"Uno de los mejores narradores cubanos de la hora presente"
(Juan Bonilla)

Del Blog de Díaz-Pimienta

Todos las familias felices se parecen;

cada familia infeliz es infeliz a su forma.

 Tolstói

 

FOTO: Peggy Goldman. Tomado de The face of Cuba (Pintarest:
https://www.huffingtonpost.com/peggy-goldman/faces-of-cuba_b_3823598.html) 

Era una anciana negra, muy delgada, que parecía todavía más negra por el contraste de su piel con el pelo canoso, peinado como un hombre, casi ralo, y parecía mucho más delgada por lo ancho de la ropa que llevaba puesta. Caminaba lentamente, tumbada un poco hacia el lado derecho, y voceaba:

—¡Ajos… velas… cascarilla… manteca de cacao!

            Llevaba un par de tenis viejos, rotos en las puntas a la altura de los dedos pulgares, estropeados con tal simetría que los huecos parecían hechos a propósito. El sucio y ancho pantalón, de un rojo desteñido, completaba esa imagen deprimente que obligó a Diógenes a mirarla un momento, y a sentir lástima.

—¡Ajos… velas… cascarilla… manteca de cacao!

            Diógenes la vio alejarse y volver sobre sus pasos, lentamente, sin mirar a nadie, pendiente sólo de su propio pregón, y esta vez descubrió en el rostro de la anciana hambre, cansancio, vejez, tedio, certeza de que nadie compraría sus ajos, sus velas, su cascarilla, su manteca de cacao, deseos de soltar aquel jabuco que le pesaba ya sobre la espalda.

—¡Señora! —gritó Diógenes cuando la anciana estaba varios metros más abajo—. ¡Eh, señora! ¿cuánto valen?

—El ajo a dos, las velas a cinco, la cascarilla a cuatro, la manteca de cacao a quince pesos la botella —dijo la anciana como si recitara, deteniéndose pero sin mirarlo.

Diógenes se acercó:

—¿Y cuántos tiene?

—¿Cuántos qué? —preguntó ella a su vez, con desgana, bajándose del hombro la pesada jaba.

—Se lo compro todo, señora —dijo Diógenes.

—¿Los ajos? —indagó ella.

—Sí, y las velas y la cascarilla y la manteca de cacao.

            La anciana lo miró, esbozó una sonrisa, y demoró unos segundos en agacharse a contar la mercancía. Diógenes la miraba, compasivo. Por el escote se le veía el flaco y negro pecho.

—No lo cuente, señora, dígame cuánto es todo.

—Es mucho, mijo —dijo la anciana, sin levantarse.

—¿Qué le parece esto? —dijo Diógenes, y le mostró un billete de diez dólares.

La anciana tomó el billete, lo revisó por ambos lados, miró a Diógenes y se lo devolvió.

—¡Que son diez dólares, abuela! —le explicó Diógenes, risueño y sorprendido.

Después, acercándosele al oído y mirando a todos lados, como si le deletreara un gran secreto, le repitió:

—¡Diez… dó… la… res!

—Ya lo sé —contestó la vieja, poniendo grandes ojos de desconfianza ahora, alzando otra vez el bulto y haciendo por irse.

—Espere, abuela —insistió Diógenes—. Mire, vamos a ver. Diez dólares son, ahora-mismo-ahora-mismo, mil pesos. ¿Entiende? ¡Le estoy dando mil pesos por la jabita esa!

            La anciana lo miró esta vez de arriba abajo, con mayor desconfianza, y se acomodó el asa de la jaba sobre el hombro. Diógenes la miraba entre incrédulo, burlón y lastimero. Guardó el billete en el bolsillo. Pero antes de marcharse volvió a decirle:

—Mire, abuela —hablaba despacio, como si le estuviera explicando un problema matemático muy difícil a un niño—, todo eso que usted lleva ahí no vale ni cien pesos, ni cincuenta; y yo le estoy ofreciendo mil pesos, ¿entiende?, ¡diez dólares!

—Quince, y se lo lleva —respondió la vieja, que parecía no oírlo.

—¿Cómo? —sonrió Diógenes.

—Es mi precio. Lo toma o lo deja. Quince dólares, y todo es suyo —repitió con neutralidad, segura de sí misma.

Ante el silencio incrédulo de Diógenes, la vieja comenzó a alejarse.

—¡Ajos… velas… cascarilla… manteca de cacao!

            Diógenes sintió curiosidad, vio aquello como un juego, como una prueba de fuerza, y siguió tras ella.

—Le ofrezco doce, doce dólares, mil doscientos pesos, ahora-mismo-ahora-mismo, uno encima del otro.

La anciana se detuvo.

—Quince, mijo, quince dólares —ahora su tono era de lástima hacia Diógenes, el mismo tono que él había empleado con ella al principio—. Quince es mi precio. Mira estos ajos —le mostró dos cabezas medianas, casi tiernas—; mira estas velas, no hechas en casa, con parafina mala, sino de las buenas, de las que no se apagan —le mostró tres velas blancas, largas, envueltas en papel de estraza—; mira esta cascarilla —sobre la oscura palma de su mano derecha aparecieron dos pequeños montículos blancos, como bolas de tiza cortadas por la base—; mira esta mantequita, mijo —y le enseñó una botella de refresco llena hasta el cuello con un líquido espeso, amarillento, taponada con una chapa vieja y parafina—. Todo por quince, mijo. Me das quince fulitas, y esto es tuyo.

            Diógenes no pudo evitar sonreír, esta vez con malicia. Se metió las manos en los bolsillos y la miró de arriba abajo.

—Trece. Trece dólares por todo, abuela. Es mi última oferta —dijo, sacó el dinero y comenzó a contarlo delante de ella.

La anciana lo miró a lo ojos, desentendiéndose del fajo.

—Quince, y le dejo también la jabita.

Era su último intento de negociar. Incluso, levantó la jaba a la altura de su pecho, para que Diógenes la viera.

—No hay negocio —dijo Diógenes.

—Pues no hay negocio —confirmó la anciana.

Y se marcharon en sentido opuesto.