FERRY ALMERÍA-NADOR
Otra vez era jueves, pero no eran las cinco de la tarde, sino las doce y diez del mediodía de uno de esos días en que las costas de África se vislumbran desde Cabo de Gata, o desde lo alto de la carretera del Cañarete; día de viento en calma y mar plomizo, de cielo despejado y claridad enceguecedora. Las gaviotas volaban con monotonía, con gracia mimética, y el agua se rompía en infinitos bucles delante de la proa. El silencio en cubierta era mayor que otras veces, tal vez por la hora, sin niños correteando, sin marroquíes hablando en alta voz su indescifrable lengua, sin jóvenes riéndose de cualquier tontería, animados por el viaje en barco.
—Es bello el mar ¿verdad? —dijo la joven, y se acomodó en la tapa de regala, de espaldas, en sentido contrario a cómo estaba él desde hacía casi una hora, contemplando los juegos cromáticos del agua.
—Hace un día espléndido —fue su única respuesta.
—¿Eres marroquí? —indagó ella.
Él la miró con desgano, y con desgano dio la misma respuesta de todas las mañanas y todas las tardes y todas las noches, en los bares, las calles, los autobuses, las casas:
—No, soy cubano.
A ella pareció no sorprenderle, no interesarle; aspiró con dramatismo el aire y comentó:
—Ya casi se ven las sombras del estrecho; ¿has visto?
Él se volteó, se agarró a uno de los cables que sostenían los botes de salvamento y contempló a la joven. Era delgada, de pelo muy negro y encrespado; fumaba con tanta lentitud que el humo parecía corpóreo, sólido, volutas y volutas blancas y bien definidas sobre el fondo azul del océano. Conversaba sin quitarse los auriculares de la walkman, con el pelo dividido por una especie de cintillo azul que, rematado en esponjas redondas y oscuras, terminaba sobre sus oídos.
—¿Vas también a Nador? —preguntó él, sabiendo que la pregunta era absurda: si estaba a bordo no podía ir para otra parte.
—Cada dos años viajo a Nador, y luego a Marraquesh, con mis padres.
—Yo también vengo mucho.
—¿Con tus padres?
—No. La verdad es que vengo solamente por disfrutar del viaje en Ferry.
—¿No te gusta Marruecos?
—Sí, sí, pero... Quiero decir que a mí me empujan razones de otro tipo, más íntimas, más nostálgicas —su tono, ahora, era menos apático.
—No entiendo.
—Es muy largo de explicar.
—No importa, cuéntame.
—Yo viví muchos años en una isla chica, al sur de otra isla grande, y los mejores momentos de mi infancia transcurrieron a bordo de un Ferry como éste, surcando un mar tranquilo como éste, durante muchas horas.
Ahora ella pareció no oírlo; lanzó la colilla de cigarro al mar; sonrió.
—¡Me encanta el mar!
—Usted no ha visto, como yo, el espectáculo de un mar embravecido que salta sobre un muro de varios kilómetros de largo.
—¿En tu isla?
—En la pequeña no, en la grande. Cuando niño me pasaba horas y horas asomado a un balcón frente al mar, esperando que una ola gigantesca me raptara.
—Yo, la verdad, no vengo por el mar, sino por Marruecos; amo Marruecos; amo todo lo árabe.
—Eres granadina, ¿verdad?
—Sí, de un pueblo pequeño que se llama Dúrcal, pero vivo en el centro del Albaycín, ¿lo conoces?
—Conozco Granada como la palma de mi mano.
—¿Y de qué isla me hablabas?
Sonrió. Hizo una leve pausa de silencio y la miró a los ojos.
—De la Isla del Tesoro, la de Robert Louis Stevenson.
—Qué gracioso.
—En serio, al sur de La Habana está la Isla de la Juventud, mi verdadera patria, que antes se llamaba Isla de Pinos, y más allá en el tiempo, Isla de las Cotorras; esta fue la verdadera isla que inspiró la obra de Stevenson.
Tosió suavemente. Quiso contarle que toda su infancia había soñado que Long John llegaba a su pequeña isla y él le llenaba una cesta de toronjas y de caracolas; quiso contarle que el malecón de la isla grande, cuando el mar se mostraba tan tranquilo como el Mediterráneo, era el mejor lugar del mundo para los novios, para los amantes; quiso contarle sobre los mosquitos del Surgidero de Batabanó, sobre las montañas de caolín pinero, sobre las pandillas de maleconeros que pescaban por las tardes, pero ella interrumpió tantos recuerdos.
—¿Y ahora qué, vives en España? —su tono era también interesado, su rostro inquisitivo: las cejas arqueadas y los ojos muy abiertos.
—Desde hace cuatros años —dijo él, con sobreactuado dramatismo.
Estaba acostumbrado ya a contar su vida; era la forma más sutil de salvarla. Continuó despacio.
—Soy marinero; vine en una campaña de pesca hasta los astilleros de Vigo, que era donde trabajábamos, y una noche subí al puente de mando, me robé el pasaporte, entré a mi camarote y cogí un jolonguito, bajé a tierra, me metí en un bar, y luego en una pensión, y luego en un hostal, y luego en otro, hasta ahora.
—¿Robaste el pasaporte?
Ella actuaba ahora como una colegiala: de la curiosidad a la sorpresa, de la sorpresa al estupor ingenuo.
—Es una historia larga.
—¿Cómo te llamas?
—César, ¿y tú?
—María Dolores.
Durante unos segundos ambas manos mantuvieron el contacto, el movimiento oscilatorio del saludo.
—Otra María —dijo él—. En España todas las mujeres se llaman María.
—Oye, ¿y te va bien?
—Lo que se dice bien... Bueno, por lo menos no soy un sudaca.
No pudo evitar cierta sonrisa irónica, pero en el rostro de la joven vio que no había entendido. Se abalanzó hacia ella como los profesores de primaria cuando creen que mirando a los niños de frente y de cerca se explicarán mejor.
—Los cubanos en España vivimos en una especie de pasillo intermedio: en realidad, somos los únicos latinoamericanos a los que nadie ve como sudacas, y somos extranjeros, sí, pero sin llegar a que nos vean como guiris.¿Entiendes?
La niña de primaria lo miraba con los ojos muy abiertos y cierto rictus entre incrédulo y desinteresado. Él continuó en su papel de maestro de pueblo:
—Ni siquiera nos sentimos tan inmigrantes como los marroquíes y los africanos; somos un poco todas las cosas a la vez: sudacas, guiris, inmigrantes, pero también algo distinto. Nos siguen viendo como “españoles de ultramar”.
—¿Y eso por qué? —reaccionó ella.
—Más se perdió en Cuba, ¿no?
—Te va bien entonces —concluyó ella, sacando un nuevo cigarrillo y brindándole.
—No, gracias, fumo solo tabaco... Puros, quiero decir.
—Debí sospecharlo.
Pero él ya no la escuchaba, miraba el mar, evocaba otros mares en aquella agua azul y limpia.
—¿Sabes una cosa? Lo que más extraño de Cuba son las horas de viaje entre La Habana y mi pequeña Isla, de Batabanó a Nueva Gerona, de Nueva Gerona a Batabanó, en el viejo Jibacoa, en el Comandante Pinares.
—Bueno, pero vas a Melilla y a Nador. Algo es algo, ¿no?
—Sí, pero no es lo mismo. Además, en estos viajes no siempre encontraré una María Dolores, reconócelo.
La sorprendió el giro del tono, el volumen menor de la voz; la desorientó la intención, o más bien, la intencionalidad de la respuesta. Tomó distancia dejando de tutearlo.
—¿Le gusta la vida en España?
—Esto parece una entrevista.
Lo miró a los ojos, soltó dos rápidas volutas de humo que se elevaron frente a su nariz sin dejar de parecer sólidas, y sonrió.
—Es que soy periodista, no puedo evitarlo.
—¿Periodista? —ahora el colegial ingenuo y sobreactuado era él—. ¿Quiere una buena historia, periodista, un reportaje de primera?
—Venga.
Hubo varios segundos de silencio.
—Bien, escriba la historia de un marino cubano que lleva cuatro años en tierra, currando como un negro, y nunca mejor dicho —sonrieron a dúo: era su coletilla de siempre, su chiste infalible y preferido; luego continuó—, pero que no lo hace para enviarle dinero a sus padres, porque ya no tiene; ni a sus hijos, porque nunca los tuvo; ni a sus tíos, que no se lo merecen; ni a sus hermanos, a quienes no les hace falta; sino para pagarse un viaje en Ferry de Almería a Nador, o de Almería a Melilla, algunos fines de semana.
—¿Y por qué lo hace?
—Precisamente para poder ahora, acodado en la tapa de regala del barco, recordar a sus padres, a sus tíos, a sus hermanos, llorar un poco sin que nadie lo vea, y conversar con una hermosa periodista.
Bajó la cabeza con sobreactuada aflicción y cambió la manera en que estaba apoyado en la tapa de regala; se ladeó un poco.
—Pero no se ponga así, hombre.
—No, no, si solo actúo, represento el papel del protagonista de su futuro reportaje.
—¿Cómo me dijo que se llamaba?
—César.
—¿Y en qué trabaja, César?
—¿En qué puede trabajar un tipo como yo, aquí, en Almería? Un moreno, como dicen ustedes.
—¿No te gusta que te digan moreno?
—Me da igual. Pero me dan lástima los que lo dicen.
—No entiendo nada.
—Lo de moreno es un mal chiste. Un eufemismo pobre. Un lavativo de conciencia.
—No exagere.
—Yo no soy moro. Y Moreno viene de ahí, de Moro, de morisco.
—Entonces, ¿cómo prefiere que le digan: negro?
—¿Y Por qué no? si tu eres blanca, ¿te gustaría que te llamaran nívea, alba, lechosa, cualquier metáfora sobre tu piel?
—Me daría lo mismo.
—A mí no. y lo peor es cuando me dicen “de color”. Es tremendo.
—¿prefiere negro entonces?
—Todo el que llama a un negro “de color”, piénsalo bien, lo hace tan solo por no decirle negro. ¿y eso por qué? ¿Porque piensa que el negro bastante carga tiene ya con serlo? O peor, que va a ofenderse. No se dan cuenta de que ser negro o blanco, bajo o alto, zurdo o derecho, mujer o hombre, son tan solo “matices”, por decirlo suave. Todo el que dice “moreno” o “de color” es un racista sin saberlo.
—No exagere, césar. Es un problema de respeto.
—Hipocresía, amor, Hipocresía. Si todos los que dicen “moreno” o “de color” respetaran al negro la historia sería otra.
—Se ve muy resentido, ¿no?
—Qué va, si éste es, en todos estos años, el mejor día de mi vida; porque la he conocido al fin, María Dolores.
—No sea zalamero. Está triste y resentido, solo eso. ¿Por qué no vuelve a Cuba?
—Porque entonces no volvería a verla.
—¿A quién, a mí?
La miró a los ojos, fijamente, como hacen algunos maestros cuando van a explicar, por enésima vez, el tema más fácil y menos comprendido.
—Señorita, usted ha encontrado a un beduino en medio del desierto, muerto de sed, y le ha puesto las manos delante llenas de agua fresca para que beba; el beduino no puede irse otra vez, ¿comprende?
Ella seguía sin comprender, o fingía seguir sin comprender. Cambió la mirada, se acomodó la cinta de los auriculares sobre el pelo.
—¿Y qué va a hacer en Marruecos, a dónde va?
—Imagínese: el mío es un turismo incómodo. Tengo que estar cada cinco pasos demostrando que no soy marroquí, y que mi pasaporte no es falso; a los soldados marroquíes por un lado y a los guardias civiles españoles por otro.
—No le gusta Marruecos ¿verdad?
—Me encantan Humphrey Bogart e Ingrid Bergman junto al piano, en Casablanca, pero detesto que el negro Sam haya tenido que repetir una y otra vez la misma melodía.
Ella se separó un poco de él, se zafó la camisa que llevaba anudada a la cintura y la colocó sobre el suelo de la cubierta. Se sentó con las piernas en equis y él la imitó, feliz de aquel toque juvenil. Este detalle, sus cuerpos sobre el suelo y la cercanía de los rostros, despejó los recelos de María Dolores, que volvió a tutearlo:
—Tienes ojos muy tristes, César.
—Y tú tienes la mirada más tierna del Mediterráneo.
—¿Quieres oír música? —dijo ella, quitándose los auriculares y tendiéndoselos.
—¿Otra música? —respondió él, y miró sus manos en el aire, pero sin tocarlas.
Luego acercó más su rostro al de ella, y le dijo, lentamente, casi en un susurro:
—¿No oyes el mar bajo nosotros?, ¿no oyes el tintineo de unos pulsos metálicos?
Ella no bajó las manos, adelantó un poco más los auriculares.
—Toma, es un disco de música nazarí, es precioso; escúchalo.
Pero fue inútil. Él la miraba; no la escuchaba, no la veía, no la sentía, solamente la miraba.
—Creo que estoy enamorado —dijo.
Ella bajó las manos, lo miró a los ojos y dijo en un tono intermedio entre la pregunta y el asombro, en un tono neutro:
—¡No lo dirás en serio?
Él respondió en el mismo tono, aunque algo menos neutro, con los acentos escorados hacia el interés:
—¿No creerás que voy contándole mi vida a todo el que me encuentro!
—No sé..., solo estamos charlando.
—María Dolores —escoró más el tono, esta vez hacia la persuasión—, una o dos veces al mes yo hago este viaje, el mismo viaje de ida y de regreso, y, como ves, no llevo ni traigo seda, cuero, artesanía, nada. solo lo hago buscándote, esperándote, ¿entiendes?
—Recuperas tu infancia, tu pasado —trató de defenderse ella.
— solo por una parte; por la otra, intento recuperar futuro.
—No lo dirás en serio, César —repitió ella.
—Te gusta el mar, ¿verdad? —hizo una pausa breve—. Pues yo lo amo. He sido marinero durante más de veinte años porque amo el mar; por eso sabía que solo aquí, en alta mar, podía hallarte; siempre supe que mi felicidad estaría ligada a los grandes océanos.
Ella volvió a tenderle los auriculares y con la voz escorada hacia la evasión, insistió de nuevo:
—¿No quieres oír la música?
—¿Quieres oírla tú? —respondió él con cierto énfasis, le tomó una mano y se la colocó sobre su pecho.
María Dolores estaba sorprendida. Continuó, con la otra mano, tendiéndole los auriculares y con la voz más escorada que antes, ahora hacia el nerviosismo, dejó nuevamente de tutearlo.
—Es música nazarí, le va a gustar, escúchela.
Él la miraba y ella se dejaba mirar, sin atreverse a quitar la mano de aquel pecho que latía tan fuerte como si tuviera tambores africanos dentro. Ella, no sabía porqué, estaba nerviosa, pero a la vez emocionada. Él, no sabía por qué, al mirarla aquí y ahora, se la imaginaba recién duchada, con una bata de casa transparente, con el pelo recogido en espiral y envuelto en una toalla verde.
Ella quitó la mano, y trató de quitarle, también, aquellas imágenes de la cabeza.
—Cuénteme más sobre su isla, me interesa; cuénteme.
—Pero, por favor, no me sigas tratando de usted, no te distancies.
—Es que dices cosas tan incoherentes.
—Todo ha sido incoherente hasta aquí, María Dolores, lo único coherente ha sido mi insistencia en buscarte. Y esta cita que teníamos desde hace tanto tiempo.
—No digas tonterías, César, este ha sido un encuentro casual.
—“Todo encuentro casual es una antigua cita”. Y la frase no es mía, sino de un gran poeta.
—Es bonito, pero solo eso.
—Me gustan tus ojos.
—Yo podría decir lo mismo de los tuyos, eso es muy fácil; solo que la tristeza de tus ojos podría malograr este viaje, este encuentro.
—Si nos amásemos, no.
—¿Qué dices?
—Que si nos amásemos, como está escrito, nada podría malograrse.
—Deberé pensar que los marineros, todos, estáis locos, la verdad.
—Yo no soy marinero, soy boxeador.
—¿Me has mentido?
— solo en parte; un marinero en tierra no cuenta; yo boxeo en Las Almadravillas algunos días, cuando me dejan tiempo y fuerzas los invernaderos.
—Bueno, entonces pensaré que los agricultores, todos, y los boxeadores que fueron marineros, todos, estáis locos.
Comenzó a levantarse y tuvo que sostenerse en la baranda para no caer por el vaivén del barco. Se anudó la camisa otra vez a la cintura y se acomodó los auriculares sobre el pelo. Él continuó sentado, mirándola ahora desde abajo, toda ella convertida en una amazona de pelo negro y crespo sobre el fondo de un cielo azul y despejado. Pensó, no sabía por qué, que le faltaba una gota de agua rodando en la mejilla.
—Eres hermosa, sinceramente hermosa, María Dolores.
Ella, desde esa altura, veía canas y claros en la cabellera de César, veía una mirada casi suplicante, y escuchaba una voz totalmente escorada hacia el desamparo.
—Eres un tipo raro, César. Tengo la impresión de que todo lo que has dicho no son más que tus máscaras.
—Todo es una gran máscara, María Dolores, incluso tu belleza.
—Vaya, pues muchas gracias por el piropo de la despedida —ironizó.
—¿Ves el mar? —siguió él, como si no la oyera—: El mar es el mejor ejemplo de lo que te he dicho; podríamos contemplarlo durante meses, años, siglos, y nunca lo conoceríamos.
—Me encanta el mar —dijo ella.
Él comenzó a levantarse, la miró nuevamente a los ojos.
—Siempre nos encontraremos aquí, ¿me lo prometes?
Ella sacó el tercer cigarrillo del encuentro.
—No lo sé, yo no siento nostalgia por ninguna isla; yo viajo por turismo y por amor a mis raíces.
Él, por primera vez, giró a estribor y escoró el tono hacia la desesperación:
—¡Estas también son tus raíces! —le tomó ambas manos— ¡Mi amor por ti son tus raíces, tu amor por mí son tus raíces!, ¿no lo entiendes?
Ella se puso seria y liberó sus manos:
—Yo no siento ningún amor por ti, César; apenas te conozco.
Hubo otra vez largos segundos de silencio, hondos e hirientes, mientras ambos miraban a lo lejos la sombra cada vez más nítida del cabo de Tres Forcas, el azul cada vez más intenso del Mediterráneo.
—Nos veremos en tierra, regresaremos juntos, ¿no? —preguntó él, esta vez con un tono infantil, lánguido, todavía sin mirarla.
—No lo creo, sospecho que a mis padres no les gustarán esas cosas que dices.
Se recostaron otra vez sobre la tapa de regala, él con ambos codos, ella con uno solo.
—Te amo, María Dolores, y el amor es siempre una aventura, un riesgo.
—¿Pero qué dices, tío? —ahora su tono era más andaluz que nunca, su rictus más granadino que otras veces.
—Que huyamos.
—Ja, tú estás mal, tú estás chalao, tío —sonrió con sarcasmo.
—Te llevaré a Rabat, a Casablanca, a Marrakech, a donde quieras.
—Creo que ya debo irme.
—¿Nos veremos en tierra?
Ella no pudo evitar otra sonrisa:
—¿Todavía te late tan fuerte el corazón?
—Hueles a cítrico, María Dolores, ¿no te lo habían dicho?
—No sé, me has dicho tantas cosas que no me habían dicho nunca.
Ella quería irse, pero algo la mantenía atada al diálogo, alargando los gestos de la despedida. Él continuaba hablando, sin mirarla, contemplando las siluetas irregulares de la costa:
—Me encantaría verte sobre la arena negra de Playa Bibijagua, bailando un sucu-sucoentre los cocoteros.
—Me estás poniendo nerviosa otra vez, ¿de qué hablas?
—De mi infancia.
—Estamos llegando, debo irme.
—Nos veremos en tierra, ¿verdad?
—Oye, te ha dado fuerte, ¿no?
—¿Nos veremos en tierra, mi amor?
—No te pases.
—Es solo una forma de decir; en Cuba todo el mundo es «mi amor», «mi vida», «mi cielo», sobre todo en Oriente y en Nueva Gerona.
—Sí, pero mejor nos vemos en Almería, «mi arma» —dijo ella, y sonrió de nuevo.
—Es precioso acercarse a cualquier costa desde el mar, ¿verdad?
—Es precioso Marruecos. Hasta luego —dijo ella, y se alejó acomodándose la walkmansobre el pelo.
Él contempló durante unos instantes la figura de la joven recortada sobre el fondo azul del agua, mientras se alejaba, y luego miró el reloj: Eran las seis en punto de la tarde. La luz del sol comenzaba a ser débil.
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