La prima Onelia pasaba horas y horas
tostando granos de maíz.
La prima Gisela pasaba horas y horas
batiendo las claras de los huevos.
El primo Eduardo y yo barríamos el patio.
El primo Chogüi ataba una caja de cartón
en un gajo de mango, en lo más alto.
No recuerdo si era todos los sábados,
o sólo algunos sábados, o en días distintos.
Cuando la prima Onelia traía los granos de maíz
convertidos en minúsculas rosas blancas,
y la prima Gisela de las claras había sacado nieve,
y el primo Eduardo y yo podíamos mirarnos
en el vidrio de la tierra del patio,
entonces, el primo Chogüi, que era el más alto,
trepaba a un taburete y vertía sobre la espalda del cartón
las rosas. Mientras, la prima Onelia doraba en el fuego
los conos de nieve, y los acomodaba sobre un plato.
La tía Inés, de pronto, aparecía con una jarra
de refresco de naranja agria.
Y todos los demás, diez o doce primos,
seis o siete vecinos, desconocidos incontables,
nos apretábamos debajo del cartón, esperando los hilos,
para tirar de ellos. Pero nunca hubo hilos.
El primo Chogüi, que era el más alto,
tomaba el palo de la escoba y, repetidas veces,
golpeaba la piñata desde abajo,
hasta que llovían sobre nuestras cabezas
pequeñísimos caramelos blancos,
dulces rosas de formas caprichosas.
Por suerte, la tierra estaba limpia
(la habíamos barrido el primo Eduardo y yo).
Revueltos, agarrados, con los puños cerrados para no perder nada,
pasaban cinco, diez, quince segundos de alegría eterna,
tal vez los más felices que hayamos vivido.
Lo demás, imagínenlo:
cola para los merenguitos de la prima Gisela,
cola para el refresco de la tía Inés,
cola de niños contando y recontando
a escondidas sus blancos caramelos.
Y en la boca de todos, en el alma de todos,
el sabor inolvidable de la tierra del patio.
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Este poema se publicó originalmente en mi libro FIESTA DE DISFRACES (Calambur, Madrid, 2008)