"Uno de los mejores narradores cubanos de la hora presente"
(Juan Bonilla)

Del Blog de Díaz-Pimienta

 

Mi madre, Albertina Pimienta Campoalegre,
durante su primera comunión


I


Hoy he visto una foto de mi madre

haciendo la primera comunión

y qué vuelco me ha dado el corazón.

¡Esa es mi madre antes de ser mi madre! 


Hoy he visto una foto de mi madre

(una niña vestida de algodón)

y tenía mi cara —con perdón—:

soy una mala copia de mi madre.


Hoy he visto una foto de mi madre

cuando mi padre ni la conocía

ni sospechaba que iba a ser mi padre.


Qué emoción tan extraña y tan tardía. 

Hoy he visto una foto de mi madre.

¡Qué madre estoy en esa foto mía! 


II


Y pensar que esa niña creció un día,

se juntó con un niño y tuvo niños. 

Y esos niños después tuvieron niños

y esos otros tuvieron otra cría.


Y pensar que esa niña creció un día,

le cambiaron los chuches por corpiños

y el ciclo de las madres y los niños

repitiose con rara simetría.


Ahí está. Detenida en suave gesto. 

Qué mezcla de inocencia y nerviosismo.

Qué perfil maternal con nueve años. 


Esa es mi madre sin el tiempo puesto, 

antes de fabricar en su organismo 

ocho niños de todos los tamaños. 


III


Esa es mi madre. Y dan ganas de darle 

un tirón de la manga y salir juntos 

a jugar, a charlar de los asuntos 

que hablan los niños. Ganas de quitarle 


Ese disfraz de santa y regalarle 

Un balón, unas cartas, dos muñecas,

Y escapar de la iglesia haciendo muecas 

Ella y yo y mis hermanos. Enseñarle 


que tras la comunión hay pan con queso 

y mangos y bailable y mariposas. 

y jóvenes que matan por un beso. 


Dan ganas de enseñarle tantas cosas.

Dan ganas de sacarle de allí en peso. 

Las madres a esa edad se ven borrosas.



Alexis Díaz-Pimienta: improvisar soñando, despertar escribiendo.


Es de día. Estoy en El Diezmero, uno de los barrios de mi infancia, pero no sé cómo he llegado aquí. La famosa Garita del Diezmero ha desaparecido, pero hay una avenida muy ancha. Llega una guagua y es una Leyland gris plateada, con una especia de cenefa metálica dorada a todo lo largo. Me emociono y lo comento con mis hermanos mayores, Adriana y Raimundo. ¡Qué bueno que hayan recuperado las guaguas Leyland!, digo. Son las guaguas de mi infancia, pienso o digo en voz alta, no recuerdo bien. Me fijo en el número: 213. Qué curioso, pienso, esta ruta es la ruta que antes iba del Diezmero al Reparto La Cumbre, la guagua que tomaba cada mes para llevar a mi abuela a cobrar su chequera en Dolores. Pero hay algo falso en esta reflexión, o falso no, inexacto. La ruta 213 iba de 10 de octubre, pasando por Dolores, hasta La Cumbre, ida y vuelta, pero no llegaba ni pasaba por El Diezmero. No importa. Subo. Reconozco el ruido del motor, el temblor de las Leyland. Me emociono otra vez. La 213 está vacía como siempre. Yo llevo una maletica de viajes (tipo trolley) y no sé dónde ponerla. Finalmente, me siento. Pero a los pocos minutos Adriana me hace señas desde la calle para que baje. No sé cómo lo ha hecho, pero Adriana ya está en la calle, a muchos metros delante de la guagua. Es una calle que no tiene asfalto y hay mucho polvo. Yo me bajo a regañadientes, porque no reconozco el lugar, y me bajo sin maleta. Adriana me dice que no me preocupe, que tío Juan Antonio nos está esperando. Mi hermano Raimundo ya no está con nosotros y Adriana me haces señas desde lejos para que la siga. Curiosamente, ya la guagua Leyland no es una guagua Leyland, sino una carriola plateada y dorada. Yo le pregunto a Adriana: ¿y qué hago con la guagua? Y Adriana me responde: No te preocupes, tío Juan Antonio se la lleva. Tío Juan Antonio lleva más de veinte años muerto, pero en mi sueño está sin camisa (como siempre), con un vientre negro y durísimo y grandísimo, negro, pero más claro que el resto de su cuerpo: tío Juan Antonio era negro de cuerpo y mulato de vientre. Entonces, Adriana y yo hablamos en una esquina, miro a mi alrededor y me doy cuenta de que hemos llegado no al Diezmero ni a La Cumbre, sino a mi antigua casa de la antigua Isla de Pinos. Estoy en Nueva Gerona, frente a una casa pequeña de madera del Reparto Micons. Esta es la primera casa de mi infancia, la primera casa de la que tengo memoria. Me emociono otra vez. Sentados en el portal, como si estuvieran esperándome, hay dos músicos con sus instrumentos. Un tres y una guitarra. Son negros, los instrumentos no, los músicos. Uno de ellos, el del sombrero, se parece mucho a Pedro Sánchez, un viejo tresero negro que me acompañaba cuando yo era joven en La Habana. Lo destaco, porque no abundan los treseros negros. Ni los laudistas. Solo los recuerdo a Reynoso y él, en los años 80 y 90. Detrás de ellos, tímidas, , mis primas del Reparto La Cumbre me sonríen. Y junto a ellas, mi madre, que sonríe también.  “A ver si es verdad que tú improvisas… canta”, me dice el negro tresero parecido a Pedro Sánchez, sonriente. Oigo entonces el punto guajiro afinado “al aire”, un toque antiguo que me emociona aún más. Lloro, y no me sale la voz. Quiero cantar, pero no me sale la voz. Los músicos me dan dos, tres entradas… y al fin canto. 

En este trozo de suelo 
y esta casa de madera… 

Hago la pausa típica de la tonada libre o vueltabajera, miro a mi hermana Adriana que está tan emocionada como yo, escuchándome. “Pero no llores, tonto”, me dice. Cierra la música y repito los dos primeros versos:

En este trozo de suelo 
y esta casa de madera 

y luego añado, para completar y cerrar la primera redondilla:

jugaba yo cuando era
solamente un pequeñuelo.

Las Lágrimas no me impiden ver la emoción de los músicos. Y a mis primas y mi madre que aplauden. Cierra la música otra vez, e improviso un  puente del tipo llamado “en dos pasos” (bueno, llamado así por mí: cuando en lugar de un verso hexadecasílabico –16 sílabas continuas– el poeta crea dos versos octósilabos simples, y los suma): 

Ya se me ha caído el pelo.
Ya tengo los sueños rotos.

Vuelva la música, vuelve el cierre musical, y remato con una perfecta redondilla de cierre, encabezada por un inequívoco codo sintáctico (“pero”), que cumple la función del tren de aterrizaje: avisa a todos de que ya viene el remate. Digo entonces, contemplando a varios vecinos que se han ido acercando y a mi hermana y a mi madre y a mis primas y a los músicos, a todos:


Pero hay tantos alborotos
y vecinos  dando vueltas
que tengo lágrimas sueltas 
emborronando mis fotos.

Sin duda, una excelente décima improvisada. Otra excelente décima improvisada en sueños. Y lo digo no porque haya sido yo, porque en el fondo no he sido yo, yo estaba dormido, ha sido mi cerebro. Mi cerebro ha logrado improvisar, despierto él mientras yo estaba dormido, una décima con mucha técnica, con movimientos binarios perfectos (es estructura hexadecasilábica, excepto el puente), con el grado de interiorización como recurso literario, décima vivencial, autobiográfica. Qué listo mi cerebro. Ha hecho una décima que arranca lágrimas al personaje poemático que soy yo en mi propio sueño, pero también lágrimas y aplausos a toda la familia, a todos mis vecinos. Mi tío Juan Antonio se acerca y me abraza. Los músicos sonríen. Y entonces yo, despierto. 

Es lunes 5 de abril de 2021. Y al despertarme, solo, en Sevilla, como es ya acostumbre en mí, tomo el teléfono móvil para ponerme a escribir los primeros versos que vienen a mi mente. Es un buen ejercicio, entre la escritura automática y la improvisación escrita. A veces salen décimas, a veces sonetos, a veces verso libre, a veces una oración o un párrafo para novela o cuentos, a veces versos sueltos, ideas, nada serio. Comienzo a escribir y en ese momento no me acuerdo del sueño, no recuerdo, aún, que he soñado que improvisaba, ni la décima. Comienzo a escribir poemas breves (micropoemas), pensando en mi libro Zona Wi-Fi, que tiene una primera parte intitulada “Poemas muy breves de títulos muy largos”. Y nacen estos (aún sin títulos):

Primer poema:

Abro un ojo.
Lo cierro.
Abro el otro.
Lo cierro.
Y con los ojos cerrados 
miro el reloj.
¿Despierto?


Segundo poema:

Hay millones de móviles.
Hay millones de personas 
con teléfonos móviles.
Hay millones de seres inmóviles 
que llevan una fábrica de soledad
en el bolsillo.

Tercer poema:

Me encantan las camas 
con muchas almohadas.
Tan blancas y tan blandas.
Tan grandes.
Me dan la misma sensación 
de una bañera llena de espuma.
Me duermo sumergido en falsa agua.
Vuelvo a ser pez.
Feliz. 


Estas son, en realidad, ideas recuperadas de la noche anterior, cuando el sueño me venció y me impidió escribirlas, desarrollarlas. Pero ideas que estaban ya en mi “disco duro”. Me encanta este juego de contención que es la micropoesía. Y me encanta el trasiego creativo que me traigo entre vigilia y sueño, entre “despiertavela” y duermevela. Pues bien, solo tras escribir el tercer micropoema recordé el sueño recién soñado y me dije a mí mismo: “tengo que contarlo”, o sea, que tenía que intentar recuperar la décima. 

Para poder recuperarla, entonces, cierro los ojos y evoco la emoción. Las lágrimas. Y lo primero que hago es poner en práctica uno de los ejercicios de mi método para la enseñanza de la improvisación: “tirar de la rima-baliza”. Tomo como baliza de los versos las rimas  consonantes y tirando de la rimas podré ir armando la décima, apoyado en la estructura fija (abbaaccddc) y el poder atractor de las palabras.

Conocedor de la estructura, yo sé que cada rima me irá llevando a sus parejas. Pero ni siquiera me hizo falta esto. Me llegaron de golpe los dos primeros versos: En este trozo de suelo / y esta casa de madera. Y ahora sí, la rima “suelo” me llevó a la rima “pequeñuelo” y la palabra “pequeñuelo” (tetrasílaba) me ayudó a completar en mi memoria el posible cuarto verso “cuando yo era pequeñuelo”. Pero no. Enseguida me di cuenta de que este no era, no exactamente, porque la palabra “era” la necesitaba como rima para el tercer verso, para rimas con “madera”. ¿Entonces? Entonces descubrí el encabalgamiento: si el verbo “era” lo usaba como rima 3b, quiere decir que había encabalgado los versos 3b/4a, hasta terminar en “pequeñuelo”. Y gracias a esto descubrí –o me llegó a la memoria–  el complemento del siguiente verso: “solamente un”, de manera que ya tenía al menos la rima 3c y el verso 4a íntegro:

…………………….. era
solamente un pequeñuelo.

La sintaxis hizo el resto. Ya tenía los versos 1a, 2b  y 4a, íntegros, más la rima 3b (“era”), que empalmaba con  el verso 2b terminado en “madera”. Entonces, no me fue difícil hallar las otras piezas léxicas para completar un verso “sintácticamente pertinente”: “jugaba yo cuando era”. Y así recuperé la primera redondilla completa.

En este trozo de suelo 
y esta casa de madera 
jugaba yo cuando era
solamente un pequeñuelo.

Luego, la rima “pequeñuelo” me llevo directamente a la rima “pelo” y la rima “pelo” tiró de mi memoria para reconstruir un octosílabo perfecto y musical: Ya se me ha caído el pelo.

Y aquí dudé de cómo seguía la décima. Solo recordaba que el importante verso 10c (el pie forzado) terminaba con la rima “otos”. O sea, que mi verso final, el décimo, rimaba en “otos”. Pensé: ¿Fotos, rotos, remotos, alborotos? Recordé, entonces (todo esto en segundos), que “alborotos” era la rima del séptimo verso, no del final, ni del puente. Y por oficio y técnica, sabía que de todas las rimas posibles la rima más feliz, la mejor para el remate estaba entre “rotos” y “fotos”, casi mejor esta segunda (un sustantivo siempre tiene más peso léxico-semántico que un adjetivo). Pero, si había usado “rotos” como rima, ¿rotos qué?, me dije. Y apareció como por arte de magia el sintagma adjetival “sueños rotos”, un sintagma manido, sí, bastante manoseado, pero que renacía y se usaba bien en cada poema. Y algo me dijo en mi interior —oficio, técnica, experiencia— que “sueños rotos” lo había usado en el puente, no en el final, como rima 6c. Y así me llegó (recordé) el sexto verso completo, apoyado en el recurso anafórico, que me lo puso fácil: Ya tengo los sueños rotos.

Y más fácil aún me fue encontrar (recordar, recuperar) el verso 7c, porque ya sabía que tenía en él la palabra-rima “alborotos” (tetrasílaba), y que, verso 7 al fin y al cabo —más técnica, más oficio—era muy probable que lo hubiera empezado por un codo sintáctico (pero). Así que ya tenía más del 70 % del verso completo:

Pero……….. alborotos…

Y no me fue nada difícil completarlo:

Pero hay tantos alborotos…


Por supuesto, las rimas “rotos” y “alborotos” ya me habían delatado que la rima final, la más pertinente para verso de cierre, era la rima “fotos”. Por eso el resto fue fácil. Inmediatamente, supongo que por el contexto lingüístico y situacional, recordé  mi llanto y el sintagma “lágrima sueltas”. Y “lágrimas sueltas” me hizo recordar el uso del sintagma “dando vueltas” como rima. Así que ya tenía memorizado casi todo el final, casi toda la segunda redondilla, a saber:

Pero hay tantos alborotos 
………………….dando vueltas
…………………lágrimas sueltas 
………………………….. mis fotos.

Y el oficio hizo el resto, completándome los versos con los sintagmas más pertinentes para que hubiera una segunda redondilla equilibrada, contundente, emotiva. a Saber: “y vecinos” (8d), “que tengo” (9d) y “emborronando” (10c), de forma que quedó la redondilla de este modo:

Pero hay tantos alborotos 
y vecinos  dando vueltas
que tengo lágrimas sueltas 
emborronando mis fotos.

Y ya no recuerdo cómo siguió el sueño. No recuerdo si los vecinos aplaudieron más o lloraron rieron, si mis primas me abrazaron, si mi madre fue feliz, si mi hermana sonrió, como siempre, si apareció otra vez mi hermano Raimundo, que había desaparecido en el sueño, si regresó tío Juan Antonio después de haber aparcado mi carriola Leyland, o si volvió con ella, para que sus sobrinos regresáramos a La Habana, a la realidad, al presente del sueño. Solo sé que otra vez mi cerebro lo hizo: improvisar en sueños. Y otra vez yo lo he hecho: analizar en la vigilia la décima soñada.

Ya pasado el subidón emocional del ejercicio, creo que contribuyó a que este sueño fuera posible el hecho de que ayer, domingo 4 de abril de 2021, impartí las dos primeras clases online de mi “Decimódromo permanente”, en Academia Oralitura, y que durante casi cuatro horas estuve enseñando a improvisar a un grupo pequeño de quince alumnos. Y en esas primeras clases, en las que les hice un test de improvisación y otro de décima escrita, una de las verdades que más repetí fue que ellos tenían que lograr una separación entre el improvisador y el cerebro. Intenté convencerlos (y demostrarles) de que ellos no improvisan, pero su cerebro sí. Que la única manera de improvisar bien era dotar al cerebro de todas las herramientas, reglas, estrategias y técnicas de la improvisación, y luego confiar en él, dejarlo improvisada solo. Que solo cuando el cerebro es el que lleva “las llaves del coche”, les dije, y conduce él por las autovías del idioma, el improvisador llega a un estado de éxtasis creativo que lo libera y congratula. Y es entonces cuando logra eso que algunos llaman “entrar en trance”. Entonces, creo que el haberme acostado con tal nivel de excitación académica, lo que provoca en mí la enseñanza de la improvisación, contribuyó a que una vez conseguido el sueño profundo pasase lo que pasó: que llegara yo a mi infancia, a mis tres barrios (El Diezmero, La Cumbre, Micons), a mi familia, y al niño repentista que fui hace tantos años, y que volviese a improvisar frente al porche de madera de mi casa pinera (pinera y pionera y primera, todo con rimas, algo muy sintomático y simpático: rimado también). Al menos eso creo.

Por último: hace pocos días murió en Cuba, con 101 años, el viejo Melecio, una leyenda del punto guajiro en la antigua Isla de Pinos, la actual Isla de la Juventud. Y un periodista cubano me pidió por Facebook que le escribiera unas décimas de despedida, sabiendo, porque lo he contado varias veces en prensa, mi relación de niño con Melecio y con su Peña. La Peña de Melesio, famosa desde hace más de 50 años en la Isla de la Juventud, era un espacio cultural doméstico en el que yo improvisaba siendo niño y en el que Melecio era su mecenas, su Domingo del Monte, mi anfitrión. Escribí entonces estas décimas elegíacas y emotivas para despedirlo.

Adiós, Melecio


Melecio, ¡el viejo Melecio!,
el de la peña, el del canto,
el enemigo del llanto,
de la envidia y del desprecio.
Hombre delicado y recio.
Gran ejemplo para mí.
Guajiro del que aprendí 
lo bueno de ser juglar.
Qué sola se va a quedar 
mi Isla de Pinos sin ti. 

Nunca más te volví a ver.
Pero no importa, Melecio.
Envejecer tiene un precio.
Alejarse y no volver 
nos congela en un ayer
que se llama eternidad.
Tú eres eterno a la edad 
incalculable del hombre
que le ha dado luz y nombre
y versos a su ciudad.

Gracias por todo, guajiro.
Por la infancia compartida.
Por el trocito de vida 
que guardo como un suspiro.
Te respeto, quiero, admiro.
Tu ejemplo alumbra y enseña.
Desde otra ciudad pequeña
algo te prometeré:
algún día cantaré 
aunque no estés, en tu Peña.

Y volveré a ser el niño
de principios del 70.
Más Alexis que Pimienta,
menos fama que cariño.
Y volveré a ver tu guiño 
cómplice desde un sillón.
Y en cada improvisación
volveré a verte a mi lado
entre el cítrico rimado
y el rabito del lechón.

Entre Sucu-sucu y verso
pasé mi infancia pinera
y tu peña de madera 
fui me pequeño universo.
Fuiste el anverso y reverso
del promotor campesino.
Mi tutor y mi padrino 
sin haber firmado nada.
Fuiste luz improvisada 
al principio del camino.


Gracias por todo, poeta.
como pinero adoptivo
desde muy lejos te escribo.
Gracias, padrino y profeta.
Fuiste un ejemplo, una meta.
Fuiste referente y guía.
No está lejos mi Almería
de tu Isla y tu Juventud. 
En cuanto suene un laúd
te espero en la canturía.

Y lo traigo a colación, porque no dudo que estas décimas recientes y frescas aún en mi cabeza, hayan contribuido también a este onírico sueño (y no es redundancia). Lo digo porque, ahora que lo pienso bien, la casa de madera a la que llegué en mi carriola Leyland, la casa protagonista de mi décima y mi sueño, se parece más a la Peña de Melecio que a mi antigua casa.  


Alexis Díaz-Pimienta
Sevilla, 5 de abril de 2021

Twitter: @DiazPimienta



En abril de 2021 saldrá a la luz en Italia mi novela Prisionero del agua, en la editorial Besa, de Milán, con excelente traducción de Barbara Bertoni y prólogo del escritor Carlos Pintado, poeta y narrador también cubano residente en Estados Unidos. Me alegra compartir con los lectores de mi blog su hermoso prólogo a esta edición.



Por Carlos Pintado

 

 

Había miedo, pero también la sensación de haber leído una obra maestra… Y el miedo soplaba, rezumaba, abrazaba como un amigo, hablaba como un personaje entrañable; el miedo en todas las formas posibles: el miedo hecho tierra (¿isla?), agua, aire, el miedo hecho memoria, el miedo hecho amor, el miedo hecho sexo, el miedo hecho miedo.

Si comienzo hablando de miedo es porque, en esta novela -en la que flotan cuatro grandes (y complejísimos) personajes protagónicos (Pepe Gibara, Gustavo Enríquez, Lorenzo al Cubo y Enildo Niebla)-, el miedo se convierte en ese otro quinto personaje que se escurre entre ellos, fantasmal y terrible, jugándoles el destino como si de trágicos héroes modernos se tratase, moviendo borgeanamente al Dios (al autor en este caso) que moverá al jugador (los personajes, claro) para que éstos muevan las piezas (nosotros, los lectores) en un prodigio de narración y velocidad alucinantes.

Porque, a no dudarlo, podemos imaginar Prisionero del agua como una Odisea actual: cada personaje -incluso los secundarios- huyen o persiguen algo, mitifican un lugar, un país –Cuba, USA, para ser exactos– que deberán perder o ganar más tarde o más temprano, o negar como esos paraísos imposibles que solo se consiguen en la literatura, en la buena literatura, como lo es ésta. Cada barrio –El Diezmero, Luyanó, etc.– es el sueño de la ciudad produciendo monstruos, sus monstruos, tocados por la belleza y el sueño, imantados a la palabra, ese redil sagrado que tan fácil se le da a Alexis Diaz Pimienta. Y entre todos ellos está ese prodigio de personaje faro que es Enildo Niebla, asmático, descendiente de mártires, memorioso como Funes, todo un Casanova cubano prisionero de nada y de todo, arrastrado y arrastrándose por amor, ardiendo en esa llama humana e interminable que se llama Yindra, especie de diosa tropical y femme fatal, una suerte de Cecilia Valdés moderna, pero mucho más compleja y sensual, mucho más despierta y viva, que la del buen Cirilo.

Leo página tras página de esta pageturner caribeña aunque quizás leer no sea el verbo preciso; más que leer, braceo con felicidad porque al igual que El Viejo y el Mar, La Vida de Pi o Mobydick, ésta es, también, una gran novela de mar (no deja de parecerme raro que, en una isla tan pródiga en historias y en mar como lo es Cuba, naturalmente, no abunden las grandes novelas de éste tipo) e al igual que ellas, éste es un mar que simboliza un fatum inextricable, epopéyico; el mar también como una circunstancia por todas partes, bendición-maldición a ratos.

Pero Prisionero pronto toma distancia de todo y agrega otra extraña delicia a la narración: si bien algunas novelas donde el mar interviene, tienden a olvidar deliberadamente el pasado de sus protagonistas en tierra firme, priorizando quizás las futuras aventuras, en esta el escritor nos bifurca la historia (en flashbacks o diálogos y narraciones telescópicas e inicia algo casi insólito: nos reconstruye no solo el pasado de Enildo Niebla, su gran e indiscutible protagonista, sino también la historia de su madre, padre, su abuela, sus abuelos, y de sus amigos y de los padres de sus amigos, insertando en la ficción una casi novela histórica en lo que nos maravilla la reconstrucción del detalle (el demiurgo Pimienta es un envidiable constructor de detalles) erigiendo la historia como una catedral. O puede que tal vez no sea una novela histórica pero sí de historia, o una novela de personajes que protagonizan o ficcionan momentos históricos.  Pericia narrativa o narración sinérgica, ficción que trasluce realidad, levísima y genial línea en donde no sabremos -como esa línea en la que agua y cielo se confunden – dónde termina la realidad, dónde comienza la ficción.

                                       II

Novela felizmente inclasificable como son las buenas novelas que se resisten a toda etiqueta, no dejo de cuestionarme si es una novela sobre la amistad o la construcción de la amistad, o sobre la nostalgia o el amor o sobre esos irrepetibles momentos en los que tenemos que decidir en qué cuerpo o ciudad o barrio vamos a salvarnos.

O es acaso una novela sobre la memoria, la real o inventada, o la salvación de una memoria.

“La memoria es un don”. Dice el narrador en una de sus páginas como si estuviera escuchando mi cuestionamiento. Y se me ocurre que algo en la novela, en su técnica, en su desplazamiento temático-temporal tiene esos ensalzados recovecos narrativos que engendra la Memoria y que, de un centelleo, pudieran aniquilar esa otra ficción creada por lo humanos llamada tiempo. Cuándo el autor nos lanza a ese regreso al pasado que fueron los duros años 80, con la crisis del Mariel, o la infancia de ese niño-personaje que pasó seis meses sin nombre o nos vuelve al futuro (acaso presente) en donde otro personaje más, igual de memorable, envidiablemente construido, intenta nadar (aunque más que nadar, traga agua; más que nadar, agoniza; más que hundirse, nos hunde a nosotros con él).

¿No es esto la confirmación de un autor que sabe contar su historia de la mejor manera posible? Pienso que sí.

                                               III

“El agua es una cosa viva, que se asusta si los demás se asustan”. También esta novela es una cosa viva; también se asusta si quienes la leemos nos asustamos. Y el autor lo sabe. Novela de grandes tragedias personales, elucubrados conflictos, novela realista, hiperreal, novela de pérdidas y encuentros, de geniales pasajes poéticos con bellísimos homenajes a otros autores y obras, novela redonda y luminosa, musical, una novela orfeón, escrita con pulso de oro. Y también una novela humanísima en la que cada acción o decisión de un personaje va a cambiarle el mundo o la vida a otro. ¿Hasta qué punto está uno dispuesto a arriesgarlo todo por amor? ¿Hasta dónde una fiesta de santos –con un banquete que quizás supere al festín de Babette de Isak Dinesen– pueda revelarnos, por un instante, el pasado, el presente y el futuro de algún personaje? 

 

                                               IV


Había mucho amor también, y la sensación de leer esta gran novela como si acercásemos nuestro rostro al pecho de alguien que queremos y, en ese latir rumoroso, soplo de algo que llamamos vida, descubriéramos a un novelista que sabe rasgar como pocos esa niebla que flota sobre las aguas hasta mostrarnos el cuerpo del ahogado más hermoso del mundo, casi una islita de carne magra vagando sin destino.

 

                                

El enero del 2020 salió publicado en Cuba mi libro Piel de Noche, último Premio Casa de las Américas en el género Literatura Infantil y Juvenil. Yo no pude verlo cuando estuve en la isla, pero generosamente me hicieron llegar diez ejemplares a Sevilla. Emociona ver hecho realidad un libro nuevo. No importa cuántos hayas publicado. Emociona mucho. Y este me emocionó especialmente, por la hermosa y cuidada edición y por las hermosísimas ilustraciones de Raúl Martínez.

Sin embargo, las mayores emociones me las están dando los lectores, aquellos que se han ido haciendo con el libro y luego publican sus comentarios en las redes o en sus blogs personales. Tal es el caso de Isabel Cristina López, a quien no conozco personalmente pero que me ha dejado, a través de este libro, entras en su casa y en su familia. Isabel escribió una reseña emocionante sobre mi libro, la publicó en Facebook hace unos meses, y le he pedido permiso para traerla a mi blog y compartirla con sus visitantes . espero que les guste. Yo, más que nada, le vuelvo a dar las gracias. A la literatura, definitivamente, la premian los lectores. 

PARA ARREGLAR EL MUNDO SE NECESITA…

 

por Isabel Cristina Mejía López

 

 

La más hermosa lectura del último tiempo ha sido “Piel de Noche” de Alexis Díaz-Pimienta. Una amiga me regaló este libro de poesía para niños que fue Premio Casa de Las Américas 2019. Los premios no son una garantía para que me gusten los libros, mucho menos para que le gusten a Diego. Pero este, solo de verlo, ya te incita a leerlo.

Mi papá siempre probaba las cosas de comer antes de dármelas por si estaban envenenadas, aunque fueran comidas hechas en casa, chocolates, huevos fritos, caramelos o platanitos. Yo heredé esa costumbre de sobreprotección culinaria y la hice extensiva a las películas, libros y música que consume mi hijo. Por eso primero leí el libro sola y sola reí, lloré, me emocioné con las ideas, preguntas y reflexiones del niño negro a quien todos llaman Piel de Noche.

Luego hicimos una lectura en familia y en voz alta. Leímos los 20 poemas del libro y admiramos las bellas ilustraciones de Raúl Martínez Hernández. Los poemas favoritos de Diego son “Sobre los padres I” y “Sobre los padres II”.

 

Nuestros padres no saben muchas veces

cómo hablarnos del “tema del color”

y se ponen nerviosos y pequeños

y blancos de vergüenza y de temor.

——–

“Para gustos se hicieron los colores”,

mamá dice que dice el refranero.

“¿Y los ciegos, mamá, no tienen gustos?”

(y mamá queda en blanco el día entero)

 

 

A Jorge le gustó más “Mi hermana y su pelo «malo»” y a mí me encantó “Hay que adelantar la raza” y “Los reyes magos” donde el niño Piel de Noche quiere que una reina negra se turne algún año con Melchor, Gaspar y Baltazar. No sé bien cómo la gente podrá tener este libro. No sé si mi amiga tan sensible y superpoderosa como es, podrá ir regalándolos de casa en casa por toda Cuba, América, África, Asia, Europa, Oceanía y los Sistemas Solares cercanos al nuestro. Ojalá ella pueda, porque “Piel de Noche” es un libro que todos deben leer en familia y en voz alta.

El poema más complejo para mi familia fue “Palabras para borrar del diccionario” porque las palabras reunidas en él son para mí difíciles de explicar. Intolerancia, Racismo, Segregación, Puritanismo, Xenofobia, Discriminación, Esclavitud, Homofobia…. No me salen ejemplos dulces, ni metáforas, ni símiles, ni rimas para que Diego las entienda sin mucho trauma. Entonces, después de explicarle como si fuera un adolescente trasnochador y no un niño de 8 años, le dije: “Ay mijo, es que este mundo está muy malo”

Diego, con sabiduría increíble de haber vivido 8 años y pico, me respondió: “Ay, mija, no digas eso, que este mundo es el único que tenemos, no hay otro mejor, así que hay que tratar de arreglar este mismo.”

Mientas los médicos de todo el planeta buscan una cura para el coronavirus, yo deseo que los niños de hoy lean este libro, para que se conviertan en los científicos del futuro y, en aras de arreglar el único mundo que tenemos, encuentren la vacuna contra el racismo. #pieldenoche #vsracismo #poesia #mundomejor #negro #familia #coronavirus #cuarentena #jorgisa #latiza




 


por Consuelo Posada Giraldo

El huracán Anónimo, la nueva novela de Alexis Díaz-Pimienta


El huracán Anónimo es el título de la última novela (la quinta) publicada por el escritor cubano (residente en España) Alexis Díaz-Pimienta. Editada originalmente en Amazon, esta extensa novela de 654 páginas cuenta la llegada de varios huracanes a La Habana en una historia organizada con el esquema de un relato policíaco en el que Rolo Contreras, el protagonista, descubre que un asesino en serie mata en cada huracán a una persona con el mismo nombre que el meteoro de turno. El punto central de la investigación estará, entonces, en descubrir el misterio que conecta los asesinatos que aparecen con cada uno de los huracanes.


El cubano Alexis Díaz-Pimienta además de novelista y poeta es un reconocido repentista (improvisador de décimas) e investigador de la improvisación en Cuba y el resto de Iberoamérica. Y es precisamente esta doble faceta suya la que lo trajo a Medellín siendo muy joven, como integrante de una delegación cubana que participaba en el programa cultural “De País en País” (en 1994). Así, recorrió varios escenarios de la ciudad, compartió con los más importantes trovadores paisas, participó como poeta en el Festival Internacional de Poesía de Medellín y protagonizó espectáculos en el teatro Uribe de la Universidad de Antioquia. En 1996 dictó un curso sobre oralidad en el Seminario sobre Literatura del Caribe que yo coordinaba en la UdeA por entonces, y ha sido jurado repetidas veces del Festival Nacional de la Trova Ciudad de Medellín. Desde el punto de vista literario, la primera edición de su poemario Cuarto de mala música, fue en Medellín y la última edición de su premiada novela Prisionero del agua ha sido en la Editorial Universidad de Antioquia (2018).

En su nueva novela, El huracán Anónimo, el protagonista, Rolo Contreras, encarna al investigador de los relatos policiales y presenta, como hipótesis de su investigación, la existencia de un asesino en serie que utiliza a los huracanes para esconder sus crímenes.

El autor organiza un fondo de rigor que le confiere verosimilitud a los hechos y la obra nos presenta la historia de los huracanes que han pasado por el suelo cubano, las condiciones físicas de su aparición, la mecánica de su comportamiento y todos los detalles completos del paso de todos los huracanes por la isla. Este saber es expuesto por el protagonista investigador, pero también por José Rubiera, un destacado meteorólogo reconocido como una autoridad en el tema. Además, el recuento de cada huracán viene acompañado con los datos de los muertos, su nombre y algunas de sus señas particulares.

Esta parte científica, ligada a la teoría de los huracanes –con detalles de mucha erudición– y a la investigación rigurosa de los crímenes, avanza simultáneamente con la trama simpática de los personajes que divierten con sus apuntes graciosos y enriquecen la historia con un lenguaje ornamentado con juegos fonéticos y pasajes contados con mucha gracia. 

Entonces, el brillo del texto se da de dos maneras: la primera es la línea del conocimiento que deslumbra y que mantiene al lector atento a los hechos que se narran. En la conferencia pública sobre los huracanes, en la Escuela de Química, los estudiantes quedaron atrapados con el saber del Dr. Rubiera y con la lección de rigor en la búsqueda documental sobre los huracanes, expuesta por su director Rolo Contreras.

En esta línea del placer que se deriva del conocimiento, podemos decir que un atributo de esta novela es que se convierte en un documento de cómo se vive en La Habana la llegada de un huracán. Son coloridos los detalles de cómo se preparan los habaneros, cómo se compra en los supermercados. Y cómo pasan las noches oyendo noticias, y tratando de entretenerse mientras llega el huracán. 

Muchos pedazos de la novela, que alimentan la historia principal, parecen hacer parte de la realidad del mundo habanero. Por ejemplo, la referencias a las guerras de Angola y Etiopía que están todas vivas en el imaginario cubano. Y las consideraciones sobre los rusos que llegaron a la Habana y cómo se quedaron y cómo se casaron y cómo se integraron, puede mirarse como un buen capítulo de sociología urbana.

Y en esta relación de la ficción literaria con el mundo de referencia está la coincidencia de algunos personajes de la novela, con sujetos de carne y hueso reconocibles en La Habana. 

Cuando le comenté al autor cómo me había enamorado de un Rolo Contreras, me confesó que se trata de un personaje real. “Es mi homenaje a mi padrastro y todo lo que cuento de él es real”. También Paquita Diligencia es real, agregó, como lo son el meteorólogo (Dr. Rubiera) y el coronel Macareño. Todos son personajes públicos muy conocidos en la Cuba de hoy. 

La segunda fascinación del texto está en el goce con las palabras. Alexis Díaz Pimienta es un narrador que sabe contar con sabrosura porque su territorio natural es la narración oral y por esto domina el entretenimiento con las formas sonoras del lenguaje.  Los detalles de sus historias divierten, con un ritmo que el autor sabe marcar y con pasajes de mucha gracia. Podemos decir que el juego fonético se convierte aquí en un aporte lúdico para la escritura y sí revisamos los arabescos que se van tejiendo alrededor de cada frase, encontramos un trabajo de oralidad bien armado.

Se me ocurre un ejemplo de ese juego:

“La mujer de Rolo Contreras le dice lacónicamente: —Te quiero… —¿Me quieres qué? —respondió Rolo Contreras con su juego de palabras favorito: convertir en una frase inconclusa la frase inequívocamente terminada de Teresa Alcázar.  —Te quiero —repitió ella. —Pero, ¿me quieres qué? —repitió él, acercándose— ¿Me quieres matar, me quieres comer, me quieres besar…? ¿Me quieres qué? —y le dio un beso”.

Y el narrador insiste en que sus frases son parte de un juego que tienen los dos personajes con la visión de pedazos que Rolo hace a las frases de ella, para cambiarles el sentido.

Como parte de esta forma juguetona, además de un lenguaje que parecería buscar la hilaridad del lector, aparecen imágenes que tendrán el mismo efecto:  en una escena dramática, en medio de una catástrofe estallan las carcajadas que surgen de otra situación ridícula.

En plena inundación, con la casa anegada, aparece la figura del protagonista Rolo Contreras con los zapatos en una mano y la otra en el bolsillo y un cigarrillo colgando de la boca, en un claro referente cinematográfico. En las imágenes que siguen el narrador se refiere a sus personajes como si hubieran salido de una película. Y entonces Rolo Contreras por un momento es Humphrey Boghard y un minuto después se convierte en Sídney Poitier. 

Son varios los momentos solemnes de la historia, deliberadamente profanados por el estilo gozón del narrador: Cuando empezaron las inundaciones y el agua del mar entró a las casas y lo cubrió todo, los personajes que revisaban el alcance de los daños, con el agua hasta las pantorrillas, terminaron jugando una partida de dominó en medio del agua, animados por los visitantes y los turistas en una carcajada colectiva. “Los jugadores se viraban hacia el mar y le hablaban como si fuera una persona. Se reían de él, lo retaban, lo escupían y comenzaron a jugar dominó como si nada” y un vecino sin nombre servía el ron y conminaba a todo el mundo para que fuera su pareja. Y en medio de las apuestas, los turistas japoneses grababan aquel inaudito juego de dominó en medio del agua.

Inicialmente la obra parece seguir las reglas de los relatos investigativos porque la historia sigue con rigor sus reglas básicas en la formulación de los enigmas, el rigor de las conjeturas y el tratamiento de los personajes.

Hay un narrador limitado, que funciona como un testigo ocular que sólo sabe lo que vería un vecino y este es el narrador que necesita la historia. Como en toda novela policíaca está prohibido un narrador omnisciente, obligado a saber y a narrar todo lo que sabe.

Rolo Contreras tiene toda la figura del investigador iluminado de los relatos policiales. Él descubrió la conexión entre el nombre del huracán y el nombre de las víctimas. Como centro de la historia, el narrador ahonda en todos los detalles de ese hombre, para que el lector termine enamorado de su figura, de cómo fuma, de cómo camina, de cómo quiere a su mujer. Ante todo, de cómo quiere a su colegio y a la revolución.  

Pero después, las teorías terminan subvertidas y empiezan a moverse las reglas que conocemos sobre la literatura policíaca. Entonces descubrimos que las frases de Vázquez Montalván han estado ahí, como advertencias, al principio de cada capítulo, como una propuesta para combatir los esquemas y burlar el código preestablecido que espera el lector. 

Entonces, el juego del desciframiento que en las historias de crímenes alimenta la competencia entre el investigador y el lector, para llegar antes al descubrimiento del asesino, aquí tendrá obstáculos nuevos. 

Porque nuestro autor conoce muy bien las reglas clásicas del relato policíaco y por ende sabe subvertirlas y es capaz de seguir las recomendaciones de Vázquez Montalbán y aplicar con soltura sus propios métodos, con nuevas travesuras, para desbaratar cualquier hipótesis del lector que pretenda desentrañar al asesino.

Los méritos señalados en la presentación de esta novela son suficientes razones para recomendar su lectura. Los lectores de España y de los países hispánicos tienen la feliz ocasión de poder leer esta obra en su lengua original y gozar la aventura de recorrer La Habana, con sus encantos habituales y sus desasosiegos en vísperas de un huracán, acompañados del verbo encantador de Alexis Díaz Pimienta.

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Añadido por Alexis Díaz Pimienta el 25 agosto 2020 a las 11:09 am
Alexis Díaz-Pimienta (foto de Irene Barajas)

La prima Onelia pasaba horas y horas

tostando granos de maíz.

La prima Gisela pasaba horas y horas

batiendo las claras de los huevos.

El primo Eduardo y yo barríamos el patio.

El primo Chogüi ataba una caja de cartón

en un gajo de mango, en lo más alto.

No recuerdo si era todos los sábados,

o sólo algunos sábados, o en días distintos.

Cuando la prima Onelia traía los granos de maíz

convertidos en minúsculas rosas blancas,

y la prima Gisela de las claras había sacado nieve,

y el primo Eduardo y yo podíamos mirarnos

en el vidrio de la tierra del patio,

entonces, el primo Chogüi, que era el más alto,

trepaba a un taburete y vertía sobre la espalda del cartón

las rosas. Mientras, la prima Onelia doraba en el fuego

los conos de nieve, y los acomodaba sobre un plato.

La tía Inés, de pronto, aparecía con una jarra

de refresco de naranja agria.

Y todos los demás, diez o doce primos,

seis o siete vecinos, desconocidos incontables,

nos apretábamos debajo del cartón, esperando los hilos,

para tirar de ellos. Pero nunca hubo hilos.

El primo Chogüi, que era el más alto,

tomaba el palo de la escoba y, repetidas veces,

golpeaba la piñata desde abajo,

hasta que llovían sobre nuestras cabezas

pequeñísimos caramelos blancos,

dulces rosas de formas caprichosas.

Por suerte, la tierra estaba limpia

(la habíamos barrido el primo Eduardo y yo).

Revueltos, agarrados, con los puños cerrados para no perder nada,

pasaban cinco, diez, quince segundos de alegría eterna,

tal vez los más felices que hayamos vivido.

Lo demás, imagínenlo:

cola para los merenguitos de la prima Gisela,

cola para el refresco de la tía Inés,

cola de niños contando y recontando

a escondidas sus blancos caramelos.

Y en la boca de todos, en el alma de todos,

el sabor inolvidable de la tierra del patio. 



…………………………………….

Este poema se publicó originalmente en mi libro FIESTA DE DISFRACES (Calambur, Madrid, 2008)

El huracán Anónimo, de Alexis Díaz-Pimienta

El cadáver de la joven promesa del béisbol capitalino Gabriel Pulido Arnáez, alias “Pompeya”, fue descubierto por dos perros que no eran conscientes de que un cadáver humano, aunque lo parezca, no es un desperdicio comestible, y por lo tanto, no debe arrastrarse por medio de una calle, y menos por su calle, donde él vive, no importa que esté oscuro y sean más de las diez de la noche. Un cadáver humano no debe ser mordido así, con hambre vieja, y mucho menos tirar de él cada uno hacia un lado, ora del brazo, ora del vientre, ora de la cabeza. ¡Que es un cadáver humano, por Dios! ¡Que tiene nombre y apellido y familia y un futuro prometedorísimo en Industriales y el equipo Cuba! ¡Cuánta razón!, diría Dios si hablara, contemplando la escena. Pero un perro es un perro. Dos perros son dos perros. Dos perros callejeros abandonados y con hambre son dos perros callejeros abandonados y con hambre. No ladran, gruñen. No muerden, destrozan, mastican, engullen a pedazos lo que queda del joven Gabriel Pulido Arnáez, alias Pompeya, el mejor center field que había dado Guanabacoa en los últimos años. El nuevo Javier Méndez, decía su padre. El nuevo Víctor Mesa, decían sus amigos. Pero lo perros no saben de pelota, no siguen la Serie Nacional, no tienen equipo. Lo que tienen es hambre. Y la carne es carne aunque sea carne muerta, carne humana muerta a las diez y pico de la noche del 9 de septiembre del año 2007. Por la calle Cruz Verde de Guanabacoa, a esa hora, no circula nadie. Ni carros, ni peatones, ni gatos, ni otros perros. Es noche de apagón y todos los vecinos están en sus casas, encerrados y agobiados por su propio fastidio, jodienda, salación, aburrimiento. Qué fastidio, repetía la vecina más cercana a la casa de Gabriel Pulido, pared con pared, por la derecha. Qué jodienda, decía su padre. Qué salación esta jodienda de los apagones, decía otro vecino, pared con pared, por la izquierda. Qué aburrimiento, decía el hijo pequeño del carnicero de Cruz Verde, que no encontraba cómo entretenerse en aquella oscuridad tremenda. Los vecinos no sabían que el joven Pompeya había salido casi dos horas antes, a casa de un amigo, a recoger un guante nuevo que le habían mandado desde Estados Unidos (su padre decía que el mismísimo Duque, y Pompeya decía que sí, que el Duque lo mandaba, pero que quien lo había comprado había sido su ídolo, Kendry Morales). A Pompeya nadie lo echó de menos hasta mucho más tarde. El padre de Pompeya llegó a pensar que, por la hora, su hijo se quedaría a dormir en casa de su amigo, como hacía otras veces. Su madre, que al principio no sabía que su hijo había salido, se puso algo histérica. ¿Y Gabrielitooooooo?, le gritó al padre. La madre de Gabriel Pulido Arnáez era la única persona en el mundo que le llamaba Gabrielito a aquel negro enorme, de casi dos metros, flaco pero fornido. Le decía Gabrielito o Pompi, achicándole el alias. Su marido la agarró de un brazo para que su histeria no se desbordara. Ahora vuelve, le dijo, y la ayudó a sentarse en el sofá, junto a una vela. A la sombra de la vela la madre de Pompeya parecía más nerviosa de lo que estaba, parecía temblar. Recuerda lo que nos dijeron los policías, Gaby. El padre de Pompeya se llamaba Gabriel también, y para diferenciarlos ella y todos en el barrio lo llamaban Gaby. Con aquello de “recuerda lo que nos dijeron los policías, Gaby”, la madre de Pompeya se refería a una circular (todos decían así, “una circular”) que les había pasado el CDR, pero sobre todo a la advertencia del jefe de sector sobre “el extremo cuidado que deben tener los dos Gabrieles”, y el consejo de que no salieran de casa en esos días, si no era necesario. Los Gabrieles de la calle Cruz Verde de Guanabacoa, padre e hijo, habían estado acuartelados junto a otros cientos de Gabrieles durante varios días, y solo el día anterior al asesinato de Pompeya, por la mañana, habían regresado a su casa, pero con esa advertencia del jefe del sector, una circular del CDR en la mano y la orden de estar siempre juntos y localizados. La circular no hablaba del huracán Anónimo, ni decía la frase “asesino en serie”, solo decía aquello del extremo cuidado y la importancia de la disciplina revolucionaria. Estate quieta, Carmen, que Pompeya sabe cuidarse bien y está aquí cerca, dijo Gaby. Y era cierto. Pompeya, es decir, Gabriel Pulido Arnáez, su hijo, no solo era el mejor jardinero central que había dado Cuba en los últimos años, había sido también aprendiz de boxeador cuando era adolescente, y, aunque finalmente su fuerza al bate y su potencia en el brazo de lanzar lo decantaron por el béisbol, de vez en cuando servía de sparring para los boxeadores juveniles guanabacoenses. Sabe cuidarse, repetía su padre. Pero el huracán…, intentaba argumentar su madre. Sabe cuidarse, insistía Gaby, acercándose a ella, con cariño y lástima. Le daba lástima que su mujer, con tantos años ya, siguiera viendo a Pompeya como cuando era Pompeyita, flaco y débil, ingenuo e incapaz de defenderse. Por eso lo habían apuntado en boxeo desde temprano. Por eso ella se había alegrado tanto cuando su Pompi creció y lo vio ganar músculos y carácter. Pero el instinto maternal es del carajo. Carmen no se quedó tranquila pese a las caricias y las palabras de su Gaby. Llámalo al celular, dijo. Lo dejó aquí, míralo ahí, dijo el padre y señaló un teléfono Alcatel que estaba justo al lado de la vela, en la mesa de centro que tenían delante. Carmen no lo había visto. Pues llama a casa de su amigo, donde esté, y que se quede allí hasta mañana, que no venga de noche y tan oscuro. Basta, Carmen, se desesperaba Gaby. Dime el número y lo llamo yo. Ya debe estar llegando, chica, respondió el padre, ahora con tono de fastidio. Y era cierto. El cadáver de Gabriel Pulido Arnáez, alias Pompeya, su hijo, ya estaba llegando al portal de su casa en la calle Cruz Verde de Guanabacoa. Lo traían dos perros. Pero claro, los perros no lo habían traído hasta allí desde la casa de su amigo, que estaba cerca de los antiguos Escolapios y que era adonde había ido Pompeya a recoger el guante mágico con el que llegaría hasta el team Cuba. No. De la casa de su amigo, ya con el guante dentro de la mochila, Pompeya había salido casi una hora antes, tranquilo, silbando, con los auriculares puestos y escuchando un reggaetón que hablaba sobre sexo, bebidas y almendrones. Después que pasó todo, su madre pensó que tal vez por culpa de los jodidos auriculares (“no los pongas tan altos, hijo, que te vas a quedar sordo”, le decía diariamente el padre) el joven Pompeya no había visto venir a la muerte. No la había oído venir, mejor dicho. El reggaetón le taladraba los oídos (“¿no has oído a tu padre?, ¡bájale el volumen!, le decía diariamente Carmen) y Pompeya más que andar, bailaba, silbando y tarareando alternativamente la pegajosa música. Por eso no sintió llegar a la muerte. La muerte vino silenciosa, muy silenciosa, y lo hizo adrede, aposta, premeditadamente. La muerte sabía que Pompeya era atleta, un pelotero fuerte y talentoso, un practicante de boxeo, por eso debía ser muy rápida, tener sumo cuidado. Esta vez la muerte no había tenido que averiguar mucho sobre su posible víctima. A Gabriel Pulido Arnáez, alias Pompeya, todo el mundo lo conocía en Guanabacoa, en toda La Habana, en gran parte de Cuba. ¡El nuevo Javier Méndez! ¡Mejor que Víctor Mesa! Tal vez por eso fue escogido él y no otro como víctima. El asesino necesitaba (ya) un golpe de efecto, un golpe fuerte para ganar notoriedad, embutido como estaba en su personaje del huracán Anónimo, en el total anonimato. Estaba un poco harto de seguir en la sombra y de que solo los miembros de aquella cosa tonta llamada “Operación Anónimo” pudieran saber de él, hablar y conjeturar sobre él todo el tiempo. ¿Quieren guerra?, pensaba, pues tendrán guerra. Por supuesto, el joven Pompeya mientras regresaba a su casa estaba ajeno a todo esto. Ni siquiera sabía que la tormenta tropical “Gabrielle” era la séptima tormenta con nombre (su nombre) de la temporada de huracanes en el Atlántico ese año 2007. El joven Pompeya estaba sonriendo por los versos tan ocurrentes del reggaetón que oía (ay, mami, agárrate del tubo de la guagua, mami / agárrate del tubo y no te caigas, mami / agárrate del tubo), ajeno a que Gabrielle se había desarrollado como un ciclón subtropical el 8 de septiembre, cuatro días antes de su muerte, cerca de Cabo Lookout, en Carolina del Norte, Estados Unidos. Ya Pompeya había caminado como cinco cuadras, rumbo a Cruz Verde, sin saber que Gabrielle, tres días antes, el 9 de septiembre, había tocado tierra en Cabo Lookout, en los Outer Banks de Carolina del Norte, convertida en tormenta tropical con vientos máximos sostenidos de 90 km/h. Él llevaba el regalo de Kendry y el Duque en la mochila, y la mami de la canción seguía agarrando el tubo para no caerse. Eso era todo. ¿Qué más podía pedir? Feliz, tranquilo, el joven Pompeya regresaba a su casa ajeno a que “Gabrielle”, su tormenta tocaya, se había disipado el día antes, 11 de septiembre, dejando fuertes lluvias en toda Carolina y a lo largo de la costa, olas altísimas, corrientes turbulentas y marejadas que provocaron inundaciones leves. Él y su padre habían aceptado, con desgana pero con disciplina deportiva, aquella orden de “acuartelamiento obligatorio” que les llegó “de arriba”, y habían estado en una Casa Anónima, junto a otros muchos Gabrieles, hasta que al mediodía del mismo día de su muerte los liberaron. El joven Pompeya no supo nunca que los vientos y la lluvia de “Gabrielle” habían provocado solo daños menores en Carolina del Norte (vaya alivio, un respiro para sus habitantes, quienes todavía tenían frescas en la memoria las imágenes del huracán “Katrina”). No lo supo nunca. Ni él ni su padre ni el resto de los Gabrieles nacidos en Cuba y amenazados de muerte sin saberlo. Además, al joven Gabriel Pulido Arias, alias Pompeya, el futuro pelotero de Industriales y los equipos Cuba, el hijito de Carmen y Gaby, el sparring perfecto de los jóvenes boxeadores de Guanabacoa, qué le importaba “Gabrielle”, una tormenta tropical que andaba tan lejos, por el norte, que le importaba incluso que un día antes se disipara y desapareciera. Nada. Absolutamente nada. Él ya estaba muy cerca de su casa, en Cruz Verde, y la joven del reggaetón seguía agarrada fuertemente al tubo. Sonreía, silbaba, tarareaba, avanzaba. Estaba cada vez más cerca de su casa. Y tenían razón sus padres: el volumen de la música lo llevaba demasiado alto. Tenía razón su madre, aunque a este dato la policía no le hizo ni caso: por culpa del volumen en sus auriculares el joven Pompeya no vio venir al huracán Anónimo, no lo escuchó venir, mejor dicho. El huracán Anónimo jamás, hasta ahora, había usado un arma blanca en sus asesinatos, intentando mantener la coartada meteorológica de los huracanes. Pero con este negro enorme y deportista un arma blanca era lo más seguro (pensó así mismo: “con este negro”, no “con este tipo”, ni “en este caso”, ni “con esta víctima”, sino “con este negro”, e incluso sonrió al notar la paradoja del arma blanca para matar a un negro). Esta vez no correría riesgo. ¿Quieren guerra?, pues tendrán guerra, pensaba el huracán Anónimo mientras apretaba con fuerza el cabo del cuchillo, envuelto en una jaba de nailon de esas que dan en los supermercados para cargar la compra. Era un cuchillo grande, de carnicero, con hoja ancha y punta afinadísima y afiladísima. El huracán Anónimo había tenido la santa paciencia de afilarla él mismo en una chaira de piedra natural que tenía en su casa, que había traído años atrás de Barcelona. El huracán Anónimo estaba excitadísimo. Sí, estaba descontrolado, estaba excitadísimo y raramente feliz tan solo de pensar en lo que haría. La tormenta tropical “Gabrielle” no había tocado Cuba, cierto, ni siquiera había causado grandes daños en Estados Unidos; pero no le importaba. Allí estaba su nueva víctima, Gabriel Pulido Arnáez, alias Pompeya, y venía muy feliz, oyendo música, más negro que nunca en la oscuridad de la noche y del apagón en Guanabacoa. Ay, mami, agárrate del tubo de la guagua, mami / agárrate del tubo y no te caigas, mami / agárrate del tubo, cantaba Pompeya, ya no silbaba, ya no tarareaba, en el momento en que el cuchillo entró en su vientre a la altura del hígado el joven Pompeya acaba de cantar la frase ay, mami, agárrate del tubo de la guagua… Es más, el cuchillo cortó la guagua en dos, al medio. Ay, mami, agárrate del tubo de la gua… y la siguiente sílaba se convirtió en un grito seco, sordo, amargo, dolorosísimo, guarrrrrrrrrrr (o tal vez sonó guagggggggggg, un poco más exacto). Y el joven Pompeya cayó al suelo. No opuso resistencia. Cayó al suelo. Cayó al suelo como un saco de papas, se dice muchas veces. Fue una caída rápida, en picada, limpia. Fue una puñalada rápida, en picada (nunca mejor dicho), limpia. Después los forenses dijeron que había sido una incisión muy limpia, muy profesional. Un forense dijo “un corte limpio”, pero nuestra Forense, la forense Mayeta, fue más técnica y lo rectificó: una incisión limpia, muy limpia, muy profesional. Su compañero (llamémosle Forense 2), sonrió con anuencia. Lo que sí no dijeron los forenses, ni la Mayeta ni el Forense 2, porque no lo sabían, es que mientras Pompeya se desangraba, sorprendido por su muerte tan temprana y delante de su guante mágico, en sus auriculares una joven continuaba agarrada fuertemente al tubo de una guagua; ni que, mientras él se desangraba, su pobre madre, desesperada ya, le pedía a su padre que consiguiera el número del amigo de Pompi para llamarlo ella; ni que, mientras él se desangraba, el huracán Anónimo, su asesino, le metía en la mochila, justo encima del guante mágico que le había mandado el dueto Kendry-Duque, un pomo plástico pequeño, lleno de agua de mar, que llevaba puesta una etiqueta en un papel escrito por su puño y letra y que decía “Pobrecito Gabriel” sobre un dibujo del típico esquema en espiral de un huracán, con su ojo y sus bandas. Ni los forenses ni sus padres supieron que el cadáver de Pompeya estuvo más de media hora allí, a pocos metros de su casa, desangrándose, y que pasada media hora fue cuando dos perros callejeros, Asesino y Azul, se lo encontraron, rabiosos de hambre, y comenzaron a pelear por él, arrastrándolo. El perro más grande y musculoso que arrastraba a Pompeya no por gusto se llamaba Asesino: era un rottweiler violento y despiadado. Por su aspecto y su fiereza su último dueño, el que lo había bautizado con aquel nombre inequívoco, lo echó de su casa, y lo había hecho para no matarlo, que fue lo primero que pensó cuando Asesino atacó a su hijo de tres años, vaya susto. El dueño de Asesino vivía en Mantilla y había abandonado al rottweiler tres noches antes de que este tropezara con el cadáver del joven Pompeya; lo había abandonado en el barrio La Jata, de Guanabacoa, bien lejos de su casa mantillera. Y el perro Asesino llevaba tres días con sus noches dando tumbos por Guanabacoa, sembrando el miedo en quienes se le acercaban, nervioso, desorientado y muerto de hambre. Ya varios vecinos habían denunciado que había un perro suelto, violento, en los alrededores. Ya el perro había atacado y destrozado a varios animales: gatos, gallinas, un carnero, otros perros. Pero seguía suelto. Igual que Azul. Azul era un perro pastor alemán, con cara de noble, pero inmenso y feroz sobre todo cuando estaba hambriento, como la noche en que el huracán Anónimo asestó la puñalada a Gabriel Pulido Arias. Azul llevaba también varios días abandonado, muchos más días que Asesino: una semana justo. Su dueño, un poeta fanático de Rubén Darío, le había puesto Azul en homenaje al libro estrella del poeta nicaragüense, pero Azul era un perro de prosa, poco poético, era un perro demasiado pastor, demasiado alemán, demasiado perro para vivir en el cuarto piso de un apartamento de microbrigada en Alamar, en el Barrio de los Rusos, conviviendo con su dueño el poeta, su mujer y dos niños pequeños. Así que su dueño (obligado literalmente por su esposa) también decidió abandonarlo y escogió para ello un lugar bien lejano de Alamar (según él): el reparto Nalón de Guanabacoa. Y Azul llevaba una semana dando tumbos por aquellas calles, placeres, plazas, parques, desfallecido de hambre y de tristeza. Y la noche que el huracán Anónimo partió al medio la guagua de un reggaetón y el hígado de un futuro pelotero de Industriales, Azul estaba husmeando, hociqueando en los latones de basura de la calle Cruz Verde, buscando comida, desesperado. Y cuando su finísimo olfato alumbró en la oscuridad un cuerpo muerto, carne fresca, sangre, muy cerca, el perro Azul fue menos poeta que nunca, más perro que otras veces, un pastor alemán salivando como si tuviera al mismísimo Pavlov delante, y fue directo al cuerpo. Claro, Azul no sabía que Asesino tenía el mismo olfato, la misma hambre, las mismas ganas de hincarle el diente a lo que fuera. Por eso se encontraron con hambre y rabia sobre el cuerpo del joven Pompeya, y comenzaron a disputarse aquel manjar a dentellada limpia. Y entre mordiscos y tirones arrastraron por la calle Cruz Verde el cadáver de Gabriel Pulido Arias, el hijo de Carmen y Gaby, el futuro jardinero central de Industriales y los equipos Cuba. Los forenses dijeron después, no obstante, para tranquilizar a la familia, que el joven Pompeya no había muerto comido por los perros, como decían sus vecinos, sino de una limpia puñalada (dijo la forense Margarita Mayeta), y no sufrió, señora, tanto, quiero decir (dijo el Forense 2), y ambos apartaron la vista de los ojos de la vieja Carmen, que estaba mueble, piedra, roca negra y llorosa, muda y rota desde que le dijeron lo que había pasado. Quienes hallaron el cadáver de Pompeya no le dijeron nada a la señora Carmen. No le dieron detalles. Ni su marido Gaby tampoco. Ni el inspector de policía que llevaba el caso. Nadie le contó los macabros detalles. Le ahorraron saber que cuando un carro patrullero en ronda de rutina dobló en Cruz Verde aquella noche y alumbró lo que alumbró (dos perros arrastrando un cadáver humano a tan solo dos puertas de la casa de los dos Gabrieles, padre e hijo), los propios policías no podían creerlo. Dos perros enormes y un cadáver humano; dos perros enormes tirando del cadáver, mordiendo y mordisqueando. La primera reacción del chofer del carro patrullero fue pisar el freno (y lo hizo): ¡pero qué coño es eso! La segunda reacción fue poner la luz larga (y lo hizo). La tercera reacción fue accionar el cláxon (y también lo hizo). La cuarta reacción (y también lo hizo) fue pisar el acelerador y dirigir el carro bruscamente hacia los perros, contra ellos y el cadáver, mientras su copiloto, el otro policía, era quien decía esta vez: ¡pero qué coño es eso! Contó la vieja Carmen Arias, luego, que ella sintió aquel sonido del claxon desde la sala de su casa, un pitido larguísimo, pero que nunca lo asoció a su hijo Gabrielito. Contó luego su padre Gaby, destrozado, que él también lo escuchó, pero tampoco pensó en su hijo. Tras el golpe de claxon, largo, larguísimo, nadie pensó en Pompeya. Cuando sí pensaron en Pompeya fue segundos después, cuando sonaron los disparos. Porque después de arremeter con el carro patrulla contra los perros y el cadáver, viendo que ni así las dos bestias aquellas soltaban su presa, el conductor del patrullero pensó que tenía que detener el carro (y lo hizo). Pensó que tenía que salir del carro y detener aquella comilona (y lo hizo). Lo pensaron los dos (y los dos lo hicieron). El chofer del carro patrullero pensó que debía sacar su arma reglamentaria, una Makarov que nunca, jamás, había tenido que disparar en casi 10 años de servicio (y así lo hizo). Así lo hicieron. Porque aquellos jodidos perros, con la luz larga del carro dándoles de frente, con el capó del carro casi encima de ellos, y a pesar del claxonazo intimidante, los miraban de frente, desafiantes, babeantes, sin soltar la presa. Fue entonces cuando ambos policías saltaron del carro, echaron mano a sus pistolas y apuntaron, el chofer a Asesino y el copiloto a Azul. Fue entonces cuando los perros, las bestias, aquellos moles dentadas y babeantes y furiosas soltaron al cadáver de Gabriel Pulido Arias, alias Pompeya, y saltaron sobre los policías. O intentaron saltar, porque las balas son más rápidas. Nada más que soltaron el cuerpo de Pompeya, y apoyados en sus piernas traseras como en una macabra coreografía muy ensayada, Asesino y Azul intentaron saltar contra ellos, ambos policías pensaron que había llegado el momento de estrenar sus Makarovs, todo fue uy rápido, pensaron que había que apretar los gatillos, y lo hicieron. Y sonaron como auténticas bombas en el silencio oscuro de la calle Cruz Verde los disparos. Los disparos que sí oyeron, cómo no, Carmen Arias y Gabriel Pulido, los padres de Pompeya. Y esta vez sí pensaron en su hijo. Fue instintivo, automático: sonaron los disparos a la vez (otra coreografía que parecía ensayada) y Carmen y Gaby a la vez gritaron ¡GABRIELITO!, saltaron del sofá y gritaron ¡GABRIELITO!, intuición maternal, miedo paterno, ganas de aquel miedo y aquella intuición no tuvieran sentido. Pero lo tuvo, lamentablemente. Y para colmo casi al instante vino la luz. Dios dio, hágase la luz, y se hizo. Y con la claridad y los disparos salieron los vecinos, todos los vecinos, y el horror lo invadió todo, se hizo inmenso, insoportable. En una acera de la calle Cruz Verde, había tres cadáveres. El cadáver de un rotwailer con un tiro en la frente, el cadáver de un pastor alemán con un tiro en un ojo, y el cadáver de Gabriel Pulido Arias, alias Pompeya, Pompi, Gabrielito, el hijo único de Carmen y Gaby, el mejor pelotero de Guanabacoa, el futuro center field de Industriales y el equipo Cuba. Inenarrable lo que continuó, imposible contarlo. Solo diré que el joven Pompeya, según se supo luego, para alivio de todos, no había sentido ni un solo mordisco, ni una sola dentellada, ni siquiera sintió el pavimento destrozando su piel; el joven Pompeya había muerto casi en el acto, había agonizado durante poco menos de un minuto tras la puñalada, el tiempo suficiente para que la mami de la guagua soltara el tubo del raegguetón y empezara a sonar otro tema del mismo género en un MP3 blanco y pequeño, ya irrecuperable. Ya todo era irrecuperable: el MP3, la ropa de Gabriel, su rostro, su vida. Cuando Criminalística llegó y cercó la zona y levantaron el cadáver, lo único recuperable (y con valiosa información para aquel caso) era la mochila del joven Pompeya. Allí dentro, como encogido de pavor, había un guante grande de pelotero, de jardinero zurdo, carmelita oscuro y new packet. Este guante es una joya (no pudo evitar pensar el oficial que requisaba pruebas). Con más de un pie de largo, con la palma profunda y correa cerrada, el guante miraba a los oficiales y todos miraban en silencio al guante. Está perfecto para atrapadas de “cono de nieve”, dijo Pompeya la primera vez que lo tuvo en la mano. Está volao, dijo su amigo, el que vive por los antiguos Escolapios. Está escapao, dijo el padre de su amigo, probándolo. Ahora sí, asere, dijo Pompeya. Hasta el teamCuba no pares, dijo el padre de Pompeya. O hasta las Grandes Ligas, bróder, no seas comemierda, dijo su amigo. Y se partieron de la risa. Y junto al guante, casi dentro de él pero no encogido de pavor sino con cierta altanería, los oficiales hallaron el misterioso hallazgo de aquel pomo de agua, con aquella etiqueta. En cuanto la vieron, el detective Riverón, la forense Margarita Mayeta y el mayor Armenteros se miraron en silencio. Angulo le pasó el pomo de agua a la Forense y esta se lo pasó al detective Riverón, todo en silencio. El detective Riverón observó detenidamente la etiqueta.

—El muy cabrón se está burlando de nosotros —dijo.

            Silencio.

            —Es su jodida firma.

            Silencio.

            —Está descontrolado y ha ganado confianza.

            Silencio.

            —Se siente fuerte el muy cabrón.

            Silencio.

Silencio.

Silencio.

—¿Y esa botella de agua?

Silencio.

—¿Usted entiende lo de la botella de agua, detective?

El detective Riverón no quería especular, no le gustaba especular. Esperaría. Esperaría a que el Laboratorio dijera qué era aquello, qué tipo de líquido era ese líquido que ellos llamaban agua, que parecía agua.

Y cuando los del Laboratorio confirmaron que sí, que era agua, el detective Riverón rompió el silencio, delante otra vez de la Forense y del mayor Armenteros, como si hubieran dejado la conversación en pausa tres segundos antes y no varias horas.

—Es agua —dijo.

—¿Agua? —preguntó la forense Margarita Mayeta.

—Agua de mar —dijo el detective Riverón—. La botellita estaba llena de agua de mar.

—¿Y eso? —Armenteros.

—Agua de mar —la forense Mayeta.

—Algo quiere decirnos —el detective Riverón.

—¿Pero qué? —la Forense.

—No lo sé aún —detective Riverón—. Pero algo quiere decirnos con esta botella llena de agua de mar y la etiqueta de los huracanes.

—Se está perfeccionando —intervino por fin Eusebio Pi, que había estado todo el tiempo detrás de su jefe, o a su lado, pero solo intervenía si podía repetir alguna frase que había oído al detective antes.

—Se está perfeccionado el muy cabrón —confirmó el detective—. Esta es, digamos, su firma mejorada.

—Pero qué quiere decirnos —insistió la Forense.

—No lo sé aún —detective Riverón.

Y así siguieron durante más de una hora, cotejando todas las informaciones que tenían sobre el nuevo asesinato del huracán Anónimo. Ninguno de ellos pensó en la enorme pérdida que había tenido el béisbol capitalino. Ninguno de ellos supo, nunca, lo que se vivió en Guanabacoa tras la muerte de Pompeya, al día siguiente, en las siguientes semanas. Nunca se había visto un entierro tan multitudinario, ni tan dolido, como el entierro de Gabriel Pulido Arias, alias Pompeya, el malogrado center fied de los equipos Cuba. Nunca se había vivido un momento tan violento ni en el barrio ni en todo el municipio. Ni siquiera cuando el asalto al carro del dinero, decían. Pero ninguno de ellos cuatro (el detective Riverón, Eusepio Pi, la Forense Margarita Mayeta, el mayor Armenteros), ni Rolo Contreras, ni el licenciado Echemendía, ni Paquita Diligencia, ni ningún otro miembro de la “Operación Anónimo” fue testigo de aquello: de los gritos, los llantos, los rituales religiosos y los aplausos en el adiós definitivo al joven Pompeya.

Y el huracán Anónimo tampoco. Consumado el hecho, se desentendió por completo de sus consecuencias. Y una vez en su casa, se dio una ducha, se afeitó, puso música clásica (Vivaldi) y encendió la computadora. Estaba muy tranquilo. Con parsimonia abrió un archivo en Word, en blanco. Con un solo dedo activó la mayúscula. Y entonces tecleó, despacito: PRÓXIMA TORMENTA TROPICAL: INGRID.

 

EL HURACÁN ANÓNIMO.

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  • Peso del producto : 939 g
  • Tapa blanda : 654 páginas
  • ISBN-10 : 1673943314
  • ISBN-13 : 978-1673943313
  • Editorial : Independently published (10 diciembre 2019)
  • Dimensiones del producto : 13.97 x 4.17 x 21.59 cm
  • Idioma: : Español