cuando agotara el dinero disponible esa noche podría encerrarse a ver televisión, rastrear algún juego de las Grandes Ligas o alguna película erótica, hasta que lo venciera el sueño. Pensaba en esto cuando una mujer alta, india, con una trenza larga y gruesa que le caía sobre el hombro derecho hasta más allá de la cintura, apareció como una flecha, se le plantó delante, apretó el obturador de una pequeña cámara fotográfica, y con la misma rapidez que había aparecido desapareció entre la gente. Los mariachis de la mesa más cercana a la suya terminaron su minirrecital, dieron las gracias y se fueron hacia otras mesas más lejanas, cada uno con su instrumento a cuestas, violines, arpas, guitarrones, bongoes, cencerros y la enorme marimba. Se fueron los mariachis, hubo un segundo de silencio y comenzó de nuevo la triste orquesta de las voces infantiles a rondar su mesa: monótona la sinfonía de sus ofertas, deprimente la plasticidad de sus miradas, el nerviosismo de sus pasos y sus gestos.
—¿Globos, señor?
—¿Fotos, señor?
—¿Chicles, señor?
—¿Cintos, señor?
Los niños desfilaban como en una macabra pasarela de la que todos eran a la vez público y cómplices, de la que Avelino se sentía víctima. Familias enteras, grupos de amigos, grupos de turistas, hombres solitarios; todos bebían cerveza, o vino, o jugo, y comían tacos, tortillas, queso, chiles, fríjoles, mientras los niños proponían sus ventas con voces flacas, desganados, bajando los párpados delante de los platos y los vasos, cerrando los oídos ante el ruido de los tenedores, conteniendo la respiración ante el humillo aromático del maíz caliente; proponían con miedo, como si estuvieran convencidos de que nadie les compraría nada, o como si se impusieran este convencimiento para después disfrutar doblemente cualquier venta.
—¡Cielo!


La había visto en la puerta del bar-cafetería, con la mirada perdida en el vacío y la bandeja apoyada en la cadera. Ella reaccionó más por el gesto imperativo del brazo en alto que por el tono de la voz, engullido por el escándalo de voces, música, pregones. Con pasos rápidos llegó hasta su mesa, se le plantó delante.
—Mande, señor.
Él hizo una pausa intencional, los dos mirándose a los ojos. Sacó un billete de veinte pesos y se lo puso en la bandeja. Le tomó una mano.
—No me dejes, Cielo, he recorrido medio México para dar contigo.
—¿Señor?
—Tráeme otra Corona negra, y dos tacos de carne.
No soltaba su mano, y ella seguía mirándolo en silencio.
—Necesito que hablemos, Cielo, ¿cuándo terminas?
—En una hora, señor, pero me llamo Auanda, en p’urhepecha.
Su voz y sus gestos tenían ahora cierta dosis de infantilidad, casi de desamparo.
—Tráeme otra Corona negra, por favor, Auanda. Voy a brindar por nuestro encuentro.
Y terminó a pico de botella lo que le quedaba de la anterior cerveza, un sorbo único, continuo, sin dejar de mirarla en diagonal, la nuez de la garganta temblorosa, la cabeza ligeramente echada hacia atrás y el codo levantado con exageración. Terminó, puso la botella sobre la bandeja y disfrutó el contoneo de aquel cuerpo mientras se alejaba.
—¿Globos, señor? —dijo un niño de ojos muy grandes y redondos.
Él dijo que no con la cabeza, sin poder evitar un eructo ruidoso que al niño le pareció una negativa rotunda.
—¿Música, señor? —dijo detrás de él un hombre alto, vestido de ranchero, con un típico sombrero mexicano y un paliacate atado al cuello.
Él volvió a negar con la cabeza, se secó con el pañuelo algunas gotas de cerveza que le rodaban por las comisuras y observó cómo Cielo se acercaba a las mesas contiguas.
—Dame una rosa —le dijo a una niña que pasaba rumbo a otra mesa con una cesta llena de rosas blancas y tulipanes amarillos.
Le revolvió el pelo, con gesto paternal, después de darle unas monedas, y la miró alejarse. Levantó el brazo y llamó a Cielo.
—Es para ti —le dijo, y remplazó la flor por la botella.
—Gracias, señor —dijo ella, sonrojada.
En ese momento, la misma mujer flaca que hacía unos minutos lo había retratado de imprevisto, reapareció y dejó caer sobre la mesa, contra la botella, un llavero pequeño, rematado en un portarretratos con dos tapas transparentes y una foto de Avelino en el centro. Lo dejó caer y desapareció de nuevo. Avelino se miró en la foto. Estaba demasiado clara y un poco movida. No podía haber quedado mejor de la manera en que fue hecha.
—Han completado tu regalo —y le tendió el llavero a la joven camarera.
—No, señor, gracias —dijo ella, temerosa no sabía de qué.
—Tienes que aceptarlo; yo no necesito un llavero, y no voy a dejar que esté mi foto rodando por todo Veracruz, ¿entiendes?
—No, señor, gracias.
—Cielo, por favor.
El gesto y el tono eran suaves, la mirada rogativa, el llavero pendía de su mano y se movía como un péndulo.
—Si todo esto me parece mentira, me parece un sueño, Cielo. ¿No te das cuenta de cuánto te amo?
Ahora reapareció por detrás de Cielo la misteriosa fotógrafa, con una mano tendida hacia Avelino, que le entregó cinco pesos sin tener la certeza de estarle dando mucho o poco, y la miró desaparecer de nuevo. El llavero continuaba con un movimiento pendular, colgando de su mano, mientras él observaba a Cielo que no se decidía a tomarlo.
—¿Es que he quedado feo, Cielo?
—No sea cómico, señor.
—No me llames, señor, Cielo. Soy Avelino. Soy Ave, ¿entiendes? Yo soy un ave y tú eres mi cielo.
Le tomó una mano y colocó sobre ella el llavero con su fotografía. Se ladeó en el asiento, alzó su vaso de cerveza y dijo:
—Tenemos que estar juntos para siempre.
—No sea cómico, señor.
—Es la merísima verdad, como dicen ustedes.
—Es la mera locura, perdóneme —y volvió a alejarse rumbo al interior del bar-cafetería.
Avelino sonrió. Cielo se había llevado consigo la flor y el llavero.
—¡Eh, Mariachis! —dijo de pronto, y señaló a cuatro hombres y a una mujer que afinaban sus instrumentos a pocos metros, todos vestidos con atuendo típico.
—¡Vengan, música!
Los hombres se acercaron rápido, con una risa estudiada, complaciente.
—Mande, señor —dijo el más alto.
Era un hombre delgado y bigotudo, como un personaje del Indio Fernández. Avelino se levantó y fue hacia otro de ellos, alto también y muy ventrudo.
—¿Me permite? —dijo, quitándole la guitarra de las manos.
—Faltaba más, señor —contestó el hombre y miró a sus compadres en busca no sabía si de apoyo o de permiso.
—Quiero algo bien romántico —dijo Avelino y se puso al frente del grupo—, algo de Pedro Vargas.
—¡Ándele, muchachos! —gritó el hombre grande que parecía el jefe—. El señor tocará con nosotros.
Avelino no sólo tocó, sino que cantó y montó una especie de coreografía alrededor de Cielo, al más ortodoxo estilo de las serenatas, cantando y mirándola y siguiéndola casi hasta la cocina, con los músicos detrás, con las miradas de todos los demás clientes contemplando la escena. En las últimas notas del bolero Cielo estaba literalmente arrinconada al final de la barra, rodeada por los músicos, con los ojos muy abiertos y temblando como una hoja. Miraba a su jefe, nerviosa, pero su jefe sonreía de oreja a oreja, emocionado de verdad o contento con la atracción que significaba para su negocio aquel espectáculo telenovelero. Fue el primero en aplaudir. Los aplausos fueron fuertes y largos, con gritos falseteados y silbidos. Los músicos lo felicitaron e insistieron en tocar otra pieza, “una no más, señor”, pero Avelino les pagó, les dio las gracias y aceptó solamente la cerveza a la que lo invitó el dueño. Regresó a la mesa. Los niños lo miraban, ahora sin acercarse, un poco estupefactos porque el señor solitario de la mesa aquella sabía cantar y tocar la guitarra. Los mariachis esperaban, no sabían qué, pero esperaban apostados cerca de la mesa, detrás del enredijo de globos-Disney que sostenía un vendedor. Cielo ignoraba que tenía las mejillas purpúreas, la sonrisa perenne; sólo notaba cierto nerviosismo en sus manos. Avelino no dejaba de mirarla y ella se acercó a su mesa con el pretexto de secarla un poco.
—¿Te gustó? —indagó él.
Cielo, no contestó; sonrió y bajó la cabeza. Avelino insistió, con un tono más dulce.
—¿No te gustó la serenata?
—Fue muy linda, señor.
—Fue como tú, pero con música —respondió él y le hizo un guiño imperceptible.
—Gracias, señor.
—¿Sabes una cosa? Esta noche escribiré una pieza musical para ti, sólo para ti, Cielo.
—Canta muy lindo, señor —dijo ella como si hablara sola, sin levantar la vista de la mesa y del trapo que deshacía pequeños círculos de agua.
—Se llamará Concierto Celestial en Los Portales.
Hablaba en serio. Una nueva melodía, liviana y a la vez intensa, comenzó a rondar por su cabeza. Cielo se alejó, fue a limpiar otras mesas, y él extrajo del bolsillo un papel y un bolígrafo, y comenzó a hacer apuntes, a silbar, a tamborilear sobre la madera. Estaba inspirado. Su melodía se escabullía, intacta, por entre los vericuetos del laberinto acústico que lo rodeaba, se filtraba sin contaminarse. Escribiendo, silbando, bebiendo, no se dio cuenta del paso del tiempo.
—Ya terminamos, señor.
Era la voz de Cielo. Levantó la cabeza y estuvo a punto de quedarse boquiabierto, con rostro de comedia, cuando vio a la muchacha sin el delantal, con el pelo suelto, el maquillaje retocado y la flor que él le había regalado detrás de la oreja.
—No me llames «señor» —balbuceó, y comenzó a guardarse en el bolsillo el papel y el bolígrafo.
—¿Mande?
Ella sonreía y él se ponía cada vez más serio.
—Que no me llames «señor». Y que yo no te mando. Son nuestros corazones los que mandan, ¿entiendes?
—Bueno, señor.
—Déjame pagar esto —dijo, señalando la última cerveza que había pedido.
—No, señor, el patrón lo ha invitado.
Caminaron, sin rumbo, haciendo círculos, sin alejarse mucho de Los Portales. Ella sonreía por todo y él la miraba como si fuese otra, como si todo lo que había dicho hasta ese momento no hubiera servido para conocerla. Estaba desarmado ante la candidez de su mirada y los abismos tiernos que significaban sus pequeños silencios.
—¿Te gusta la poesía? —dijo por fin, buscando orientación.
—Algo, señor.
—Bien, te leeré un poema, ¿quieres?
La tomó de una mano y comenzó a caminar delante de ella, casi arrastrándola.
—¿A dónde vamos? —dijo ella, haciendo fuerza para retenerlo.
—Al Hotel, aquí mismo.
Señaló la fachada de El Colonial, justo detrás de ellos, casi tapada por las mesas y los marimberos.
—No tengas miedo, Cielo; te leeré poemas de Guillén, de Carilda, de Miguel Hernández, ¿los conoces?
—¿Al Hotel, señor?
Estaban ya frente a la puerta de cristal que dejaba ver el largo corredor en penumbras, el ascensor al fondo. A mitad del corredor la carpeta era el único espacio iluminado, y el grueso carpetero escuchaba la radio y se abanicaba delante del taquillero de las llaves. Él tiró de la puerta y ella lo siguió, en silencio.
—No tengas miedo, Cielo, no te haré nada —susurró Avelino mientras avanzaban, y luego apostilló, en el mismo tono—: Te amaré, simplemente.
Pensó que huiría, que detendría el paso y saldría corriendo. Pero no. El tono persuasivo terminó por ablandar sus reticencias. Sonrieron.
—Buenas noches, señor —dijo el carpetero, y le entregó la llave de su habitación.
—Buenas noches, ¿no tengo mensajes? —dijo él sin detenerse a esperar la respuesta.
El hombre continuó abanicándose y negó con la cabeza. El ascensor estaba abierto.
—Te leeré poemas de amor antes de amarte —le susurró— y tú repetirás algunos versos mientras yo te ame.
Dentro del ascensor, la tenía tan cerca que no se atrevió a decirle que olía a cítrico o a golondrina, como hacía siempre. En realidad, Cielo olía a mujer, y él, a cerveza. El balanceo del ascensor y el cambio de números rojos en la pantallita sobre la puerta concentraron su atención y acompañaron su próximo susurro.
—No puedo evitarlo, el viaje en ascensor me eleva la libido.
El silencio de Cielo lo desnudaba, lo desconcertaba. No sabía qué hacer, pero continuó con el susurro:
Quiero llenar el Cielo de besos.
—¿Y luego? —dijo ella, en cuanto se detuvo el ascensor y la puerta comenzó a abrirse.
—Luego seguiremos amándonos.
Hondo silencio por todo el pasillo: él delante, ella detrás. Habitación 211.
—¿Y luego, señor? —insistió Cielo.
Avelino abrió la puerta. Esta vez no contestó. Con gesto teatral la invitó a que pasara. El aire frío les golpeó en la cara. Todo olía a jabón, como si se hubiera recién duchado alguien. Sobre la cama, boca abajo, había una guitarra. Sobre una banqueta tapizada en cuero gris, varios libros. Sobre otra banqueta un par de calcetines y una toalla verde.
—Se sentaron en la cama y él le tomó una mano, la acarició con el pulgar y la miró como si fuese a leerla.
—Luego estaremos los dos en las nubes, fundidos en un solo abrazo.
—Usted me asusta, ¿sabe?
—Tutéame, Cielo, por favor.
—Bueno, me asustas, me asustas.
—Y tú me gustas mucho.
—¿Decía usted que venía a buscarme?
Él sonrió. Se daba cuenta de que para Cielo era difícil la cercanía del tuteo, tutearlo era como tocarlo, y todavía no se atrevía a tanto. Se levantó y tomó dos libros de la banqueta: Desaparece el polvo, de Carilda Oliver y El rayo que no cesa, de Miguel Hernández.
—Ya te dije que nosotros estábamos buscándonos, que hemos vivido todos estos años cada uno buscando al otro, sin saberlo —le dijo mientras hojeaba uno de los libros, sin leer—; cada paso de tu vida hasta aquí ha sido eso: un paso hacia este encuentro, como los míos.
—¿Y luego qué, señor?
La miró fijo. No entendía aquel letánico interrogatorio sobre qué pasaría luego.
—Luego no existe, Cielo —dijo—; ahora te dejarás besar, te dejarás amar, nos dejaremos llevar por los instintos.
—¿Luego me llevará para Cuba, señor?
Su voz era esta vez más tierna, más infantil si cabe, pero su mirada mucho más incisiva, estoicamente adulta.
—¿Y tú me llevarás al cielo, Auanda? —preguntó él, pero a la vez le impidió que respondiera: un beso súbito, tan impulsivo como cálido, un beso salivoso y celestial selló sus bocas durante unos instantes.
—Lo amaré, señor, ¿cómo no hacerlo? —dijo ella, cuando pudo.
—Nos amaremos en p’urhepecha, ¿verdad?
—Cánteme, señor, cánteme otro bolero.
—dime: «cántame, Ave».
—me da risa.
—Tienes la piel muy suave, muy olorosa.
—no se apure, señor.
Cerró los ojos, giró la cabeza como los atletas cuando están calentando, pero con más cadencia.
—oh, no te apures, Ave.
—así me gusta, Auanda.
—en p’urhepecha se dice...
—en p’urhepecha los cuerpos son intraducibles.
—¡Los poemas! —abrió los ojos, tomó un libro y se escondió tras él— ¡Léame los poemas, por favor!
—te me mueres de casta y de sencilla... —memorizó Avelino, y se quedó en silencio.
—señor...
—Me desordeno, amor, me desordeno...
—señor, tiene las manos frías.
—Y tú tienes la voz hirviendo, Auanda, y yo no soy tu señor; yo sólo te amo.
—me da miedo, señor.
—¿Pero no te das cuenta de que ésta es la primera vez que subo al cielo?
Por la ventana se filtraba la música de los mariachis que aún permanecían tocando en Los Portales: Pedrito Junco se despedía a gritos del amor de su vida, jurándole que no se iba por falta de cariño, que la quería con el alma, pero que en nombre de este amor y por tu bien, te digo adiós. Tras los últimos acordes la flor que Cielo llevaba tras la oreja se desprendió y cayó sobre los versos más femeninos del libro de Carilda. Miguel Hernández y Nicolás Guillén cerraron los ojos y se alejaron dando tumbos de alcohol y de pasión herida, junto a Pedrito Junco. Avelino estaba mareado, sentía trepar por las paredes un tintineo metálico, familiar y lejano a la vez, imperceptible para Cielo, desconocido para Auanda. Y el cuerpo de ella solamente repetía, por todos sus poros: —Mande, ¿mande?, ¡maaaaaande! —mientras caían sobre el lecho.

  1.  

    |