"Uno de los mejores narradores cubanos de la hora presente"
(Juan Bonilla)

Del Blog de Díaz-Pimienta


por Consuelo Posada Giraldo

El huracán Anónimo, la nueva novela de Alexis Díaz-Pimienta


El huracán Anónimo es el título de la última novela (la quinta) publicada por el escritor cubano (residente en España) Alexis Díaz-Pimienta. Editada originalmente en Amazon, esta extensa novela de 654 páginas cuenta la llegada de varios huracanes a La Habana en una historia organizada con el esquema de un relato policíaco en el que Rolo Contreras, el protagonista, descubre que un asesino en serie mata en cada huracán a una persona con el mismo nombre que el meteoro de turno. El punto central de la investigación estará, entonces, en descubrir el misterio que conecta los asesinatos que aparecen con cada uno de los huracanes.


El cubano Alexis Díaz-Pimienta además de novelista y poeta es un reconocido repentista (improvisador de décimas) e investigador de la improvisación en Cuba y el resto de Iberoamérica. Y es precisamente esta doble faceta suya la que lo trajo a Medellín siendo muy joven, como integrante de una delegación cubana que participaba en el programa cultural “De País en País” (en 1994). Así, recorrió varios escenarios de la ciudad, compartió con los más importantes trovadores paisas, participó como poeta en el Festival Internacional de Poesía de Medellín y protagonizó espectáculos en el teatro Uribe de la Universidad de Antioquia. En 1996 dictó un curso sobre oralidad en el Seminario sobre Literatura del Caribe que yo coordinaba en la UdeA por entonces, y ha sido jurado repetidas veces del Festival Nacional de la Trova Ciudad de Medellín. Desde el punto de vista literario, la primera edición de su poemario Cuarto de mala música, fue en Medellín y la última edición de su premiada novela Prisionero del agua ha sido en la Editorial Universidad de Antioquia (2018).

En su nueva novela, El huracán Anónimo, el protagonista, Rolo Contreras, encarna al investigador de los relatos policiales y presenta, como hipótesis de su investigación, la existencia de un asesino en serie que utiliza a los huracanes para esconder sus crímenes.

El autor organiza un fondo de rigor que le confiere verosimilitud a los hechos y la obra nos presenta la historia de los huracanes que han pasado por el suelo cubano, las condiciones físicas de su aparición, la mecánica de su comportamiento y todos los detalles completos del paso de todos los huracanes por la isla. Este saber es expuesto por el protagonista investigador, pero también por José Rubiera, un destacado meteorólogo reconocido como una autoridad en el tema. Además, el recuento de cada huracán viene acompañado con los datos de los muertos, su nombre y algunas de sus señas particulares.

Esta parte científica, ligada a la teoría de los huracanes –con detalles de mucha erudición– y a la investigación rigurosa de los crímenes, avanza simultáneamente con la trama simpática de los personajes que divierten con sus apuntes graciosos y enriquecen la historia con un lenguaje ornamentado con juegos fonéticos y pasajes contados con mucha gracia. 

Entonces, el brillo del texto se da de dos maneras: la primera es la línea del conocimiento que deslumbra y que mantiene al lector atento a los hechos que se narran. En la conferencia pública sobre los huracanes, en la Escuela de Química, los estudiantes quedaron atrapados con el saber del Dr. Rubiera y con la lección de rigor en la búsqueda documental sobre los huracanes, expuesta por su director Rolo Contreras.

En esta línea del placer que se deriva del conocimiento, podemos decir que un atributo de esta novela es que se convierte en un documento de cómo se vive en La Habana la llegada de un huracán. Son coloridos los detalles de cómo se preparan los habaneros, cómo se compra en los supermercados. Y cómo pasan las noches oyendo noticias, y tratando de entretenerse mientras llega el huracán. 

Muchos pedazos de la novela, que alimentan la historia principal, parecen hacer parte de la realidad del mundo habanero. Por ejemplo, la referencias a las guerras de Angola y Etiopía que están todas vivas en el imaginario cubano. Y las consideraciones sobre los rusos que llegaron a la Habana y cómo se quedaron y cómo se casaron y cómo se integraron, puede mirarse como un buen capítulo de sociología urbana.

Y en esta relación de la ficción literaria con el mundo de referencia está la coincidencia de algunos personajes de la novela, con sujetos de carne y hueso reconocibles en La Habana. 

Cuando le comenté al autor cómo me había enamorado de un Rolo Contreras, me confesó que se trata de un personaje real. “Es mi homenaje a mi padrastro y todo lo que cuento de él es real”. También Paquita Diligencia es real, agregó, como lo son el meteorólogo (Dr. Rubiera) y el coronel Macareño. Todos son personajes públicos muy conocidos en la Cuba de hoy. 

La segunda fascinación del texto está en el goce con las palabras. Alexis Díaz Pimienta es un narrador que sabe contar con sabrosura porque su territorio natural es la narración oral y por esto domina el entretenimiento con las formas sonoras del lenguaje.  Los detalles de sus historias divierten, con un ritmo que el autor sabe marcar y con pasajes de mucha gracia. Podemos decir que el juego fonético se convierte aquí en un aporte lúdico para la escritura y sí revisamos los arabescos que se van tejiendo alrededor de cada frase, encontramos un trabajo de oralidad bien armado.

Se me ocurre un ejemplo de ese juego:

“La mujer de Rolo Contreras le dice lacónicamente: —Te quiero… —¿Me quieres qué? —respondió Rolo Contreras con su juego de palabras favorito: convertir en una frase inconclusa la frase inequívocamente terminada de Teresa Alcázar.  —Te quiero —repitió ella. —Pero, ¿me quieres qué? —repitió él, acercándose— ¿Me quieres matar, me quieres comer, me quieres besar…? ¿Me quieres qué? —y le dio un beso”.

Y el narrador insiste en que sus frases son parte de un juego que tienen los dos personajes con la visión de pedazos que Rolo hace a las frases de ella, para cambiarles el sentido.

Como parte de esta forma juguetona, además de un lenguaje que parecería buscar la hilaridad del lector, aparecen imágenes que tendrán el mismo efecto:  en una escena dramática, en medio de una catástrofe estallan las carcajadas que surgen de otra situación ridícula.

En plena inundación, con la casa anegada, aparece la figura del protagonista Rolo Contreras con los zapatos en una mano y la otra en el bolsillo y un cigarrillo colgando de la boca, en un claro referente cinematográfico. En las imágenes que siguen el narrador se refiere a sus personajes como si hubieran salido de una película. Y entonces Rolo Contreras por un momento es Humphrey Boghard y un minuto después se convierte en Sídney Poitier. 

Son varios los momentos solemnes de la historia, deliberadamente profanados por el estilo gozón del narrador: Cuando empezaron las inundaciones y el agua del mar entró a las casas y lo cubrió todo, los personajes que revisaban el alcance de los daños, con el agua hasta las pantorrillas, terminaron jugando una partida de dominó en medio del agua, animados por los visitantes y los turistas en una carcajada colectiva. “Los jugadores se viraban hacia el mar y le hablaban como si fuera una persona. Se reían de él, lo retaban, lo escupían y comenzaron a jugar dominó como si nada” y un vecino sin nombre servía el ron y conminaba a todo el mundo para que fuera su pareja. Y en medio de las apuestas, los turistas japoneses grababan aquel inaudito juego de dominó en medio del agua.

Inicialmente la obra parece seguir las reglas de los relatos investigativos porque la historia sigue con rigor sus reglas básicas en la formulación de los enigmas, el rigor de las conjeturas y el tratamiento de los personajes.

Hay un narrador limitado, que funciona como un testigo ocular que sólo sabe lo que vería un vecino y este es el narrador que necesita la historia. Como en toda novela policíaca está prohibido un narrador omnisciente, obligado a saber y a narrar todo lo que sabe.

Rolo Contreras tiene toda la figura del investigador iluminado de los relatos policiales. Él descubrió la conexión entre el nombre del huracán y el nombre de las víctimas. Como centro de la historia, el narrador ahonda en todos los detalles de ese hombre, para que el lector termine enamorado de su figura, de cómo fuma, de cómo camina, de cómo quiere a su mujer. Ante todo, de cómo quiere a su colegio y a la revolución.  

Pero después, las teorías terminan subvertidas y empiezan a moverse las reglas que conocemos sobre la literatura policíaca. Entonces descubrimos que las frases de Vázquez Montalván han estado ahí, como advertencias, al principio de cada capítulo, como una propuesta para combatir los esquemas y burlar el código preestablecido que espera el lector. 

Entonces, el juego del desciframiento que en las historias de crímenes alimenta la competencia entre el investigador y el lector, para llegar antes al descubrimiento del asesino, aquí tendrá obstáculos nuevos. 

Porque nuestro autor conoce muy bien las reglas clásicas del relato policíaco y por ende sabe subvertirlas y es capaz de seguir las recomendaciones de Vázquez Montalbán y aplicar con soltura sus propios métodos, con nuevas travesuras, para desbaratar cualquier hipótesis del lector que pretenda desentrañar al asesino.

Los méritos señalados en la presentación de esta novela son suficientes razones para recomendar su lectura. Los lectores de España y de los países hispánicos tienen la feliz ocasión de poder leer esta obra en su lengua original y gozar la aventura de recorrer La Habana, con sus encantos habituales y sus desasosiegos en vísperas de un huracán, acompañados del verbo encantador de Alexis Díaz Pimienta.

Todos las familias felices se parecen;

cada familia infeliz es infeliz a su forma.

 Tolstói

 

FOTO: Peggy Goldman. Tomado de The face of Cuba (Pintarest:
https://www.huffingtonpost.com/peggy-goldman/faces-of-cuba_b_3823598.html) 

Era una anciana negra, muy delgada, que parecía todavía más negra por el contraste de su piel con el pelo canoso, peinado como un hombre, casi ralo, y parecía mucho más delgada por lo ancho de la ropa que llevaba puesta. Caminaba lentamente, tumbada un poco hacia el lado derecho, y voceaba:

—¡Ajos… velas… cascarilla… manteca de cacao!

            Llevaba un par de tenis viejos, rotos en las puntas a la altura de los dedos pulgares, estropeados con tal simetría que los huecos parecían hechos a propósito. El sucio y ancho pantalón, de un rojo desteñido, completaba esa imagen deprimente que obligó a Diógenes a mirarla un momento, y a sentir lástima.

—¡Ajos… velas… cascarilla… manteca de cacao!

            Diógenes la vio alejarse y volver sobre sus pasos, lentamente, sin mirar a nadie, pendiente sólo de su propio pregón, y esta vez descubrió en el rostro de la anciana hambre, cansancio, vejez, tedio, certeza de que nadie compraría sus ajos, sus velas, su cascarilla, su manteca de cacao, deseos de soltar aquel jabuco que le pesaba ya sobre la espalda.

—¡Señora! —gritó Diógenes cuando la anciana estaba varios metros más abajo—. ¡Eh, señora! ¿cuánto valen?

—El ajo a dos, las velas a cinco, la cascarilla a cuatro, la manteca de cacao a quince pesos la botella —dijo la anciana como si recitara, deteniéndose pero sin mirarlo.

Diógenes se acercó:

—¿Y cuántos tiene?

—¿Cuántos qué? —preguntó ella a su vez, con desgana, bajándose del hombro la pesada jaba.

—Se lo compro todo, señora —dijo Diógenes.

—¿Los ajos? —indagó ella.

—Sí, y las velas y la cascarilla y la manteca de cacao.

            La anciana lo miró, esbozó una sonrisa, y demoró unos segundos en agacharse a contar la mercancía. Diógenes la miraba, compasivo. Por el escote se le veía el flaco y negro pecho.

—No lo cuente, señora, dígame cuánto es todo.

—Es mucho, mijo —dijo la anciana, sin levantarse.

—¿Qué le parece esto? —dijo Diógenes, y le mostró un billete de diez dólares.

La anciana tomó el billete, lo revisó por ambos lados, miró a Diógenes y se lo devolvió.

—¡Que son diez dólares, abuela! —le explicó Diógenes, risueño y sorprendido.

Después, acercándosele al oído y mirando a todos lados, como si le deletreara un gran secreto, le repitió:

—¡Diez… dó… la… res!

—Ya lo sé —contestó la vieja, poniendo grandes ojos de desconfianza ahora, alzando otra vez el bulto y haciendo por irse.

—Espere, abuela —insistió Diógenes—. Mire, vamos a ver. Diez dólares son, ahora-mismo-ahora-mismo, mil pesos. ¿Entiende? ¡Le estoy dando mil pesos por la jabita esa!

            La anciana lo miró esta vez de arriba abajo, con mayor desconfianza, y se acomodó el asa de la jaba sobre el hombro. Diógenes la miraba entre incrédulo, burlón y lastimero. Guardó el billete en el bolsillo. Pero antes de marcharse volvió a decirle:

—Mire, abuela —hablaba despacio, como si le estuviera explicando un problema matemático muy difícil a un niño—, todo eso que usted lleva ahí no vale ni cien pesos, ni cincuenta; y yo le estoy ofreciendo mil pesos, ¿entiende?, ¡diez dólares!

—Quince, y se lo lleva —respondió la vieja, que parecía no oírlo.

—¿Cómo? —sonrió Diógenes.

—Es mi precio. Lo toma o lo deja. Quince dólares, y todo es suyo —repitió con neutralidad, segura de sí misma.

Ante el silencio incrédulo de Diógenes, la vieja comenzó a alejarse.

—¡Ajos… velas… cascarilla… manteca de cacao!

            Diógenes sintió curiosidad, vio aquello como un juego, como una prueba de fuerza, y siguió tras ella.

—Le ofrezco doce, doce dólares, mil doscientos pesos, ahora-mismo-ahora-mismo, uno encima del otro.

La anciana se detuvo.

—Quince, mijo, quince dólares —ahora su tono era de lástima hacia Diógenes, el mismo tono que él había empleado con ella al principio—. Quince es mi precio. Mira estos ajos —le mostró dos cabezas medianas, casi tiernas—; mira estas velas, no hechas en casa, con parafina mala, sino de las buenas, de las que no se apagan —le mostró tres velas blancas, largas, envueltas en papel de estraza—; mira esta cascarilla —sobre la oscura palma de su mano derecha aparecieron dos pequeños montículos blancos, como bolas de tiza cortadas por la base—; mira esta mantequita, mijo —y le enseñó una botella de refresco llena hasta el cuello con un líquido espeso, amarillento, taponada con una chapa vieja y parafina—. Todo por quince, mijo. Me das quince fulitas, y esto es tuyo.

            Diógenes no pudo evitar sonreír, esta vez con malicia. Se metió las manos en los bolsillos y la miró de arriba abajo.

—Trece. Trece dólares por todo, abuela. Es mi última oferta —dijo, sacó el dinero y comenzó a contarlo delante de ella.

La anciana lo miró a lo ojos, desentendiéndose del fajo.

—Quince, y le dejo también la jabita.

Era su último intento de negociar. Incluso, levantó la jaba a la altura de su pecho, para que Diógenes la viera.

—No hay negocio —dijo Diógenes.

—Pues no hay negocio —confirmó la anciana.

Y se marcharon en sentido opuesto.